El último presidiario del Hacho

M e llamo Juan Navarro y nací en Granada hace mucho tiempo, en septiembre de 1829. Quedé huérfano muy pronto, apenas tengo recuerdos de mi madre y nunca supe quién fue mi padre. Sin familia ni hacienda, me vi en la calle. Solo en el mundo, tuve que aprender a valerme por mí mismo. Mis años de mocedad transcurrieron entre las calles del Albaicín. Era una vida dura y peligrosa. Aun así, nunca olvidaré aquellos años: la libertad, Granada... ¡Oh, mi Granada! Después, la miseria, el destino, mi «mala follá», quién sabe qué, me acabarían alejando de mi tierra natal para toda la eternidad. Sí. Toda la eternidad. Créanme; sé muy bien de lo que hablo. Pero no quiero confundirles anticipando sucesos que deberán conocer a su debido tiempo. Permítanme, pues, que les cuente mi historia desde el principio.

No había cumplido los veinte años cuando, entre grillos, formando parte de una cuerda de presos, contemplé por última vez la Alhambra. La vieja alcazaba había sido mi madre; el Darro mi padre. Bajo su mirada y protección, crecí y soñé con quimeras imposibles. No era un ejemplo de virtud ni honestidad, es cierto; pero nunca perdí el sentido de la justicia y una cierta nobleza de espíritu que, a la postre, me costarían la libertad. En mi corta vida había visto casi de todo, o al menos eso pensaba. Estaba acostumbrado a vivir en un mundo de vileza, gobernado por la maldad y el vicio, pero tenía un defecto, o virtud, según se mire: nunca pude soportar la injusticia. Una noche apareció un grupo de aquellos poderosos señoritos que, bajo la advocación de Baco, frecuentaban la zona en busca de pubescentes criaturas. Acostumbrados a conseguirlas, de grado o por fuerza, en aquella ocasión superaron todos los límites. No pude soportar la visión de aquella trémula niña, sus ahogados y desesperados gritos. Juro que intenté resolver aquello de forma pacífica. De nada sirvió. Dos de aquellos bastardos no volverían a ver amanecer; el tercero, ¡maldito sea!, se me escapó.

La Justicia acabó dando conmigo. Fui afortunado; me libré de la muerte. Cuando el juez pronunció aquello de «cadena perpetua», nunca imaginé que la jurisdicción de aquel menudo y enjuto magistrado llegara tan lejos, como luego tendría ocasión de comprobar. Pronto sería conducido al que, hasta hoy, ha sido mi hogar. Aún recuerdo la primera vez que lo vi. Fue desde la cubierta del vapor que nos conducía a Ceuta; tras un claro abierto entre dos bancos de algodonosa bruma, pude contemplar el impresionante espectáculo que ofrecía la península de la Almina, flanqueada por la fortaleza del Hacho y las, siempre amenazantes, cumbres de Sierra Bullones. Sin embargo, en aquella ocasión no supe disfrutar de tanta belleza. Los negros nubarrones que se cernían sobre mi futuro, y el selecto y distinguido pasaje al que iba encadenado, me lo impidieron.

La sofocante niebla de agosto envolvía la siniestra fortaleza del Hacho cuando traspasé sus murallas. Su leyenda -negra, por supuesto- llegaba hasta el último rincón de la España de la época, cuyos confines aún se extendían desde el Lejano Oriente hasta el mar Caribe. La muerte y el dolor lo impregnaban todo en aquella tétrica y aterradora fortaleza-prisión. Los inicios fueron duros, muy duros. Los castigos, las extenuantes jornadas de trabajos forzados y las indescriptibles condiciones de vida, me hicieron pensar en la muerte como única liberación posible. Sin embargo, el destino, veleidoso y chancero, con su azabachado humor, tenía previsto convertirme en un hombre de mundo. Por aquel entonces, el presidio ceutí era uno de los lugares más cosmopolitas de España. Además de asesinos e incorregibles, allí moraban, bien a su pesar, militares y presos políticos. A estos últimos, para no liarme, los llamaba los «istas», pues la cantidad de facciones y partidos parecía interminable, y no quería confundirme entre carlistas, progresistas, independentistas...Yo, que nunca había salido de Granada, pude tratar a hombres de letras, generales, aristócratas y políticos famosos. No terminaba ahí el dispar y entretenido elenco de mis compañeros de presidio; también tuve ocasión de conocer a los otros españoles, arrancados de raíz de sus lejanas provincias: cubanos y tagalos eran los más abundantes. Tan heteróclito panorama se completaba con gente de nacionalidades y razas nunca vistas por mí: chinos, negros, mulatos...

Todos los que han pasado por ello, saben de los estrechos vínculos que se establecen entre las personas cuando, juntas, afrontan situaciones extremas como el encarcelamiento o la guerra. Así que, con el paso de los años y las penalidades, trabé amistad con varios de mis compañeros de presidio, en especial con los «istas», a los que me inclinaba mi insaciable curiosidad y mi afán por saber. Me ayudaron a desentrañar los arcanos del lenguaje escrito y, gracias a ellos y a las lecturas que me proporcionaron, me liberé de otra pesada condena, la del analfabetismo y la ignorancia.

Exceptuando a los desalmados «cabos de vara», nefanda cuña de la misma madera, he de reconocer que entre mis guardianes no solo hallé castigos y crueldad. La humanidad y el sentido de la justicia de algunos me ayudaron, no poco, cuando más lo necesité. Aun siendo un asesino, me permitieron acudir a los talleres situados junto al cuartel del Rebellín. Allí, aprendí varios oficios, logré integrarme en la brigada de faeneros de artillería y, más tarde, en la de artistas de fortificación.

Eran tiempos de cambio. A pesar de los años, todavía conservo un fresco recuerdo de aquel hombre valiente que tanto hizo por nosotros. Entonces, apostar por criminales y proscritos no era una opción muy lisonjera, pero el coronel Montesinos lo hizo. Tuve el honor de conocerlo en una de sus visitas a Ceuta, y se me quedó grabada una de sus frases: «La prisión solo recibe al hombre. El delito se queda a la puerta». Lástima que, como he comprobado después, su figura cayera en el olvido más absoluto, inevitable sino de los hijos más preclaros de este desmemoriado e ingrato país. Tiempo después, Montesinos se retiró, pero, gracias a él, las prisiones españolas habían cambiado para siempre. En aquel tiempo ya me permitían bajar a la ciudad. Mientras tanto –¡voluble y cainita centuria!–, una nueva asonada condujo a algunos de mis amigos «istas», directamente, del presidio al Gobierno. No se olvidarían de su amigo «el asesino del Albaicín», y comenzaron a hacer gestiones para lograr mi indulto: mis esperanzas de recuperar la libertad florecían de nuevo.

Sin embargo, en 1859, algo inesperado cambiaría mi vida. Vientos de guerra volvían a azotar las míticas columnas de Hércules. Oleadas de vapores, repletos de tropas, interrumpieron la monótona cotidianeidad de la vieja Abyla. Finando noviembre, la situación se complicó para las armas de la reina, y los presidiarios, que también éramos hijos de la patria, supimos estar a la altura. Brigadas de presidiarios lucharon como leones, incluso a navajazos, contra los fieros cabileños marroquíes, regando con su sangre las fragosidades de Sierra Bullones. Empero, las desgracias de la vieja dama del Estrecho no acabarían ahí. Como si los lanzazos de Marte no fueran suficientes, otra plaga, mucho más mortífera que la propia guerra, asoló la ciudad: el cólera morbo. Parecía que Dios fuera agareno. Nadie recuerda ya el heroico episodio que protagonizamos los presidiarios. En pocos días, la epidemia contagió a miles de soldados. La ciudad entera se convirtió en un inmenso hospital: iglesias, cuarteles, hasta la Catedral y el Casino Militar. Sin apenas enfermeras, unos pocos médicos militares afrontaban, impotentes, aquella marea de enfermos y heridos; pero allí estábamos los presidiarios. Asesinos, timadores, peligrosos conspiradores, transmutados en insólitas hermanas de la caridad, fuimos el auxilio y consuelo de aquellos infelices moribundos. En medio de tan caótica saturnal de dolor y muerte, hubiera sido fácil escapar; casi ninguno lo hizo. No quisimos ser menos que los abnegados médicos y trabajamos sin descanso, día y noche, ajenos al evidente riesgo de contagio. Durante aquellas semanas nos sentimos libres. Todos luchábamos en el mismo bando.

Mis recobradas esperanzas de libertad se tambalearon cuando, exánime, me condujeron al pabellón para presidiarios. Después de mil coqueteos, el cólera me había hecho suyo, aunque por poco tiempo. El día de Nochebuena fue la Parca la que vino a reclamarme. Como ven, en aquellos días estaba muy solicitado. Aún recuerdo mi entierro, y me emociono. Asistieron muchas más personas de las que habría podido imaginar: los médicos del hospital, oficiales del presidio, militares a los que había cuidado, y compañeros de condena. Al ver allí a aquellos hombres endurecidos, conteniendo las lágrimas por un vil asesino, si no lloré como un niño fue, simplemente, porque ya no podía. Y por la misma razón, hoy no río a carcajadas, cuando recuerdo la lapidaria frase con la que el capellán castrense comenzó su responso: «Juan ha abandonado este mundo».

Se equivocó. Precisamente hoy, cumplo 187 años, y, si les soy sincero, no sé cuantos más cumpliré entre estos muros. Entiendo que para ustedes, los corpóreos, esto les cause cierto desasosiego, o incredulidad. Tampoco yo creía en estas cosas y..., ya ven. Háganse cargo, por favor; para mí no fue nada fácil. Cuando tomé conciencia de mi espectral condición, intenté volver a Granada, pero comprobé que no podía salir de Ceuta; deambulé por toda la ciudad, sin hallar un acomodo de mi agrado. Finalmente, decidí quedarme en el lugar donde se encontraba mi gente, mis amigos, mis peores y mis mejores recuerdos; el único hogar que había tenido en mi vida: el penal del Hacho. Además, ahora ya no podían darme varazos. Allí pasé más de cien años, hasta que dejó de ser prisión y decidí mudarme a la actual de Los Rosales. Las cosas hoy son muy diferentes, sobre todo en lo material. Si mis compañeros de presidio lo vieran, esto les parecería un club de oficiales. Por lo demás, no crean que es tan distinto; en mi época ya existían el tercer grado y la libertad condicional, aunque no se llamaran así. Ya entonces, muchos presidiarios residían en la ciudad con sus familias, sin más restricciones que la de pasar revista. Pero en lo esencial, la prisión sigue siendo un lugar donde sigue aflorando lo mejor y lo peor de las personas; miserias y grandezas; lealtades y traiciones. En definitiva, la sempiterna lucha entre el bien y el mal, adoptando sus más diversas formas. Los sentimientos se magnifican tras los barrotes, en esa comunidad tan particular que conformamos los que convivimos en ella. Son tantas las cosas que he visto durante todo este tiempo..., que no tendría lágrimas suficientes; en ocasiones lloraría de rabia, en otras de emoción.

Como les decía, hoy cumplo 187 años, y una gran angustia me consume. En breve cerrarán la prisión de los Rosales; todos se trasladarán a un novísimo y flamante centro, ubicado junto a la barriada del Príncipe. Este espíritu errante está muy cansado para comenzar de nuevo, y solo de pensar en otra mudanza... Además, no creo que me hiciera a tanta sofisticación; me pone muy nervioso. En mi vida, sólo conocí a otro fantasma, un corsario berberisco que moraba en las mazmorras del Hacho desde antes de que yo naciera. Según él, había una posibilidad de liberarnos de nuestra condena. «Si logras que cientos de vivos invoquen tu nombre, podrás alcanzar el descanso eterno», me dijo. Un buen día desapareció, y jamás volví a verlo. Por eso, imploro la ayuda de todos a cuyas manos lleguen estas líneas. Estimados señores, apiádense de este pobre espectro y ayúdenle a liberarse de sus invisibles cadenas. Les prometo que soy un presidiario honesto y, en el fondo, tengo buen corazón. ¡Ayuden a escapar a Juan Navarro!, el último presidiario del Hacho.

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