Son ya muchos los entierros de inmigrantes a los que he asistido. Es una forma de dar la despedida a quien pierde la vida en el camino y de aportarle ese último rezo. Aprendí esto de mi gran amigo Quino Curado, al que sigo echando mucho de menos y de cuya figura siempre me acuerdo en estas despedidas. Un último adiós a hombres y mujeres de los que no sabemos ni sus nombres, a los que el infortunio trajo a Ceuta, a los que el mundo convirtió en víctimas de un sistema del que pretenden escapar. Ayer, el padre Curro lo decía: es una muerte injusta. Y recordaba a esa madre que estará en algún punto de África esperando que ese hijo le llame, le diga dónde está, y le cuente que ha conseguido el sueño: que por muchas penurias que pase siempre será mejor que la tierra que abandonó. Esa llamada nunca se producirá y es la peor pesadilla que puede arrastrar una madre. Pero se produce, y se repite y no hay medios para ordenar un desaguisado en el que Europa tiene mucho que decir.
Varón, negro, sin identificar. Esa es la leyenda que acompañará a este joven, casi un niño, que pasa a engordar las listas de los inmigrantes cuya etapa final tiene el nombre de Ceuta, mirando hacia un Estrecho convertido en la mayor tumba de inmigrantes que podamos imaginar. “Ha acabado este primer mundo, acógelo en la paz eterna”, decía ayer el padre Curro. “Es una muerte injusta que demuestra que queda mucho por avanzar”, añadía.
¿Han pensado ustedes en lo dramática que tienen que ser las vidas de estas personas para que cada día las arriesguen para buscar, como premio, una segunda vida marcada por la clandestinidad, sometido a explotaciones y a constantes escapadas? La galería de San Jorge, en su nicho número 300, acoge desde ayer a uno de estos soñadores a quien la apuesta por otra vida no le salió bien, jugándole una mala pasada.