Categorías: Carta al director

Un cambio en la vida

A veces se nos presentan cambios en nuestra vida. Algunos de ellos no son demasiado trascendentes y no nos suponen gran alteración. Pero otros sí, son cambios radicales que, a veces, se presentan sin avisar. Recién terminada la carrera de Medicina, Luis era un joven médico lleno de ilusión, ganas de trabajar y hacer el bien. Era también, como otros muchos, un médico en paro. Hacía algunas sustituciones en el Hospital y en el Centro de Salud de la Seguridad Social, realizaba visitas a domicilio, hizo un intento de poner una consulta privada junto con otro compañero y al final se vio, como tantos otros, preparando una oposición que le permitiera disfrutar de cierta estabilidad laboral y económica. En esas estaba cuando se le presentó la oportunidad de trabajar como médico para una ONG. La oferta, poco tentadora para la mayoría, a él le pareció ilusionante: tendría que trabajar en zonas marginales y deprimidas de un país de América del Sur. Pero con su ilusión y ganas de nuevas experiencias, valoró mucho más la oportunidad que se le brindaba de hacer el bien que la pequeña compensación económica que obtendría.
No sin antes mantener varias discusiones con sus padres, que le aconsejaban que se quedara  con ellos preparando las oposiciones, Luis hizo sus maletas, se puso todas las vacunas preceptivas y tomó el avión rumbo a su destino. Allí encontró lo que se esperaba, pero en un grado muy superior al que había imaginado: miseria, hambre, enfermedades, delincuencia, droga, ... y algo con lo que no contaba: soledad, mucha soledad. Veía gente enferma, desesperada y sola, que no tenía quien se preocupara de ella, quien la escuchase en su tragedia y su abandono y, a veces, para el esto era aún más duro que la propia enfermedad.
La gente subsistía como podía y bastante tenía con intentar sobrevivir como para preocuparse del prójimo. El Hospital donde Luis trabajaba era como una desesperada tabla de salvación donde la gente acudía no ya sólo para curar sus males, sino como último recurso que le permitiera obtener un plato de comida.
El trabajo era duro, se sabía cuándo se entraba en un turno pero no cuándo se salía. Pero Luis se encontraba a gusto, sentía que estaba haciendo algo útil y bueno y eso le llenaba de entusiasmo y le daba fuerzas para continuar. Al principio se acongojaba ante los casos que veía a diario pero con el tiempo aprendió a endurecerse sin perder la alegría y la ilusión, las cuales intentaba transmitir a sus enfermos. Otros compañeros y compañeras más veteranos le enseñaron a ser testigo de la tragedia sin perder la sonrisa y sin dejar de dar ánimos a quien lo necesitara. Se dio cuenta de que a veces esto era tanto o más importante que curar sus enfermedades.
Un día estaba de guardia en Urgencias cuando una ambulancia trajo a un hombre que le llamó la atención. Debía tener alrededor de setenta años y era enjuto y diminuto. Venía con la mascarilla de oxígeno y traía en la mirada la expresión que Luis ya había aprendido a detectar en aquellos cuya vida se acaba. Su vestimenta revelaba que tenía una posición económica muy superior a la de los pacientes habituales de aquel Hospital.
Le prestaron las primeras atenciones y cuanto advirtieron su estado, lo enviaron a la UCI. Pero lo que más llamó la atención de Luis fue el séquito que acompañaba a aquel hombre: un auténtico ejército de andrajosos, tullidos, drogadictos, enfermos de SIDA y demás desheredados de la fortuna había venido prácticamente corriendo tras la ambulancia y ahora permanecían unos de pie, apoyados sobre sus toscos cayados, otros sentados en el suelo y, la mayoría, de rodillas rezando con los brazos en cruz. Luis se acercó a uno de los que estaban en primera fila y le preguntó:
- ¿Qué hacéis aquí?.
- Don Fernando está enfermo y queremos ayudarle con nuestras oraciones. Si él muere, muchos de nosotros moriremos también.
Aquella noche la guardia fue tranquila y Luis pasó mucho tiempo mirando aquella multitud que de rodillas y con velas encendidas no dejaba de rezar esperando, en la explanada frente a la puerta del Hospital, alguna noticia de su benefactor. Al amanecer, Luis recogió sus cosas y se disponía a marcharse cuando un compañero de la UCI fue hasta Urgencias y le dijo:
- Luis el hombre que ingresaron ayer, el que ha arrastrado a esa multitud, dice que quiere hablar contigo.
- ¿Conmigo? -se extrañó Luis-. ¿Pero si no lo conozco de nada?.
- Tú verás. Está muy mal, no creo que dure mucho.
Sin salir de su perplejidad, Luis se dirigió a la UCI y en menos de cinco minutos estaba junto a la cama del moribundo. A pesar de su estado, el hombre conservaba una pizca de la viveza que en otro tiempo debieron tener sus ojos.
- Le agradezco que haya venido -le dijo-. No tengo mucho tiempo.
Lo miraba fijamente mientras jadeaba y hablaba con gran dificultad.
- ¿Cómo está mi gente? -preguntó.
- ¿A qué gente se refiere?.
- A la que estará ahí afuera.
- Están muy preocupados por usted, han pasado ahí toda la noche. Debe haber hecho usted mucho por ellos.
- No, apenas he hecho nada. A partir de ahora sí que pensaba hacer algo importante pero ya no voy a poder, mi tiempo se acaba. Pero me voy tranquilo porque sé que lo dejo todo en buenas manos. Usted lo hará mucho mejor que yo.
Luis no salía de su asombro.
- ¿De qué me habla?. Usted no me conoce, es la primera vez que hablamos.
Se equivoca, aquí nos conocemos todos y sé perfectamente que usted es la persona adecuada para hacer lo que yo ya no podré hacer.
El hombre tomó la mano de Luis y la apretó hasta donde le permitieron las pocas fuerzas que le quedaban. Sin soltar su mano y mirándolo fijamente, continuó hablando.   
- Tenía pensado hablar con usted de esto con tranquilidad, pero mi hora se ha presentado sin avisar, antes de lo que pensaba.  No tengo mucho tiempo. Por favor, escúcheme.
El hombre habló y habló y Luis lo escuchó. Lo escuchó hasta que murió. Pero cuando salió de la UCI, era un hombre ilusionado, estaba eufórico con el proyecto que aquel hombre le había dejado perfectamente diseñado y financiado con su inmensa fortuna. De la noche a la mañana Luis se encontró con que era el Presidente de una poderosa ONG con varios proyectos asistenciales y de progreso en marcha, y a la vez era el Director de un nuevo Hospital destinado a los mayores desheredados de la fortuna.
Y desde ese momento tomó el relevo de aquel hombre diminuto y enjuto, y fue también millonario. Millonario en plegarias y buenos deseos de todos aquellos a los que dedicó su vida y vieron en él a su nuevo benefactor .

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