Colaboraciones

Tristezas cotidianas

Es lunes y llueve en Ceuta aunque no llega a romper. Parece que ya el otoño prepara su entrada en la ciudad con esa humedad que te cala hasta los huesos pero que no espanta el calor. Sigo durmiendo con el ventilador del techo aunque oigo el crepitar de la tormenta y me imagino que estoy en el monte, en cualquier refugio de montaña imaginado.

Son las 6 de la mañana y el despertador me avisa que todo comienza, son los lametones de mi perra lo que me devuelve la ternura. La abrazo, me abraza, como si nos diéramos ánimos frente a ese sonido infernal que suena a las seis de la mañana.

Espero el agua caliente de la ducha para templar la temperatura; toda mi piel es una selva de células que caminan hacia el sumidero.

Todo es automático: el gel, el champú, el afeitado, el cepillado de los dientes, el cabello ordenado con las manos sin orden ni concierto.

La ropa me vestirá como siempre: los zapatos de ayer, cualquier camiseta, los vaqueros ajustados a una correa que no sé dónde he colocado.

Ahora un café, los medicamentos, un trago de agua desde la botella. Mi perra sabe que ya salimos: brinca, se despereza, corre de un lado para otro, mueve la cola y lanza sus patas hacia mi cuerpo: es su forma sincera de dar las gracias.

En la marina Abby orina en el mismo sitio y busca, dando vueltas sobre sí misma, un sitio para hacer sus deposiciones.

Los barrenderos se preparan para la jornada, el humo de sus cigarros se confunde con la niebla. Charlan sobre fútbol, de política. Conversan, escuchan la radio.

Marcho al trabajo después de regalar alguna chuchería a mi mascota.

Llego a mi trabajo: guardias, parte de faltas, entrar a clase esperando a los alumnos rezagados.

El ruido de los adolescentes en el pasillo, sus mochilas cargadas, las risas, siempre los móviles, algunos conectados a sus auriculares.

Vuelvo a casa, vuelvo al paseo marítimo 20 minutos. Mi perra me espera en la puerta nerviosa.

Como cualquier cosa. Sólo pienso en la siesta que me desconecte de la vida.

Llega la tarde. Es la hora de escribir el CAÑONAZO. ¿De qué escribo hoy? Miro la taza del café, disuelvo la sacarina, escucho el tintineo de la cuchara mientras una niña llora desconsoladamente porque su madre no le compra lo que quiere.

Ya anochece: parque de perros, tienen su pandilla canina de todas las noches y nosotros también hacemos el grupo habitual.

Voy de un lado para otro, observo el juegos de los canes, sus reglas, sus gestos. Los ladridos no son los mismos.

Al parecer hay una pelea y se hace el silencio mientras los dueños acuden a separarlos.

Vuelvo a casa, veo el teléfono, hago la segunda llamada a mi madre para decirle que estoy bien...siempre me pregunta si me he tomado los medicamentos.

Ceno de nuevo cualquier cosa viendo la tele 10 minutos.

Ya en la cama. De nuevo activo el ventilador, preparo el despertador, mando algún wassap y elimino los mensajes de autoayuda que me tienen hasta la coronilla.

Suena el despertador, son las 6 de la mañana.

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