Lo menos que se puede decir de él es que fue un estadista muy peculiar y un militar con visión de futuro. Con una fina percepción de la política exterior y de la proyección geoestratégica, se adelantó varios decenios a lo que depararía el panorama político global. Sin embargo, esa misma capacidad de ver por encima del horizonte que le distinguía, le impidió poder comprender las intenciones de la juventud de un país que ya no sabía entender.
Curiosamente, en su carrera castrense tuvo como mentor al que acabaría siendo su mayor enemigo y considerado como traidor a su patria: el mariscal Philippe Pétain.
En 1912, Charles de Gaulle sale de la prestigiosa escuela militar de Saint Cyr con su despacho de oficial y es adscrito a un regimiento de infantería del que es coronel Pétain. En 1916 es hecho prisionero durante la Batalla de Verdún, en el transcurso de la I Guerra Mundial.
En el tiempo de entreguerras, escala posiciones en el escalafón hasta que su visión de la guerra provoca el rechazo del estado mayor del ejército y del propio Pétain.
El 6 de junio de 1940 es nombrado subsecretario de Estado de Defensa y ascendido a general, grado por el que se le conocerá en Francia a partir de entonces y para siempre.
Tras la llamada de Pétain para el cese de los combates contra Hitler, De Gaulle se exilia en Inglaterra, donde coordina la resistencia contra las nazis.
Tras la “Libération”, se convierte en el jefe de gobierno provisional, crea el sistema de seguridad social actual, nacionaliza bancos y compañías de electricidad y de gas (EDF/GDF) y otorga el derecho a voto a las mujeres.
Militar de la cabeza a los pies, no soporta la presidencia de postín de la IV República Francesa.
En su discurso del 16 de junio en Bayeux (Normandía) lo deja todo muy claro y anuncia que un presidente de Francia no puede tener las manos atadas. En Washington, donde no se entiende la sutileza del sistema parlamentario francés, se toman esa declaración como una amenaza. Para las americanas, el tema está claro: el general quiere ser un dictador. La fractura, hasta ese momento considerable, ya es insalvable entre los Estados Unidos y De Gaulle. Nunca más habrá entendimiento, sino todo lo contrario.
Consecuente con su visión de la política, dimite el 20 de enero de 1946. Si bien su partido cosecha muy buenos resultados en varias elecciones (1947 y 1951), las demás formaciones –sobre todo las de izquierda- se conjuran para apartarlo del poder. En 1953, De Gaulle disuelve el partido y se va a su casa. Noblesse oblige.
En plenos disturbios de Alger en mayo de 1958, el presidente de República René Coty lo nombra primer ministro para salvar la situación. El 1 de junio la Asamblea Nacional le confiere plenos poderes y el general hace redactar una nueva constitución en línea con su idea de la República. El 28 de septiembre la V República es aprobada en referéndum con el 80% de los votos. El 21 de diciembre de 1958, De Gaulle es elegido presidente de la V República francesa.
Del general se podrían escribir cientos de páginas, como cuando fue a Québec en viaje oficial.
De Gaulle, conocedor de las aspiraciones de Québec y queriendo paliar la histórica “felonía” que Francia tuvo con esas francesas del nuevo mundo, decide dejar su huella en un país casi unido a los Estados Unidos. De Gaulle no olvidaba.
Para empezar, llega a tierras canadienses en el crucero Colbert, que navegaba bajo las banderas de Francia y Québec para evitar el paso obligado por Ottawa. Aquello empezaba bien.
Si bien por la visita de De Gaulle se vivieron varios días de euforia popular en lo que fuera “Nouvelle France”, la guinda estuvo en Montreal. Siempre con la idea de formar una gran confederación francesa (tipo Commonwealth) en la que estaría Québec como país independiente de Canadá, decidió dirigirse al inmenso público enfervorizado desde el balcón del ayuntamiento de Montreal. Terminó su breve pero intensa alocución con un célebre “viva el Quebec libre, viva Francia”. Casi nada. El tolé diplomático con Canadá -e indirectamente con los Estados Unidos- estaba servido. El gobierno canadiense dio por terminada la visita. El general había logrado cuatro cosas: demostrar que Québec seguía siendo Francia (dijese lo que dijese el Tratado de París de 1763), situar la zona francófona de Canadá en el mapa mundial, cabrear al mundo angloparlante y vengarse del Gobierno de Ottawa, que se había negado a venderle uranio para las armas atómicas francesas. Pleno al 15.
De Gaulle estaba devolviendo con creces la moneda del pago recibido en el Londres del exilio. Las norteamericanas amagaron con la presión y el presidente anunció en diciembre de 1967 que se ponía en marcha la doctrina de defensa “tous azimuts”, que traducido significa “en todos los frentes y en todas las direcciones”. ¡Chapeau!
Si bien la teoría no era nueva, su aplicación sí constituía toda una revolución.
El “tous azimuts” era una contundente manera de dejar claro que París no era maleable, pues constituía una pieza imprescindible en el equilibrio de poderes y sus decisiones iban a tener que tenerse en cuenta. Y en esas estamos.
Situadas en un escenario en el que los ataques son constantes y despiadados, por elemental supervivencia no nos queda más remedio que hacer frente a la avalancha de atropellos que nos está hundiendo en el lodo de la sumisión. Toca reaccionar, ya.
Debemos dejar de seguir consumiendo la interesada información prefabricada y codificada que nos suministran en todos los formatos con la misión de hacernos creer que esto no tiene solución. Faltaría plus.
La intoxicación social que padecemos no es una brutal tormenta que irrumpe de forma burda y violenta, sino todo lo contrario. Es una inteligente lluvia ácida que nos traspasa sin que apenas nos demos cuenta, calándonos hasta lo más hondo de nuestras convicciones. Y está empezando a hacer efecto. ¿Acaso no es evidente?
Desgraciadamente, motivos para transformar la indignación en actos no están faltando, a menos que queramos continuar por la podrida senda en la que la educación pública sea cada vez menos pública, y más de beneficencia, para acabar transformándose en la cloaca de las desheredadas. ¿Exageración?
Cuestión de perspectiva, pero ese camino es el mismo que están allanando para que las élites y las elegidas sigan con las riendas del tinglado. ¿Vendría esto a confirmar lo que nos repiten sotto voce, de que las clases menos pudientes (es decir, usted y yo) están menos capacitadas que las que tienen dinero y poder? Trabaje por devolver el pensamiento crítico a las aulas, el sentimiento de que escuelas, institutos y universidades son públicas, es decir, nuestras, y comprobará como recuperamos el terreno que nos hemos dejado conquistar.
Obviamente, la labor de reconquista no se podría considerar como tal si no fuese como el “tous azimuts” de De Gaulle, entre otras cosas porque, ante esta agresión cruzada, no puede entenderse una lucha parcial o sectorizada, ¿o es que puede vivir sin sanidad, servicios públicos, libertad real o sin corrupción? La respuesta es tan evidente…
Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero la inacción que nos están inoculando nos está llevando a unos tiempos remotos que ya creíamos pasto de crónicas de la vergüenza.
El francmasón Ricardo Mella afirmó que una sociedad emancipadora era aquella que tuviese la Libertad como base, la Igualdad como medio y la Fraternidad como fin. ¿Utopía? Puede ser, pero nuestra triste realidad carga cada vez más de razón este axioma librepensador.
Ahora le toca a usted.
Nada más que añadir, Señoría.
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