Opinión

La vida en una trinchera a la sombra de la Primera Guerra Mundial (I)

Mientras en la imaginación paseo entre las tumbas de los cientos por miles de soldados, oprimido por la fusión de la melancolía, el respeto y el desasosiego, emerge la sensación que ellos también se impresionarían al percatarse del barrizal que los vio sucumbir.

Resulta sarcástico que la industria de la muerte haya dado paso a estos recovecos ajardinados y minuciosamente dispuestos. Una perspectiva que no puede alejarse del enfoque con la que estas almas se desprendieron del don más preciado: la vida. Una tierra despedazada que los acogió, sembrada demoledoramente de ilusiones y dichas.

Por lo tanto, el perfeccionamiento de las armas de fuego y las consecuentes alternativas para prosperar ante su mayor eficacia, predispusieron que la Primera Guerra Mundial (28-VII-1914/11-XI-1918), anteriormente denominada Gran Guerra, se convirtiese, valga la redundancia, en una ‘guerra de trincheras’.

Perceptiblemente, la semblanza de millones de jóvenes europeos quedaron eclipsadas. Allí, en las cavidades del terreno quebradizo, algunos franquearon cuatro inacabables años rodeado de fango, ratas y extintos. Cuando en las postrimerías de 1914 apenas existía esperanza de dar por consumada la contienda, en pocas semanas, las tropas comenzaron a cavar el que sería su cobijo y, tal vez, su fosa.

Lo lógico era ahondar tres líneas de trincheras: la primera, acogía y descargaba los asaltos; la segunda, asistía a la anterior con hombres y provisiones; y, por último, la tercera, a trescientos metros de la segunda, se emplazaba la reserva del ejército.

Con estas líneas, el contendiente lo tenía prácticamente imposible para avanzar, pero permanecer en las trincheras, conllevaba resistir vicisitudes descomunales y contrariedades inenarrables.

La Primera Guerra Mundial dejó a la humanidad hechuras de cataclismo y desolación, empañadas en los más variados escenarios y contextos. Sin soslayar, que el retrato que mejor lo escenifica, es la consternación habida en todas sus dimensiones en las trincheras.

En ingeniería militar, se denomina trinchera “a la zanja defensiva que permite disparar a cubierto del enemigo desde una posición protegida”. Esta estrategia no surgió como primicia en la guerra, sino que ya era dispuesta desde la Edad Media (476-1492) y generalmente empleada en los asedios a las ciudades.

De hecho, en la Guerra de Secesión Americana (12-IV-1861/9-IV-1865) y las Guerras Coloniales del siglo XIX, se aplicaron, pero su mayor grado de mejora se promovió en la última etapa de 1914, con una carrera apresurada para el frente desde Suiza a Bélgica. De esta forma, las líneas de defensa se consolidaron con la disposición de las trincheras.

Ni mucho menos, Alemania, Francia y Gran Bretaña sopesaron que una guerra de trincheras se llevase a término, pero la imposibilidad de superar al adversario apuntalado en un sistema defensivo, se conservó casi intacto hasta 1918.

Quedaba claro, que cada ejército extrajo su sistema de trincheras específico ante el rival. La extensión entre éstas evolucionaba dependiendo de las zonas: en algunos lugares alcanzó los 100 metros, a diferencia de los 30 metros de otras. Al mismo tiempo, las líneas defensivas se ahondaban en zigzag para envolver la totalidad de los flancos y sortear una probable muerte, en caso que se abatiese con un proyectil. Por lo demás, la concatenación de trincheras lo formaba un entresijo de galerías, túneles, zanjas y cuevas contrahechas en el terreno.

En la primera línea, conocida como “trinchera de frente”, se atinaban los soldados que luchaban, pero en la retaguardia había un sinfín de galerías que se comunicaban con los comedores, hospitales, almacenes, etc. Cada trinchera tenía una asignación propia para sortear las confusiones en su desplazamiento y algunas eran tan estrechas, que exigía a los soldados moverse de lado o arrastrarse por la superficie.

Desde su emplazamiento, salvaguardados con sacos terreros y alambradas, descargaban sus fusiles mientras recibían el fuego del contrincante.

En ocasiones, a la sombra de la noche, debían ausentarse de los surcos, rifle en mano y mochila al hombro y penetrar en tierra de nadie con rumbo a la trinchera contraria, que los aguardaba con un torbellino de balas y granadas.

En estos instantes críticos los soldados habían de evitar los proyectiles y explosivos, superar los cadáveres de los camaradas abatidos en esa u otras acometidas y traspasar las concavidades profundas derivadas de las detonaciones. En la realidad, era inalcanzable que estas incursiones dominasen y al final, los intentos eran infructuosos sin originar daño alguno.

Desde la primera línea del frente, los soldados se trasladaban a las trincheras de la retaguardia, y en el suelo se amontonaba un manto denso de barro que acumulaba tierra, agua, desechos y excrementos, e incluso, restos de cuerpos humanos.

Sucintamente, las trincheras se confeccionaron con la premisa de guardar el territorio y no desahuciarlo. Una vez ocupadas, se priorizaba el cometido de mantener y preservar las posiciones y no se entraba en acción, a no ser que fuese ineludible.

Cuando no se hallaban en la primera línea del frente, se aplicaban afanosamente en la reparación de las antiguas trincheras y el montaje de nuevas. Obviamente, había que materializarlo en la penumbra, con menos visión para las ametralladoras y francotiradores.

La monotonía que habitualmente les acompañaba se quebraba con la irrupción de dos posibles alertas al cabo del día: una por la mañana, o bien por la noche, al ocupar las posiciones de combate ante una hipotética agresión que difícilmente se producía.

Muchos eran derribados por las armas pesadas montadas sobre un trípode o ruedas al estilo de un pequeño cañón, o eran mutilados por el fuego de la artillería, o dañados por el gas lacrimógeno o agentes incapacitantes y agentes letales como el fosgeno; sin descartar, los que terminaban enganchados en las alambradas.

Sin duda, el gas mostaza era el más temido, no era mortal pero los combatientes quedaban desconcertados e incapaces para combatir y defenderse. El fusil con bayoneta, su arma principal, era una hoja larga y punzante utilizada en la colisión cuerpo a cuerpo.

Conforme transcurrían los tiempos, la subsistencia en las trincheras presumía una prueba inquebrantable de tenacidad. Siendo fatigosa en muchísimos matices, no sólo en el aspecto físico, sino asimismo, en la vertiente moral; aun abrazando el hastío, no faltaba la constante de los recelos.

En este entorno maquiavélico expuesto a los bombardeos, andanadas y gases tóxicos y corrosivos, en segundos fallecían los que momentos antes habían estado cara a cara ante la muerte. Sus restos se descomponían en las inmediaciones de las trincheras hasta desaparecer.

Comprensiblemente, el sueño y agotamiento hacían mella hasta consternar a las tropas. Quiénes allí estaban bajo un uniforme y una misma bandera, se sentían desalentados, extenuados y con escasa motivación para continuar luchando, cayendo en desbarajustes mentales, fundamentalmente, en las postrimerías de la conflagración. Estimándose, que hasta un tercio de las bajas aliadas en la Gran Guerra, se ocasionaron en las trincheras.

Y es que, a las procedentes de la hostilidad hay que sumarle las enfermedades contraídas por hacinarse mal nutridos, mayormente empapados y hasta los topes de barro, enmascarados en sectores minúsculos y en un ambiente gélido y húmedo como el Norte de Francia y el Sur de Bélgica, que determinó como no podía ser menos, millares de convalecencias debido a tuberculosis, pulmonía, gripe o disentería y toda una cadena de padecimientos contagiosos propagados por ladillas, pulgas y piojos.

En repetidos episodios, las inclemencias atmosféricas como la lluvia desembocaba en un mar de lodo. Las trincheras se abarrotaban de barro y si los soldados alargaban su estancia en una zanja con aguas residuales, la situación se enredaba con la crudeza de los inviernos extremos, con hasta -20º. El resultado ya es conocido: los ‘pies de trinchera’, o lo que es igual, la antesala posterior a la gangrena.

En los finales de 1915 y al objeto de contrarrestar este grave inconveniente, algunos estados surtieron a sus fuerzas con tres pares de calcetines, determinándose al menos, la sustitución dos veces al día.

Análogamente, no quedaron en el tintero la presencia arrolladora de millones de ratas, muchas del tamaño de un gato. Tales eran las condiciones inhumanas toleradas, que mientras dormitaban rondaban sigilosamente rostros y manos. La desesperación llevaría a eliminarlas con disparos y bayonetas. Hubo quien con el refuerzo de perros, se graduaron en desratizar las trincheras.

Sin embargo, aquello era una misión infructuosa, porque los roedores perfectamente sustentados de tantísimos cuerpos en descomposición, proliferaban a su antojo: tómese como ejemplo, que una pareja de ratas generaba hasta las 900 en un año. Aun así, en las impertérritas trincheras se atinaba con un intervalo, para al menos, evadirse de aquella rudeza escribiendo una carta en la imperceptible luz de una luciérnaga.

O tal vez, compartir un pitillo, con quien posiblemente ya no volviese a contemplar.

Con estos antecedentes preliminares, la Primera Guerra Mundial se convirtió en el suceso más trágico del siglo XX. Ciertamente, la fogosidad, el hervor y el desmoronamiento que identificó a la Segunda Guerra Mundial (I-IX-1939/2-IX-1945), desvaneció a los ojos de la historia, el alcance y la desdicha de la que más adelante le precedió.

Pero, la Gran Guerra y no la otra, es la que entrevió un cambio de paradigma con un enorme impacto político y social en el orbe.

Por vez primera, la Primera Guerra Mundial evidenció la indignación y atrocidad de la maquinaria industrial; lógicamente, la que puso en jaque a los soldados al borde del abismo. Y el legado de este trance confluiría en un atolladero mucho más grande: la Segunda Guerra Mundial.

Ni que decir tiene, que el frente de la contienda supeditado por las trincheras, llegó a la cúspide con la experiencia psicológica traumática para las milicias germanas, francas y británicas por las duras condiciones.

La futura Alemania remataba su reunificación a costa de la Francia de Napoleón II Bonaparte (1811-1832) y con ella, se proyectaba una época de cincuenta años de paz, manchada de lances menores como el choque entre España y Estados Unidos o la disputa de Rusia y Japón.

En 1914, el susceptible equilibrio político entre los grandes imperios saltaba por los aires, tras años de incertidumbres inconclusas y las urbes de los Estados, aleccionadas por la instrucción y los agitados medios de comunicación, espolearon y favorecieron el inicio de las diferencias.

Aquel laberinto con dirección a la Primera Guerra Mundial iba a ser enloquecedor, si cabe, apocalíptico: metralla, granadas, obuses, gases mortíferos y un lago etcétera, como los que aquí se detallan.

A partir de aquí, las trincheras con sus inextinguibles jornadas irresueltas en días y noches, meses y años aferrados en pequeños cobijos y reducidos abrigos, más los peligros habituales de los miles de explosivos, las arremetidas aéreas y la creciente carencia de suministros, se atisbaba en la antesala del ser o no ser del raciocinio humano.

Estos jóvenes soldados que salieron de las estaciones de trenes convencidos, no tardaron en sentirse embaucados por quiénes en un plano y al calor de las comodidades habían instigado el conflicto bélico.

De pronto, de un plumazo se esfumó para millones de combatientes que pararon la vida, la juventud y el alma en la avanzadilla. Transformados en seres autómatas, encandilados por la grandiosidad y el espanto de una guerra descorazonada, ahora eran incapaces de reincorporarse a la sociedad y engañados por sus generaciones superiores.

Con lo cual, la memoria del soldado se sintetiza en el frente.

Allí dispuso de amistades, más o menos, fugaces y, aparentemente las que darían el veredicto final si la muerte le atrapaba.

Inmerso en el campo de batalla, desafiaba los temores y la eterna espera y, entre ambos advenimientos, se enraizaban los pensamientos junto a las nostalgias del pasado, tratando de pasar página y superar lo que poco a poco se adueñaba del subconsciente. Mismamente, hubo de advertir hasta la saciedad el exceso de atrocidades y asimilar la crueldad de la hora suprema.

En las trincheras, más que en ningún otro de los puntos aciagos, estos hombres renunciaron a la juventud y velozmente se hicieron mayores. Deteriorados, sin nada, ni nada, en que confiar, más allá de sus compañeros, su fusil y aquella foto que guardaba en el lugar más recóndito de su vestimenta como oro en paño.

El encontronazo generacional y el intenso shock anímico, instaría a heridas de las que aún Europa no se ha rehecho. La parálisis, el enclaustramiento de los refugios subterráneos y el horripilante fuego de artillería, con las sucesivas cargas ofensivas, socavaba el espíritu de los soldados y arremetía con cuanto habían sido precedentemente.

Años más tarde, induciría a fuertes traumas en la población occidental y auspiciaría la rebelión del fascismo en Italia con el protagonismo de Benito Amilcare Andrea Mussolini (1883-1945) y el nazismo en Alemania de Adolf Hitler (1889-1945). Ambas ideologías y tendencias son mucho más complejas y no se argumentan únicamente por estos hechos referidos.

El destino de las miles de personas quedarían confiscadas con la indiferencia y la frustración de una generación seducida en una guerra superflua. Las barbaridades del progreso armamentístico con el consiguiente retroceso más perverso, propició la pérdida de confianza en las estructuras sociales y las políticas tradicionales se catapultaron.

Claro, que la inestabilidad de los sistemas democráticos, intrínsecamente ligados a lo anterior, más el despecho por el mundo que quedó y la reconstrucción desde el dolor y el arrebato, dibujaría una aldea global más maliciosa.

No es de sorprender, que tanto el fascismo como el nazismo gravitaran en el símbolo de los más jóvenes y en los excombatientes de la Gran Guerra, persiguiendo lo que la conflagración les había quitado para siempre: la juventud.


Curiosamente, una de las primicias más destacadas que aportó en sus chispazos la Gran Guerra, es la cantidad de soldados prestos a combatir sabiendo leer y escribir con ciertos referentes intelectuales. Sarcásticamente, el grupo más instruido de la historia se topó con un marco beligerante, que no podía ser puntualizado con frases adoptadas en conflictos anteriores.

Esta nueva guerra, una guerra innovadora, pero más empedernida y perjudicial que ninguna otra, acarrearía infinidad de cicatrices y heridas, no solo en el imaginario colectivo, también en el idioma. La ingente retórica y vocabulario que compuso esta rivalidad integral traspasaron fronteras.

Consecuentemente, quedando en pausa el cierre de la primera parte de este pasaje y tal como se ha fundamentado en este texto, la Primera Guerra Mundial fue especialmente arrolladora de las estructuras previas que le otorgaban significado al relato de los combatientes.

Los frenesís iniciales por la patria, el rey o el emperador, más el convencimiento en la justicia de la misma causa, o la utopía sensitiva de una aventura entusiasmada por la propaganda gubernamental, se desbarataron de lleno con el crudo escenario de una matanza tediosa, sangrienta y carente de sentido, en la que el soldado era uno más entre aquel abrumador e incomprensible túnel del horror que no entendía.

La mayoría no había empuñado un arma y la lucha infernal le quebró la inocencia y la vida: contemplando como sus compañeros de trinchera sucumbían en el frente, soportando con un nudo en la garganta las exclamaciones de agonía de aquellos otros malheridos, pertrechos y desterrados, consciente que nadie lo recogería, ni siquiera su cadáver.

Como el más execrable de los infiernos perpetrados por la intemperancia del hombre, actualmente, se constatan los indicios que dejaron tras de sí, siendo perceptibles las zanjas, galerías y refugios subterráneos con restos y toda una estela de proyectiles, balas y bombas que desenmascara el efecto emocional exterminador.

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