La ya antigua tradición de las cabalgatas de los Reyes Magos, que se inició a mediados del siglo XIX, está siendo objeto -en muchos lugares de España- de una auténtica traición a los valores esenciales del humanismo cristiano en el hunde sus raíces la civilización occidental.
Eso no sucede por casualidad. Hay aquí una corriente política empeñada en imponer su radical laicismo en el modo de vida de todos los españoles; una corriente que intenta borrar cualquier muestra de religiosidad cristiana, pues ven en ella su enemigo y el freno a sus ideas disolventes. Saben que en nuestra nación el catolicismo es, con mucho, el credo que profesa –aunque no vaya a misa- la gran mayoría de la gente, y por eso tratan de erradicarlo de nuestras costumbres, incluso ridiculizándolo.
Las cabalgatas organizadas allá donde -gracias al apoyo del PSOE- la alcaldía cayó en manos de personas que piensan así, han constituido un ejemplo palpable de ese modo de pensar. La de Madrid (que muchos pudimos ver por televisión) fue una clara prueba de lo expuesto. Números circenses, música disco, disfraces absurdos, carrozas reales sin trono que parecían, más que otra cosa, una especie de problema irresoluble de trigonometría, vestimentas de los Reyes semejantes a cortinas de baño, como se ha dicho en las redes sociales, y un Rey Melchor que se dirigió al público interpretando -con buena voz, eso sí- una canción guineana, llevándonos a las más profundas selvas de África, algo que nada tiene que ver con el Oriente…
En Barcelona, Melchor, al intervenir ante el público, resultó ser, paradójicamente, un Rey republicano, pues dijo que ellos sí traían regalos, “no como los Borbones”, a los que acusó de querer quedarse con todo. En Valencia, llegó a discurrir por las calles una “Cabalgata laica”, con tres damas ajamonadas que representaban a las “Magas republicanas”. Esa es otra, la de meter al sexo femenino entre los protagonistas de esta celebración, es decir, los Reyes.
En Zaragoza, la Cabalgata, con diecinueve compañías de teatro y de circo, estuvo dedicada al “mundo onírico de los astros”, y los Reyes fueron repartiendo “trocitos de luna y de nubes”. Y así, allá donde hay “Ayuntamientos del cambio”, como se autotitulan.
Viendo la de Madrid, que más parecía una de esas comitivas circenses que vemos anunciar su llegada en las películas americanas, solo faltaba que a los Reyes los hubiesen vestido de Gabi, Fofó y Miliki. También me recordó a aquellos episodios de los Simpson en los que hay desfiles cívicos y en los que siempre, participando o como mero espectador, Homer hace alguna de las suyas. Todo menos una verdadera Cabalgata de los Reyes Magos
Total, que están tratando de cargarse el auténtico significado de la tradición en que se basan estas cabalgatas, en las cuales no deja de haber un trasfondo evangélico aunque las organicen los Ayuntamientos y vayan destinadas a ilusionar a la gente menuda, nerviosa por conocer los regalos que les traen sus Majestades. ¿Dónde queda esa obligación de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española que establece para los poderes públicos el artículo 16.3 de nuestra Constitución?
Mi amiga Carmen, directora de este periódico, escribió el pasado viernes sobre este mismo tema, atribuyendo la culpa de lo acaecido al fallo de los mayores, que no han sabido educar a sus hijos, quienes, por lo tanto, están alejados de los valores y de las tradiciones que siempre han regido nuestra conducta. Tiene gran parte de razón, pues tal alejamiento es evidente en un amplio sector de la juventud actual. Pero no creo que, por ejemplo, eso pueda aplicarse a los padres de Manuela Carmena, Alcaldesa de Madrid e ilustre Magistrada jubilada, que pronto cumplirá los 72 años, o a los de Joan Ribó, Alcalde de Valencia -67 años-, o a los de Pedro Santisteve, Alcalde de Zaragoza -58 años-.
Resulta evidente que en bastantes personas mayores existe un sustrato de laicismo radical, de republicanismo mal entendido (pues creen erróneamente que es patrimonio exclusivo de la izquierda), de revanchismo larvado y trasnochado e incluso de ideas revolucionarias que, desde luego, no cabe imputar a los padres de ahora. Eso, Carmen, viene de más atrás.