Opinión

Topografía emocional

"La nostalgia de un lugar solo enriquece mientras se conserva como nostalgia, pero su recuperación significa la muerte".

Enrique Vilas-Mata, 1995 Lejos de Veracruz

En mi pueblo, Denia, como supongo que sucede en la mayoría de los pueblos y ciudades, es muy difícil mantener la topografía emocional intacta. El antiguo centro de salud convertido en un solar, el puerto marinero, en el que pescaba de pequeño, transformado en un astillero para yates de lujo, la lonja en un museo, igual que la vieja estación de tren; los cines: el Moderno, desaparecido, y el Condado, convertido en discoteca. Y ahora, la Glorieta.

Muchas de las cosas con las que crecimos han sido eliminadas, suprimidas, silenciadas a favor de un porvenir impersonal y moderno. Los espacios de la memoria han saltado aquí rápidamente por los aires, lo cual nos ha dejado huérfanos. Pensamos que todavía nos queda mucho por vivir, pero cada segundo que se descuenta va a parar al cajón del tiempo evaporado, del que solo lo saca la nostalgia, con el precio que hay que pagar por ella.

En castellano nostalgia y añoranza son dos vocablos que se consideran sinónimos. Sin embargo, no es del todo así. Nostalgia viene del griego y se forma con las palabras nostos (regreso) y algos (sufrimiento). Así pues, nostalgia hace referencia al sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar, al exilio. Añoranza viene de la palabra latina ignorare (ignorar, no saber de algo) y su significado pues, no es otro que el del dolor por el hecho de estar lejos y no saber de los seres queridos. En suma, la añoranza no intensifica la actividad de la memoria, como sí lo hace la nostalgia, no suscita recuerdos. Se basta a sí misma, a su propia emoción, absorbida como está a su propio sufrimiento.

Borges, en El Inmortal, argumentaba que es la finitud lo que da sentido a la vida tal y como la vivimos y que, sin la finitud, la vida estaría en otra parte, sería otra cosa y no esta. Lo que la nostalgia tiene de serio procede de la muerte, sin ella todos podríamos aspirar a repetir algo deseado en algún momento de la eternidad que tendríamos por delante. Es en la muerte donde añoranza y nostalgia se unen, puesto que al no saber qué viene después, si es que viene algo, ni lo que será del mundo y de los seres queridos, se le une el sufrimiento del exilio, al ser apartados de la vida sin posibilidad de regresar.

Algunos sienten nostalgia del pasado, extrañan una época dorada en la que supuestamente reinaba la justicia, la salud y la abundancia. Creen que desde entonces se ha producido un deterioro gradual en el que aquella época ha degenerado hasta sembrar los males del presente y están convencidos de que la única esperanza para el ser humano es imitar o revivir aquella época y desconfiar de las novedades. Esto no es novedoso, puesto que ya los antiguos extrañaban una Edad de Oro y alguien como Platón dedicó su vida a intentar que regresara.

Otros, por su parte, añoran el progreso. Miran hacia el porvenir en espera de un futuro prometedor del que todo se desconoce y alaban todas las innovaciones por originales. Aguardan con impaciencia el mundo del mañana en el que creen estar seguros de que desaparecerán las injusticias, las enfermedades y la pobreza.

Fausto, el personaje de Goethe, vendió su alma al diablo a cambio de un momento del que poder decir: “¡Detente, instante, eres tan bello…!” El punto no era la felicidad, sino tener conciencia de esa felicidad mientras duraba. No bastaba con ser feliz, hacía falta darse cuenta de que lo era.

El frentismo actual que observamos a diario entre las facciones políticas, partidarias unas de la nostalgia y otras de la añoranza, desemboca en una rabia que en tiempos no tan lejanos desencadenó crímenes y guerras. Cuando se hace política contra alguien o algo, en lugar de a favor del pueblo, jamás hay victorias, solo distintos grados de derrota. La pura agitación no genera nada nuevo, solo reproduce y acelera lo ya existente.

Quizá estamos olvidando el presente que huye sin que nos demos cuenta. Porque de él dependen las cosas que están por venir.

Hace 25 siglos el maestro chino Lao Tse escribió que torneamos la arcilla para hacer una vasija, pero que es el vacío interno lo que contiene aquello que vertemos en ella. Clavamos estacas para construir una cabaña, pero es el espacio interior lo que la hace habitable. El vacío no cobija, es ese refugio al que nos acogemos a falta de otras alternativas. Quizá ese recuerdo feliz de un tiempo que sabemos que ya no volverá, esa topografía emocional que tanta nostalgia provoca en nosotros, constituya el vacío que hemos de llenar con nuestra vida presente y futura. Y tal vez, solo tal vez, nos falte darnos cuenta de que es ahora cuando somos realmente felices y de que aquello no fue más que barro y estacas, el refugio que nuestros padres moldearon para que lo habitáramos.

Antes de su aparición en el siglo XIX, la cafetería, llamada café por entonces, era el refugio al que acudían quienes escapaban del mundo que les rodeaba. Ahora, el cine lo había sustituido, con lo que ello implicaba de pérdida. Ya no más tertulias ni debates.

Mi abuelo me contaba que se refugiaba en el túnel del castillo durante los bombardeos de la guerra civil: primero los de la Pava y más tarde los del Canarias. Al menos, pudo servirse de aquello que él mismo había ayudado a construir.

En pleno siglo XXI ya no hay refugios. Los cafés, los cines y los túneles han sido sustituidos por pantallas en las que no solo ha desaparecido la otredad, sino que hasta la mismidad ha sido sustituida por un yo irreal, manipulado por programas informáticos que nos devuelven una imagen ideal del yo y del otro. Las guerras ya no son entre seres humanos distintos, sino con uno mismo. Y las derrotas se vuelven definitivas.

Gilles Deleuze afirmaba que el capitalismo hace apología de la esquizofrenia. Lo que quería decir el filósofo francés es que bajo la apariencia de libertad, sin amos a los que obedecer y contra los que luchar, el ser humano se ha convertido en amo y esclavo a la vez. Ya no queremos la realización personal del yo, sino que queremos ser un yo distinto de mí; auto explotándonos hasta el paroxismo. Pero, no nos damos cuenta de que se trata de un fin inalcanzable. No todos tenemos la genética ni las capacidades del cuerpo ni del deportista perfecto.

Posiblemente el cine cumplía una función semejante, mostrándonos un mundo irreal, un mundo que no había existido nunca. Las películas sueñan y nos hacen soñar fijando un deseo que solo se encuentra en el interior de nuestra mente. Algo similar a lo que hace la literatura. Aunque esta, a diferencia de aquella, nos permita hacer un uso de la imaginación que en el cine nos es vetado.

La realidad, después de todo, es que a pesar de querer acercarnos diluyendo fronteras, reales o imaginarias, los avances solo han conseguido que la verdad del otro se volatilice. Y finalmente, lo ha hecho hasta la propia percepción de uno mismo.

Quizá esa sea la triste ventaja de los deportes. Nos hacen creer que los triunfos de los otros son los nuestros, al identificarnos con deportistas, equipos y selecciones nacionales. Pero, no es así. Hoy es mucho más importante sentirse campeón, aunque en realidad uno no haya ganado nada y continúe con sus cotidianas miserias. Pues, importa más lo que sentimos que lo que somos.

Paco Bonilla (Denia 1968)

Licenciado en filosofía por la Universitat de Valencia (1994) lleva dedicado a la docencia hace más de treinta años. Colaborador habitual en medios de prensa escrita es autor de varios libros, como La desacralización del cosmos. Posibilidad y función de las teorías cosmológicas, publicado por Esferas del Saber. Como novelista ha publicado recientemente El silencio de los pájaros y un libro de relatos: Durante la pandemia. Los escritos de Canfali.

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