Categorías: Carta al director

Todos tenemos un mal día

Hay días que uno está de mal humor sin saber por qué. No hay ninguna causa consciente que lo justifique. Intentamos buscar una explicación, autoconvencernos de que no tenemos motivos, pero no hay manera. La mayoría de las veces se irá igual que vino, sin justificación ni explicación. A menos que haya u ocurra algo que nos remueva nuestra conciencia, algo que nos llegue hasta lo más profundo de nuestras entrañas y nos cambie el estado de ánimo. Algo así fue lo que le ocurrió a Pedro.
Desde que se levantó aquel domingo del mes de agosto, supo que lo había hecho con el pie izquierdo. Estaba de muy mal humor, tenía un malestar injustificado, una extraña sensación de disgusto con los demás y consigo mismo. Todo lo que hacían los más cercanos (su mujer y sus hijos) le molestaba. No había palabra o acción por parte de éstos que no encontrara la desagradable respuesta de Pedro. Y si no hubo más enfrentamientos fue porque los demás comprendieron que era mejor no hacerle caso.
También estaba a disgusto consigo mismo, porque se daba cuenta de su estado y le desagradaba. Pero por más que quería, no conseguía cambiar su mal humor. Empezó a pensar por qué se encontraba así. Estaba de vacaciones y no tenía ningún problema de trabajo que le preocupara. Tampoco tenía ningún problema familiar ni económico. Cuando se acostó la noche anterior estaba perfectamente, de buen humor y optimista, no había pasado mala noche, había dormido como un tronco. Entonces, ¿por qué demonios se encontraba así?. No era la primera vez que le ocurría pero no recordaba que antes hubiera sido de una forma tan drástica e injustificada como ésta, acostarse bien y levantarse tan mal.
Por más vueltas que le dio, no encontró ningún motivo que lo justificara. Dado ya por vencido, se limitó a pesar el día lo mejor que pudo. Pensó que la mejor forma de hacerlo sería mantenerse apartado de los demás, para no dar lugar a conflictos. Así que se encerró en su cuarto de trabajo y pidió que no lo molestaran. Se sentó en el sillón que utilizaba para leer, pero no leyó porque no le apetecía en absoluto. Se limitó a intentar encontrar una posición cómoda y permaneció sentado con los ojos cerrados. Pero tampoco se encontraba a gusto, sólo le venían a la cabeza pensamientos negativos sobre sí mismo y los demás.
Por supuesto, tampoco tenía ganas de hablar con nadie, ni de escuchar música en su magnífico equipo, ni de ver ninguna de las muchas películas de su videoteca, ni de navegar un rato por internet,... nada. No quiso acompañar a su mujer y a sus hijos a la piscina. Prefirió quedarse sólo en casa.
Cuando volvieron, su mujer lo llamó para comer, pero tampoco tenía ganas. Conociendo su buen apetito, esto la preocupó bastante. Le dijo que quería entrar para hablar con él, pero había cerrado el pestillo por dentro y no la dejó pasar. Ante la insistencia de ella, por fin consintió que entrara. La mujer estaba realmente preocupada, pero por más que lo intentó, no obtuvo explicación alguna del por qué de aquella extraña actitud. Tan solo consiguió el compromiso de dar una vuelta con ella a la caída de la tarde. Tomar un poco el fresco quizás le sentaría bien.
Caminaron desde su casa hasta el centro de la ciudad, un kilómetro más o menos. Pasaron por delante de la Iglesia de San Jerónimo y decidieron entrar. Mejor dicho, lo decidió ella y él aceptó acompañarla.
Ella era una persona muy creyente, no de las que sólo se dan golpes de pecho y comulgan para que la vean los demás, sino de las que dan ejemplo con su actitud sencilla, recta y consecuente en sus relaciones con los demás, con su familia y con otras personas, ya fuera de forma frecuente o esporádica. Tampoco era de las que se lo tragan todo a pies juntillas sino de las que saben responder o hacer una crítica serena y con fundamento en el momento adecuado.
Él también quería ser creyente pero no lograba conseguirlo, le invadían las dudas y terminaba flaqueando. Pero admiraba y respetaba el convencimiento y la actitud de su mujer y por eso no le importaba acompañarla a misa los domingos, aunque con la mera disposición de asistencia a un acto del que trataba de aprovechar lo que, en ocasiones, fuera aprovechable.
La iglesia estaba repleta, pero tuvieron la suerte de encontrar un par de sitios en la parte delantera izquierda, muy cerca del altar. Faltaban dos o tres minutos para que comenzara la Misa y aunque los numerosos ventiladores no paraban de batir sus hélices, la temperatura en el interior del templo era muy alta. Por ello, no cesaban de aparecer improvisados o artesanales abanicos por todas partes, tanto en manos de mujeres como de hombres.
Ese sexto sentido que tenía para percibir personas extrañas, le percató de su presencia apenas se acercó al altar. Los dos venían caminando trabajosamente por el centro de la nave, entre las dos filas de bancos. Buscaban un hueco para sentarse. Rápidamente lo vio por el rabillo del ojo. En verdad que la Naturaleza (o quien demonios se encargara de repartir los atributos a cada cual) había sido muy poco generosa con él. Tenía una edad difícil de determinar pero calculó que podría andar entre los diecisiete y los diecinueve años, aunque su pequeña estatura se correspondía más con la de un niño de diez años. La pierna derecha la tenía doblada hacia afuera a la altura de la rodilla y esto  hacía que, a pesar de los zapatos ortopédicos que calzaba, no pudiera permanecer de pie si no estaba apoyado en algo o en alguien. El pequeño tamaño de su minúscula cabeza ladeada hacia la derecha, se acentuaba por el extremado corte de pelo que lucía. Los labios, juntos y afilados asemejando un rictus de permanente silbido, impedían que la boca se cerrara completamente y un hilillo de baba le caía por la comisura. Los ojos eran vidriosos, como cubiertos por una especie de velo que le enturbiaba la mirada y con las pupilas convergiendo cerca de la nariz. En un primer momento llegó a pensar que no veía, pero se equivocó.
Llegaron hasta el pie del altar sin haber encontrado dónde sentarse. Con cuidado, la madre (tenía que ser su madre porque nadie lo trataría con tanto amor sino ella) lo sentó en uno de los escalones y ella permaneció de pie junto a él. Estaba completamente inclinado hacia la derecha y tenía que apoyar la mano de ese lado sobre el banco para no caerse.
Su mujer y él se levantaron como un resorte de sus asientos y se los cedieron. Permanecieron de pie en la parte delantera izquierda de la nave y él aprovechó todo el tiempo que duró la Misa para observarlo. En contra de lo que creyó en un principio, se dio cuenta de que veía y oía: seguía con la mirada a las personas que pasaban junto a él, reaccionaba ante los estímulos (como una vez que dio un salto al oirse un fuerte golpe en la Iglesia), juntaba las manos en actitud de oración cuando los demás rezaban...
Una vez lo vio apoyar la cabeza en el hombro de la otra mujer que estaba junto a él y otra iniciar una concatenación de cortes de manga que la madre se apresuró a reprimir. Pero la mayor parte del tiempo lo pasó con la mirada perdida, chupándose el dedo pulgar de la mano izquierda.
Con la misma dificultad con que entró, se marchó arrastrando los pies y agarrado a su madre. Mientras su mujer terminaba de rezar, Pedro lo siguió con la mirada hasta que lo vio desaparecer por la puerta de la iglesia. Cuando salió de ella, era un hombre nuevo. El malestar y mal humor que lo angustiaron todo el día habían desaparecido por completo. Se encontraba optimista, deseoso de salir y disfrutar de la vida con su mujer y sus hijos.

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