Opinión

Trileras S.A.

Los timos son tan viejos como la Humanidad. Las timadoras, también. Su modus operandi es tan evidente que ni siquiera se molestan en intentar convencer al respetable de que su negocio es limpio.

Con suma habilidad manejan bolita, cubiletes y cartas hasta tal punto que las incautas perdemos hasta lo que no tenemos persiguiendo la vana ilusión de ganar. Sin embargo, a ninguna de nosotras jamás se le ha pasado por la imaginación osar cuestionar las reglas, la forma de manejar los utensilios del engaño o plantarse de una vez por todas pegándole una patada a la mesa y mandando al garete el tinglado de las estafadoras. Pero no, esa posibilidad nunca entra en nuestros planes. ¿Por qué? Porque es precisamente esa merma de espíritu crítico con la que nos han domado la que nos impide cuestionar nada. Y así seguimos, perdiéndolo todo a sabiendas de que de esta forma nada se puede ganar o, dicho de otra manera, que en estos juegos de manos siempre gana la banca.

Pero, ¿y si la estafa de las trileras no sólo se circunscribiese a rincones más o menos oscuros donde las pobres ingenuas son desplumadas de forma inmisericorde?

Si por si acaso fuese así, pasen, imaginen y piensen.

Plantéese que estuviera inmersa en un sistema que, como en un monopoly a escala real, nos dictase unas drásticas reglas estrictas que sólo se cambiasen a mayor beneficio de las amas del juego. A nosotras sólo nos darían la posibilidad de elegir tarjetas con normas inamovibles, desplazándonos dependiendo de unos dados trucados y teniendo siempre que seguir un recorrido predeterminado previamente por otras.

Suponga que hubiera unas encargadas de distribuir las cartas que han sido democráticamente elegidas por nosotras pero que, en realidad, siempre procuran ir a lo suyo (no, no son todas, por enésima vez lo repito) utilizando ese puesto para sumar privilegios en lugar de ser las limpias garantes del supuesto entretenimiento.

Aventúrese a intentar comprender por qué, sin entender muy bien el motivo, la obligan a competir a muerte y sin piedad con otra tan desgraciada como usted por un piso, con una desmesurada hipoteca, ubicado en la casilla 35 de ese maldito juego.

Atrévase a suponer que, mientras lleva a cabo el recorrido por el laberinto que nos han impuesto sin que nos atrevamos a rechistar, va dejando atrás la calidad de la educación de sus hijas, la importancia de la sanidad de su familia, así como un sinfín de derechos, y todo con el fin de llegar al supuesta final.

No obstante, en el fondo puede que quizás tenga suerte. Es posible que logre alcanzar la ansiada meta, pisoteando sin pestañear los cadáveres de quienes no hubiesen tenido la misma suerte que usted. No obstante, aún habiendo ganado la partida, caería irremediablemente en la cuenta de que nada de lo logrado le pertenece porque fichas, billetes, naipes y casitas de plástico son, en realidad, propiedad de quien maneja el chiringuito.

Sin embargo, a pesar de todo esto, a pesar de tanta injusticia consentida, ninguna de nosotras nunca osaría poner en cuestión la forma en que se organiza ese tema, o se plantearía pegarle una patada a la mesa de las trileras.

¿Le parece surrealista, exagerado o incluso extraído de una novela de Orwell o de Huxley? Extrapole un pelín y observe lo que de verdad transcurre a su alrededor, en esos sitios donde ministras, diputadas, concejalas, asesoras varias (no todas, lo repetiré hasta la saciedad… y cuantas veces haga falta) se hacen fuertes en poltronas, secretarías generales o presidencias sin que nadie les discuta nunca nada porque no viene escrito en las reglas que nos han hecho aprender de memoria. Dejamos que nos calen bien hondas las anteojeras, aceptamos que nos coloquen dócilmente los bocados como los que usan los caballos de tiro sin ni tan siquiera rechistar. A poco que lo intente, comprobará la brutal similitud.

Como decía el visionario Albert Camus, “ellos mandan porque tú obedeces”. Quizás haya llegado, pues, el momento de plantarnos y negarnos a jugar a algo en lo que, sistemáticamente, salimos perdiendo a mayor beneficio de las que manejan el tinglado.

Recuerde que, lo admita o no, las timadoras existen porque las timadas se prestan, una y otra vez, a la sórdida sumisión de una esclativud apenas disimulada, con el pretexto de que siempre hay alguien aún más engañada que nosotras. Pero, a pesar de estos pesares, consentimos sentarnos dócilmente a la misma mesa de siempre a sabiendas de que las trileras van a seguir haciendo su despiadado agosto a nuestra costa. De pena.

Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero si lo que realmente le gusta es ser reiteradamente timada por las profesionales de las banderas al viento que le engañan miserablemente escondiendo la realidad, no se prive, las hay a mansalva y para todos los gustos y colores. Eso sí, cuando las trileras hayan terminado de despojarla de todo lo que aún poseía, no venga laméntandose de que le han hecho trampa… porque avisada ya estaba de sobra.

La mítica película “Z” (1969) del director franco-griego Costa Gavras relataba, de una manera dura y directa, el golpe de estado de los coroneles en la tierra que dio vida a Pitágoras y a Aristóteles. El largometraje empezaba de esta forma:

“Todo parecido con acontecimientos reales, personas fallecidas o vivas no es fruto del azár. Es voluntario”. Y así termina este Vitriolo. Nada más que añadir, Señoría.

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