Opinión

El último eslabón de la cadena en la lucha contra el COVID-19

Trechos convulsos y dramáticos ante el azote trepidante de la pandemia que nos lleva a digerir un escenario estremecedor: 20.453 fallecidos y 195.994 contagiados, de los que 77.357 se han curado. Solo la solidaridad y la unión, posibilitan asumir este sendero sombrío. Hoy, la vida es totalmente cambiante, cuando el COVID-19 era un canto de sirenas en lo más distante, China y comenzaba a inquietarnos, ya había oprimido a Italia, pero aún, no éramos conscientes de lo que estaría por llegar. Actualmente, el virus nos está golpeando fuertemente.

Vivimos confinados en las casas procurando dar lo mejor de sí; o teletrabajando casi las veinticuatro horas, ante el recelo inmutable de qué ocurrirá con el trabajo. Si acaso, según y cómo, lo hayamos perdido o estemos a las puertas de ello. O, tal vez, consagrándonos en las ciento y una mil destrezas para distraer a los más pequeños; e incluso, para que sufran lo menos en esta odisea que nos ha tocado resistir. Y no hablemos de las personas que tienen en las arrugas del rostro las huellas de una larga vida, que los convierte en una encrucijada sin salida, al ser los más vulnerables e indefensos ante la agudización de los trastornos crónicos y la inmunodepresión.

Esta situación alarmante acaba aprisionándonos a más no poder en una revolución emocional, buscando esclarecimientos tanto dentro como fuera de los medios a nuestro alcance, hasta el reencuentro de ese intervalo puntual solidario junto a la ventana o el balcón en el que esperanzados ansiamos un final feliz que no llega e inundados de la melancolía, con los aplausos y silencios aunados al son del Himno Nacional en un recuerdo emocionado de los que ya no están.

También, es el ocaso de los miedos e incertidumbres que nos extralimitan. Sí, este es el coronavirus, ese anónimo e inexplorado forastero que se ha entrometido globalmente en la vida haciendo añicos miles de corazones que han quedado desmoronados.

Un virus que se enmascara en una imagen cruel y maligna, ante la letalidad de saber que cuando nos agarra, despiadadamente nos deteriora las vías respiratorias, haciéndose más poderoso al aislarnos de la humanidad: de nuestra vida, o mujer, o marido, o de los hijos, o de los padres…

Muchos son los que regresan de su restablecimiento, pero, igualmente, demasiados, los que ni tan siquiera llegamos a contemplar. Y es que, el aturdimiento reside en esa muerte en solitario: una atrocidad extrema para los familiares, que aún no han dispuesto de tiempo físico para asimilar un adiós definitivo golpeado con la tragedia.

En este entresijo de agonizar, morir y ser enterrado en solitario lo más rápidamente posible, subyace la figura del sepulturero o enterrador, que desde la irrupción de la epidemia ha cambiado su rutina diaria, al trastocarse los formulismos de actuación y acomodarlos a otros circunstanciales a la hora de materializar los enterramientos; convirtiéndose en el testigo más cercano en la despedida desgarradora de un número reducido de allegados guardando la distancia.

Ser sepulturero o enterrador, ni mucho menos es una labor sencilla, porque, quien la ejerce, sabe de antemano que, irremediablemente, se topará ante un mar de lágrimas, pero, si cabe, ahora multiplicados por un sinnúmero de circunstancias excepcionales que rodean al desbordamiento como común denominador de los muchos confinados, que, finalmente, no han logrado vencer en la batalla a la enfermedad.

Atrás quedan, aquellos sepultureros o enterradores de otras épocas que residían en el propio cementerio; en cambio, los del siglo XXI, son empleados que se afanan duramente por sacar adelante historias dolorosas acentuadas en estas últimas semanas, hasta el punto, de quedar humanamente desarbolados.

Con estas connotaciones preliminares, este pasaje pretende homenajear a todos los profesionales de los servicios funerarios que están en la primera línea, haciendo frente a este duro enemigo del coronavirus, porque, lo más inhumano es descubrir a tres personas que despiden únicamente al finado, delimitado a una zona de seguridad con vallados y cintas o, como en numerosas ocasiones, sin nadie.

Un sentimiento que aumenta en la consternación por el dolor de tantas familias ante las restricciones en los entierros, porque quiénes se nos han marchado, han muerto solos, no se les ha podido velar y hacen su último trayecto apenas sin compañía.

Es un hecho ineludible, que el final de la vida produce como tales, desconsuelo, decaimiento, aprensión, perturba la autoestima o la dinámica del vivir cotidiano. Sin embargo, el sepulturero ha de contraponerse a sus emociones para que este acontecimiento que soporta desde la irrupción del COVID-19, no le menoscabe de manera directa e intermitente la superación de los avatares que atañen el ejercicio de su oficio.

El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, por sus siglas, RAE, define literalmente al sepulturero o enterrador, como “la persona que tiene como oficio abrir las sepulturas y sepultar a los muertos”. Del mismo modo, la palabra “sepultura” deriva del latín compuesta con el verbo “sepultare”, o lo que es igual, “sepultar”. Asimismo, el verbo “sepultare” es un frecuentativo de “sepelire” que significa ‘honras fúnebres’, ‘sepultar’, ‘enterrar’ o ‘incinerar’ a un difunto.

Con lo cual, el sepulturero asume in situ la concreción del sepelio, instante en que los restos mortales definitivamente se separan de los vivos, hasta introducirlo a pulso en el sepulcro. En sí, es una de las ocupaciones más antiguas que todavía soporta un gran estigma, con poco o nulo reconocimiento. Si bien, su encaje se circunscribe al entierro y exhumación y lo que ello entraña, como la disposición de los nichos, el osario o arreglo de los espacios que circunscriben las tumbas.

Evidentemente, se requiere de una formación mental específica para convivir con la muerte, quiénes día a día sus manos habilidosas actúan a golpe de pala y pico, escarban la tierra y restauran las criptas emplazadas en los panteones para proceder a un quehacer poco atrayente.

Ante los ojos extraños, el sepulturero aparece como una profesión ‘que alguien debe de hacer’, pero, que indudablemente deja secuelas imperecederas. Nadie les insinuó cómo tolerar tanta carga emotiva, porque carecen de contención psicológica oficial a la hora de ejecutar traslados de ataúdes deteriorados o cuerpos que ya consumaron su ciclo y están en estado para ser desalojados de la fosa. Requiriendo de muchísimo comedimiento para resistir el calvario de los familiares y sobrellevar las condiciones insalubres que ha de soportar.

No obviemos, que estas personas ejercen una actividad en soledad de incalculable peso, donde meditan y en repetidas veces se marchan a casa con el inexorable contexto y el mito que envuelve la existencia de todo camposanto.


Si de por sí, un cementerio es sigiloso, distante y sosegado, hoy el tiempo se embarga indiferente a lo que sucede en una población y se hace más tétrico: sus pasos recónditos y revueltas andan más desiertas y a secas, se oye un marmolista que con cadencia decidida labra una lápida.

Ahora, cualquier precaución es poca, al desinfectarse asiduamente las instalaciones con reglas de limpieza muy precisas. De forma, que hay barreras de protección para los trabajadores, mascarillas, hidrogel y grandes garrafas de lejía para confeccionar el antiséptico principal que esparcen sobre los féretros. Pero, con todo, la desconfianza, amenaza y el pánico persiste aun constatándose las férreas medidas sanitarias impuestas por el Ministerio de Sanidad, que, irremisiblemente, han asumido las Empresas de Servicios Funerarios y Cementerios, apremiadas a que el velatorio no se convierta en una fuente de contaminación del virus pandémico.

Mientras tanto, en estos últimos días, las idas y venidas de féretros no hay quién lo prescinda, un goteo incesante que no da tregua al engranaje meticuloso del gremio funerario. A un lado, se visualizan los Equipos de Protección Individual, abreviado, EPI; además, de los guantes.

En la parte contraria, no son menos visibles los ataúdes vacíos en importante número, listos para ser utilizados inminentemente. Ya, en medio, una mesa desbordada de mascarillas y gafas de protección, cajas y guantes y cintas para precintar, desenmascaran la crisis que brutalmente nos flagela.

Por ende, las operaciones de mantenimiento han quedado relegadas; al igual, que ya no se llevan a cabo exhumaciones e inhumaciones para reunificar familiares que se encuentran en distintos nichos o en fosas, salvo cuando se refiere a la sepultura de una defunción reciente.

Idénticamente, las exhumaciones imperiosas se cumplen sin los familiares, aunque los óbitos no fueran portadores del virus, porque, quiénes están vivos, pueden infectar más que los mismos fallecidos.

Las consignas de incineración o de entierro, la apertura de tumbas o las relaciones con otras funerarias, todo lo que rodea a los mecanismos del enterramiento, se establecen electrónicamente por los funcionarios confinados en sus domicilios.

No queda otra: tanto las funerarias como los locales condicionados para realizar los velatorios, ponen en práctica los protocolos prohibitivos para infectados ante el más mínimo indicio. Análogamente, las funerarias pueden conservar las cenizas hasta que finalice el Estado de Alarma. En lo hasta aquí fundamentado, el sepulturero, protagonista principal de este pasaje, inicia su jornada habitual que excluye todo aroma de misticismo que pueda suponerle su ingente compromiso, para garantizar el descanso eterno de los que ya no están. Entre sus tareas, lo que más dedicación le incumbe es la previsión de los sepulcros en los que haya que extraer gran cantidad de tierra.

Indiscutiblemente, la pandemia ha duplicado las responsabilidades en los camposantos: todo debe de estar preparado antes que llegue algún féretro.

En este momento, hay tal caudal de sepelios, que difícilmente se respetan los horarios. Prevaleciendo, la no coincidencia de unos acompañantes con otros, por el riesgo de portar el virus y ser asintomáticos. Ante esto, inhumar en tiempos del coronavirus, es algo así, como: ¡introducir el ataúd cuanto antes y apresuradamente taparlo!

Es sabido, que por tradición en un entierro o incineración no faltan las coronas y flores venidas de familiares y amigos que muestran así, el agradecimiento y cariño a la víctima y a sus más cercanos. Toda vez, que esta costumbre se ha visto desmoronada por las vicisitudes de la enfermedad, que exclusivamente ha restringido el trabajo a las funciones fundamentales, entre las que naturalmente no se hallan las ornamentaciones florales.

Desde que surgió el COVID-19 los sepultureros se protegen con monos blancos, al mismo tiempo, que se ha acotado los límites de los familiares para que no se aproximen a la zona más inmediata a la sepultura.

En esta coyuntura, los operarios ya no ayudan a sacar las flores, porque no pueden tener el más mínimo contacto tras el último protocolo efectuado. Solamente, manipulan la caja o la urna de cenizas, si se opta por introducirla en el nicho. Con la salvedad, que desde que nos invadiese la bacteria, se sepultan más cuerpos que cenizas.

En este retrato, ¡de pronto!, aparece un coche fúnebre impoluto que se detiene y del que enseguida desciende a una distancia prudencial el conductor provisto de mascarilla y guantes, haciendo entrega de la documentación pertinente a uno de los sepultureros. Dos exiguas rosas rojas es la reseña floral que porta la caja en este período de confinamiento. En la otra cara, desamparados, bajan de los otros dos vehículos tres familiares autorizados para despedirse desangelados del fallecido.

Entre lágrimas y sollozos, se extinguen los últimos segundos de un hasta luego repentino. Casualmente, algo que se repite en infinidad de situaciones: a lo lejos, se distingue una nueva comitiva con otro deceso y los coches que lo custodian.

En una duración de apurados escasos minutos que no se extienden a más de diez, los operarios desinfectan con hipoclorito sódico el ataúd y ayuda a colocarlo en la plataforma. En milésimas de segundos, queda sellada la tumba con yeso. Quiénes afligidos con máscaras y guantes están frente al nicho, comentan en voz baja y con lamentos: “¡Desde que fue aislado por el contagio en el hospital, ha sufrido, agonizado y muerto solo y casi le damos su último adiós sin estar próximos a él!”.

Sin escasamente un paréntesis, ha llegado otro difunto: ahora se inhuma en un nicho que con anterioridad ha sido acomodado por el sepulturero. Tres personas se aproximan de una en una y algo insólito ocurre, una de ellas, con el móvil erguido y en vertical, emite en directo la inhumación.

En el transcurrir de las horas se repiten una y otra vez estos desenlaces, pero, con un añadido: existen familiares que han tenido contacto directo con el cadáver, por lo que inexcusablemente están aislados en sus domicilios sin posibilidad de concurrir a la ceremonia. Todo es muy frío y apático, los únicos testigos que avalan la sepultura son los mismos operarios. De ahí, que en estos días existan infinidad de prejuicios de los enterramientos, al no presenciarse personalmente.

Siguiendo esta instantánea: Ya, desde muy temprano, el crematorio está presto para acoger los primeros féretros, lógicamente, todos por coronavirus. Como incinerador, resguardado con un traje de buzo, calzas para los pies, gafas, mascarillas y guantes, saca el primer ataúd de la nevera y lo deposita en el primer horno. Conocedor del previsible contagio al que está expuesto, incrementa las reservas de prevención: convenientemente, se ajustan tres turnos independientes que no se eslabonen entre sí, al objeto de impedir una infección en cadena que anularía un servicio tan esencial.

Habitualmente, una incineración se alarga una media de dos horas a 900 grados de calor, más otras dos horas obligatorias para que el horno se refrigere. Computándose aproximadamente, un total de veinte cuerpos diarios.

La escasez de medios y el aumento en los decesos, han comportado que un sinfín de empresas dilaten las cremaciones. Alcanzándose cotas insospechadas ante la acumulación de ataúdes, que algunas funerarias han recurrido a la contratación de camiones refrigerados para mantener en correcta conservación los cuerpos.

Me refiero a trailers dispuestos como depósito de los fallecidos a cuatro grado de temperatura, cuando estos ya han sido registrados, precedentemente a su cremación o inhumación, en función de la determinación de las familias.

Las directrices de las funerarias son claras y minuciosas, si el extinto ha sido como resultado del coronavirus: el cadáver debe ser introducido en un sudario especial por los sanitarios o empleados de la residencia en la que pereció.

El saco de color crema lleva incorporado un aislamiento interno que imposibilita cualquier emanación; la cremallera de su cierre se afianza con un adhesivo adecuado, de modo, que resulta imposible abrirlo. Conjuntamente, el ataúd se rocía con un compuesto de agua y lejía para descartar algún residuo del virus.

Amén, de estar suprimidas las autopsias o recoger muestras del organismo; los individuos que lo manejen tienen que estar provistos de un traje diferenciado que los aísle. La misma línea ha de seguirse con el ataúd en la cámara frigorífica, aislado de los demás, hasta la posterior incineración o inhumación.

Más tarde, la superficie del área respectiva se somete a una desinfección profunda, a la par, que los vehículos usados en el transporte. Además, uno de los inconvenientes de salud pública a los que se enfrenta el sector funerario radica, que entre los muertos se halle algún familiar contagiado y dicho matiz no conste en el Certificado de Defunción.

Los temores se desencadenan cuando el óbito es octogenario, con más de 70 años y el origen del tránsito revela ‘insuficiencia respiratoria’ o una dolencia relacionada como ‘bronconeumonía’.

De lo descrito en este texto, prevalece un pensamiento que nunca se disocia del sepulturero o enterrador, cuando su misión alcanza la cúspide en el que se acaba todo para quién terrenalmente ya no está: las gentes al no ver al difunto, se quedan en estado shock traumático y con desazón les interpela a quienes lo entierran, si quién allí yace, es verdaderamente su ser querido.

Entre tanto mutismo e incomunicación, ¡esta es la cruda realidad!, el sepulturero, por sensatez y fidelidad desempeña a rajatabla los protocolos de seguridad, pero, al menos, ansía el alivio de los allí presentes e intenta darle al servicio la mayor dignidad, para que los asistentes le digan el último adiós con un abrazo imperecedero en la paz.

Consecuentemente, pensemos por unos instantes, dentro del entorno social que estamos padeciendo con la presencia del coronavirus, en este colectivo ejemplar al que no se le otorga, o al menos, esa es la sensación, el reconocimiento que merece, porque sin ellos, los sepultureros, las honras fúnebres de nuestros seres queridos, sería una herida infinitamente superior.

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