Hoy traigo a colación la vida de un asturiano de los que ha habido pocos como él en la vida, porque falleció con 110 años. Se llamaba Aurelio Díaz Campillo. Fue a la guerra de Cuba a luchar contra los insurrectos que se alzaron contra España para conseguir su independencia; habiendo sido él quien después de regresar de la isla caribeña fue el más longevo de todos cuantos españoles en ella combatieron. Aguantó allí todo, demostrando tener una excelente salud y una sólida fortaleza.
Y lo llamo “el último de Cuba”, al igual que por aquella misma época también se llamaron “Los últimos de Filipinas” a los que lucharon bravamente por la misma causa española en este otro país asiático. Por cierto, que estos últimos estuvieron mandados por un héroe extremeño, Saturnino Martín Cerezo, de Miajadas (Cáceres), prácticamente desconocido para las nuevas generaciones, que ingresó de soldado raso, fue teniente en Filipinas y llegó hasta general.
Pero ahora me centro en el primero, Aurelio, nacido el 16-10-1878 en Tielve (Asturias), en el concejo de Cabrales, de donde recibe su denominación de origen el célebre queso del mismo nombre, de al pie de los Picos de Europa y al borde del río Duje. Conozco bien aquellos lugares ovetenses y sus caudalosos ríos, por haberlos visitado en mayo de 1964, hospedándome durante diez días en lo alto de dichos Picos, en el parador-refugio de Áliva, con bellos paisajes entre montañas y preciosas vistas placenteras que se divisan desde lo más alto hasta allá en la lejanía donde parecen juntarse el cielo y la tierra, pudiéndose contemplar también de cerca las cabras salvajes y los rebecos saltando de roca en roca como si fueran pelotas de goma botando.
Son preciosas en sus alrededores Cangas de Onís, con su famoso puente con la cruz colgada y la ermita de Covadonga cavada en roca. Luchando por aquellos escabrosos parajes ganó el rey Don Pelayo a los árabes su famosa batalla el 28 de mayo del año 722, despeñando rocas hacia abajo, desde donde los sarracenos pretendían subir. Allí comenzó la Reconquista de España, que duraría 770 años. También son dignos de visitar el lago Enol y los miradores del Rey y Urdiales.
Pues de aquellos abruptos lugares era Aurelio, hijo de padres muy humildes, pero honrados y dignos pastores. De niño, él mismo contaba que lo pasó muy mal, unas veces cavando en el huerto, otras guardando vacas y cabras, mojándose cuando llovía o nevaba, pasando mucho frío en los inviernos. Al oscurecer, se refugiaba para dormir en cuevas, unas veces alumbrándose con un candil, otras a oscuras, alimentándose con castañas, nueces, leche y queso de Cabrales, que nunca les faltaron. Con 10 años, emigró a Sevilla, a trabajar como empleado de una chacinería de otro asturiano al que llamaba su “amo”. Llevaba las cuentas del negocio con riguroso control y encomiable celo, sin que ni siquiera el dueño pudiera meter la mano en la caja sin él saberlo.
Por entonces, Cuba se sublevó contra España. Y eso supuso un trauma histórico de enormes proporciones. Fue la colonia americana más afín a lo español en cultura, idiosincrasia y convivencia durante más de cuatro siglos. España, para mantener allí sus dominios y autoridad, tenía que enviar a más de 7.000 kilómetros grandes contingentes de tropas, armas y pertrechos para luchar contra los rebeldes. Ello suponía ingentes gastos y - lo que era más triste – la pérdida de muchos miles de soldados que enfermaban y morían no sólo en combate, sino también de hambre y epidemias. Tan distantes de la metrópolis, en numerosas ocasiones estuvieron allí los españoles aislados, sitiados, soportando emboscadas de la guerrilla y teniendo grandes problemas de aprovisionamiento.
Al cumplir los 18 años, Aurelio fue tallado en 1897 con los demás de su reemplazo. Le tocó por sorteo ir destinado al campamento de San Antonio de las Vegas en La Habana, a las órdenes del general Arsenio Blanco que, según él contaba, era «Un gran hombre que nunca mandaba hacer cosas que no pudiera hacer él mismo. Todos le querían». Entre el tiempo que trabajó en Sevilla y el que sirvió en Cuba, estuvo fuera del pueblo diez años.
En enero de 1898 embarcó en Barcelona para Cuba como soldado de la cuarta compañía del primer batallón del Regimiento de Otumba, nº 49. Estuvo en la trocha de Manel (las trochas eran pequeñas fortificaciones, maravilla de los Ingenieros militares españoles, con torres de vigilancia para detectar y obstaculizar a las guerrillas enemigas), Pudo contemplar el hundimiento del navío «Maine», antes y después de la voladura, reducido a un montón de chatarra dentro de la bahía. Precisamente, ese fue el detonante por el que los EEUU entraron en guerra contra España. También perteneció allí a la escolta del general Arsenio Blanco, “un gran señor muy patriota – decía - que no quería entregar Cuba”.
Tras haber regresado a España al licenciarse. cuando cumplió 100 años, fue entrevistado por periodistas, a quienes relató sus numerosas vicisitudes en Cuba, contándoles que cuando un día estaba prestando servicio de armas como centinela, “a la media hora veo desde mi puesto a cuatro jinetes, que corrían más que el viento, y detrás de ellos muchos insurrectos a caballo. El último de los cuatro caballos disminuyó el galope y el jinete fue alcanzado y derribado. Los otros tres entraron en nuestras líneas gritando: “¡A las armas! ¡Son más de cuatrocientos!”. Inmediatamente, los 80 españoles saltamos con los fusiles a las trincheras y les hicimos desaparecer.
Otro día se aproximaron a la bahía varios barcos americanos. Rápidamente tomamos posiciones en una colina que dominaba la bahía. Empezó el bombardeo de los barcos, pero al segundo cañonazo que disparó nuestra batería del “Morro”, un barco enemigo se inclinó de lado debido al trastazo que le dieron. A este no lo vimos hundirse, pues se lo llevaron remolcado a alta mar. Los otros barcos desaparecieron. Nos quedamos roncos de gritar ¡viva España! y ¡vivan los artilleros!.
Pero poco tiempo nos duró la alegría, pues aquellos barcos se concentraron en Santiago de Cuba y sus fuerzas consiguieron desembarcar. En septiembre de 1999 ocuparon los americanos la isla. Recibimos la orden de rendirnos, pues no quedaba un solo cartucho. Fuimos bloqueados totalmente por mar. Nuestros barcos de guerra eran unos “cacharros” y no podían enfrentarse con los poderosos americanos. Hicimos más de lo que humanamente podía hacerse y sucumbimos con honor. Cuando el almirante Cervera conoció después el desastre, comentó: “Ha sido horroroso. Como yo preveía”.
Si no hubiera sido porque nos quedamos sin comida y sin municiones, les hubiéramos dado muchos disgustos. Aun así, ¡su trabajo les costó!. En la playa de San Juan cayeron miles de americanos y los que defendían la playa eran solo 500 españoles al mando del general Vara del Rey. Por dos veces tuvieron que reembarcar y solo nos invadieron cuando nuestros fusiles no podían disparar por falta de municiones. No me remuerde la conciencia de no haber hecho todo lo que pude, lo mismo que mis compañeros, jefes y oficiales.
Tras habernos rendido, en diciembre de 1899 se hizo la entrega oficial de Cuba a los americanos. Se negó a hacerla el general Blanco, que era el comandante en jefe de las fuerzas españolas, y tuvo que hacerlo el general Castellanos. Celebramos la Nochebuena en alta mar. Triste Nochebuena fue aquélla, pues la alegría de pensar que faltaba poco para llegar a casa nos la fastidiaba la tristeza de la derrota”. Con los ojos humedecidos, cogió el bolígrafo y dijo al periodista que le entrevistaba: “Para que sea creído por todos lo que digo, voy a firmar”. Y firmó. Relató que cuando se iban a la guerra de Cuba les dieron de todo: dinero, tabaco, comida, escapularios y otros obsequios con muchos aplausos; pero cuando regresaron rendidos, nadie los miraba.
Aurelio y sus compañeros de armas fueron embarcado en La Habana rumbo a España en el buque “Villaverde” y otros que los llevaron hasta Alicante. Hicieron una travesía infernal de dos semanas, todos apretados en barcos, sin apenas comida ni bebida, mezclados sanos y enfermos y sin apenas asistencia sanitaria. Y luego al llegar de vuelta a sus hogares tuvieron que sufrir otro calvario: el de su reinserción social y laboral en un país en serias dificultades.
«Muchos volvieron inválidos, sin posibilidad de regresar a sus trabajos labrando los campos o vareando las aceitunas. Era como volver a la pobreza y el Gobierno no supo dar respuesta a ello. No eran conscientes del problema social que se les venía encima.
Según el Archivo Histórico Nacional español, de febrero de 1896 a noviembre de 1898, entre los repatriados se contabilizaron 10.995 soldados inútiles y 33.808 enfermos; más murieron allí unos 58.000 españoles. Se le llamó «La flota silenciosa», que siguió llegando hasta bien entrado 1899. Una tortura que no podía ocultarse en sus cuerpos famélicos y demacrados.
Un periódico compostelano recogía en 1898 una tétrica noticia que ilustraba esta pesadilla. La noticia publicada, decía: «Un pobre soldado regresado de Cuba llegó hasta la puerta de su casa paterna en Enfesta. La hora era ya bastante avanzada y como aquel desdichado careciese de fuerzas para darse a conocer por la voz, no le abrieron la puerta, a pesar de sus repetidos golpes, por temor a ser objeto de robo. A la mañana siguiente, el cadáver del desdichado joven, muerto de hambre, apareció tendido delante de la puerta de su casa, produciéndose la desgarradora escena al ser visto por su familia».
Aurelio, en cambio, regresó sano y fuerte, habiendo tenido luego en el pueblo una vida muy larga y saludable. Tuvo 12 hijos, el mayor de ellos contaba 82 años cuando le hicieron varias entrevistas al cumplirse su centenario, más numerosos nietos, bisnietos y tataranietos. Era el más longevo de la historia de los que fueron a Cuba.
Falleció en 1989 con 110 años, habiendo sido el último superviviente de aquella guerra. Había llevado en su pueblo, desde que regresó, una vida apacible y normal en los Picos. “A los de esta tierra – decía señalando los Picos de Europa - si uno logra de pequeño sobrevivir, después no lo parte un rayo y menos si toma a diario leche fresca y queso de Cabrales, como lo hago yo”.
Pasaba los inviernos en Gijón con un familiar, pero en cuanto el clima se suavizaba adelantaba su vuelta a los Picos de Europa, porque, como él decía, “el rebeco es de donde pace”. Cuando el periodista lo visitó, estaba sentado en la cocina de su casa de la calle Medio, en Tielve, colgada de los montes. Tenía buen aspecto, aunque estaba muy sordo y apenas se podía mover. Menudo y con las mejillas sonrosadas, gafas de gruesos cristales y bigote amarillento, llevaba boina, chaleco y chaqueta de paño verde, cubría las piernas con una manta”.
Lo cuidaba su nieta Aurelia Espina y una bisnieta joven que le hacía de traductora, debido a su sordera. «Lo encontré con su familia recolectando hierbas medicinales para el invierno y madera y raíces de nogal para sus rústicas tallas, que después vende a buen precio”, dijo el periodista.
El “tío Aurelio” cantaba todas las mañanas «La Virgen de Covadonga», y por las tardes rezaba el rosario; prefería las «fabes» a los garbanzos y bebía con moderación, nunca más de la cuenta, Como en Cuba ascendió a cabo, luego al regresar a España fue ascendiendo hasta haber llegado a teniente honorario, y vivía más bien de la pensión que por ello le había quedado.
¿Y quién tuvo la culpa de la derrota en la Guerra de Cuba, en la que murieron más de 58.000 españoles?, le preguntaron. Y él contestó al periodista: «
Para mí, como para mis compañeros, la culpa fue, como siempre, de los politicones, que mientras nosotros nos jugábamos con gusto la vida por España, ellos mandaban sobre lo que no sabían. No me explico cómo nuestros generales, que sabían lo que hacían, tenían que obedecerlos», terminó diciendo.
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