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Tramas en la sucesión del gobernador Meneses

Don Pedro de Meneses, primer gobernador y capitán general de Ceuta tras que la ciudad fuera conquistada en 1415 por Portugal, era de descendencia española. Su abuelo, Juan Alfonso Téllez de Meneses, era castellano y emigró a Portugal donde alcanzó los títulos de Conde de Ourém y de Barcelos, falleciendo en 1381. Su padre, de  igual nombre que el anterior, Juan Alfonso Téllez de Meneses, fue Conde de Viana do Alenjo, por merced del Rey Don Fernando I de Portugal, otorgada el 3-03-1368. Su madre, Doña Maria Villalobos Portocarrero, era Señora de Vila Real, hija y heredera de Juan Rodríguez Portocarrero, Señor de Vila Real y Panóias. Al morir el padre, víctima de la revolución de 1384, por oponerse al Maestre de Avis, se le cofiscaron a la familia todos los titulos y bienes, y la madre, con el joven Pedro de Meneses de sólo siete años de edad, tuvo que exiliarse en España. Pero, consolidada la casa de Avis, la familia regresó A Portugal, y el Rey Don Juan I fue restituyendo gradualmente a la madre los bienes y honores que tenían en Portugal. A don Pedro, por herencia paterna le correpondía ser segundo Conde de Viana, titulo que, sin embargo, no se le reconocería hasta el 29-05-1426 con la intervención del Papa Martín V, mediante las letras “eximie devotionis affectus”, aunque debiendo pagar una contribución anual de 60 coronas de oro. Y es por ello, que la herencia y sucesión en el cargo y en su hacienda de D. Pedro era bastante importante y muy codiciada, razón por la que voy a ocupar hoy del tema.
Efectivamente, la sucesión del primer gobernador portugués de Ceuta, D. Pedro, no sólo no fue pacífica, sino bastante tormentosa y rodeada de tramas palaciegas, presiones y tensiones de familia, de esas que casi nunca faltan de cara a la sucesión en todo puesto o mando de relevancia; o sea, la lucha por el poder hacia el que tanto apego se siente por aquello de que los sillones y el dinero gobiernan el mundo y mantienen las prerrogativas, los privilegios y las formas más fáciles de hacer dinero. Tan es así, que hay en mi tierra, Extremadura, un viejo dicho en el que uno comenta con otro: “¡Qué bien se llevan y qué unidos están en la familia de fulano”. Y el interlocutor le contesta: “Pero…, ¿han partido ya la herencia?”. Y eso suele suceder con mucha frecuencia en todas partes, tanto en política como en la vida real de las personas, en la sociedad, en el mundo de los negocios y del dinero; es decir, la lucha por el poder, que  ha existido siempre y tiene más que asegurada la continuidad, porque el poder y el dinero desatan pasiones y nublan el conocimiento.
Pues eso mismo fue lo que ocurrió en la Capitanía de Ceuta con la sucesión de D. Pedro de Meneses, que primero tuvo dos hijas, Beatriz y Leonor, en legítimo matrimonio; pero resulta que en octubre de 1414, un año antes de ir a conquistar Ceuta, al que después sería su gobernador le nació en Santarem (Portugal) un varón llamado Duarte, que era hijo bastardo, aun cuando luego fue legitimado en carta otorgada por el rey Don Juan I. Y en aquella antigua sociedad portuguesa, eminentemente “machista”, se solía otorgar el mejor derecho a heredar haciendas y cargos al varón sobre la mujer; de manera que el gobernador de Ceuta se empeñó en que quien habría de sucederle  tenía que ser su tercer hijo, Duarte. Sin embargo, por derecho de primogenitura, le correspondía a su hija Beatriz, por ser el primer fruto de su matrimonio. Pero, como el favorito de D. Pedro, era el niño Duarte, al que a toda costa quiso que fuera su sucesor, pues así lo propuso a dos reyes, primero en 1424 a D. Juan I y, después, en 1430 al hijo del anterior rey, también llamado Duarte como el propio niño favorito.
Intuyendo D. Pedro la fuerte lucha por la sucesión que iba a desatar con su paternal decisión, esa era una cuestión que lo tenía muy preocupado. Así, en 1424 comenzó a preparar la sucesión obteniendo carta de legitimación del niño Duarte. Y, en ese mismo año, ya realizó su primera visita a Portugal con el propósito decidido de que el rey nombrara a sucesor suyo al hijo menor, Duarte, pese a que el niño sólo contaba con 9 años. Predeterminando la situación por él deseada, a esa edad tan infantil lo dejó ya a cargo del Gobierno de Ceuta mientras él fue a Lisboa a intentar resolver el asunto, aunque, lo dejó bajo la tutela o vigilancia y consejos de un relevante caballero de toda su confianza que era el que decidía por el niño, Ruy Gómez de Silva, valeroso capitán, yerno de D. Pedro y padre de dos posteriores Santos, Santa Beatriz y San Amadeo de Silva, y, a la vez, cuñado del propio Duarte, puesto que estaba casado con una de sus hermanastras. Pero al rey D. Juan le pareció prematura y sorpresiva la propuesta, de manera que con buenas palabras dio largas al asunto, diciéndole que “no hay príncipe bien servido si no sabía tener esperanzas, pero que no podía tampoco esperarlo todo quien todo lo codicia”, que es lo que tantas veces nos ocurre a los humanos en la vida real, que nos volvemos tan codiciosos que todo lo anhelamos y a toda prisa, antes de que otros vengan a disputárnoslo.
El rey D. Juan se encontraba ya bastante achacoso, muriendo después en 1433 con sólo 60 años, de forma que hasta cierto punto había delegado estas cuestiones en el Infante heredero, D. Duarte, ante el que volvió a insistir D. Pedro en abril de 1430, que se puso de nuevo rumbo a Portugal, cuando ya el mozuelo Duarte tenía 16 años y había sido reconocido como hijo suyo, dejándole, una vez más, a cargo del Gobierno de la ciudad, pese a que aquella vez hubo opiniones muy contradictorias y opuestas. Por un lado, estaban los defensores de Ceuta, que veían con agrado que fuera dicho joven quien en su día sucediera a su padre, habida cuenta de que en numerosos enfrentamientos que ya había tenido con los sarracenos al frente de la tropa había dado muestras inequívocas de valor, prudencia, responsabilidad, excelentes dotes de mando y buen gobierno. Pero, de otra parte, estaba la poderosa nobleza, a la que no le hacía ni chispa de gracia que Duarte fuera quien estuviera llamado a relevar al padre, poniendo como pretexto, sobre todo, su bisoñez y su corta andadura como guerrero, para el que argumentaban con severas críticas que  D. Pedro se empecinara en dejar dos veces la ciudad en manos de un niño inexperto que apenas podía todavía blandir una espada con la mayor hombría y decoro.
Por si ello fuera poco, esta vez se adelantaron al gobernador sus propias hijas mayores, Beatriz y Leonor. Sobre todo a la primera, le había sentado fatal que su padre hubiera optado por el niño Duarte, pretiriendo a ella que era la que gozaba de los derechos y obligaciones que por entonces confería el orden de primogenitura. Y tampoco a Leonor le sentó nada de bien la determinación de su padre, a quien le reprochó la elección e hizo causa común con su hermana; de manera que ambas comenzaron, en principio, a urdir una trama para adelantarse al Infante  D. Duarte, que era el heredero de la corona portuguesa, para que no accediera a lo que ellas consideraban la injusta e ilegítima decisión de su padre. Y, además, también litigaron en Derecho contra la medida planteando la cuestión controvertida ante la Justicia y una larga serie de soterradas maniobras en la Corte portuguesa. Esto último encolerizó bastante a su padre el Gobernador, a quien dolió mucho que sus propias hijas pleitearan contra él, mayormente Beatriz que solicitó secretamente al rey que no se le diera a su hermanastro la Capitanía General de Ceuta y que las dos se hubieran opuesto a su voluntad con tales artes y maniobras. A D. Pedro casi se le rompió el alma al verse ante tal tesitura. Pero, no obstante, siguió empecinado en su propuesta al rey de que su sucesor en la Capitanía de Ceuta debía ser su hijo Duarte.
El heredero de la monarquía, D. Duarte, que ya estaba sobre aviso y era perfectamente conocedor de las discordias y tramas familiares, optó por una solución intermedia más equilibrada, dando preeminencia al derecho de primogenitura que Beatriz tenía, pero de forma que tampoco fuera ella quien sucediera directamente a su padre, sino que propuso a ésta casarse con Fernando de Noroña, caballero portugués de alta alcurnia y con gran prestigio en la Corte, dado que era nieto de dos reyes, por parte paterna de D. Enrique de Castilla y por el lado materno de D. Fernando de Portugal, más era sobrino del propio monarca portugués D. Juan I. Lo acordado consistía en que, una vez que se casaran, fuera el marido, Fernando de Noroña, quien sucediera a su futuro suegro en representación de la hija, dado que una gobernadora de Ceuta en aquella época no iba a ser bien vista ni por el pueblo ni por la nobleza. Beatriz aceptó esta tercera vía de consenso, y a su padre el gobernador no le quedó otro remedio que bendecir la unión, aunque fuera a regañadientes. Fue fijada la boda de la hija Beatriz con Fernando de Noroña para el 8-03-1431, con una dote económica a cambio de ostentar la representación de Dª Beatriz en el cargo de capitán general de Ceuta, y se estableció que debía tener preferencia en la futura descendencia el apellido Meneses sobre el de Noroña y que el escudo de armas que adoptara la casa gobernante debía ser el Aleo, o bastón de mando de D. Pedro, símbolo del poder conferido que éste había establecido para la Capitanía de Ceuta, al contestar al rey D. Juan cuando le nombró primer Gobernador de Ceuta con aquella célebre frase de: “Con este palo me basto para defender a Ceuta”.
El 22-09-1437, achacoso ya de dolencias y desengaños que la vida le había dado, falleció el gobernador D. Pedro, cuando ya el Infante D. Duarte había sucedido a su padre el rey D. Juan desde 1434 que éste falleciera. Interinamente le sucedió su hijo Duarte, hasta que por Orden de 18 de octubre del mismo año fue definitivamente nombrado para el cargo Fernando de Noroña, conforme a lo dispuesto por el nuevo monarca y previamente convenido con la familia. Luego, a Duarte se le dio la gobernación de Alcázarseguer y otros lugares de la entonces Berbería, actual Marruecos; porque lo cierto fue que, además del mérito de ser hijo del primer Gobernador de Ceuta, el vástago ceutí reunía otros méritos y circunstancias muy dignos de ser tenidos en cuenta y que le hicieron acreedor al desempeño de importantes cargos de gobierno y de especial responsabilidad.
En fin, un final poco feliz para D. Pedro, que el hombre con gran dolor de su corazón no tuvo más remedio que llevarse a su tumba. Y lo peor de todo es que, en eso, todos solemos incurrir en los mismos defectos.

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