Más tarde o más temprano todos caemos en la cuenta de que nos necesitamos mutuamente, de que todos somos frágiles en algún momento y de que, entonces, tendremos que pedir ayuda para afrontar las situaciones de dificultad.
Vivimos nuestra vida en el aquí y en el ahora junto con otros, atrapados en la realidad de problemas continuos que hemos de resolver sobre la marcha y con la ayuda de los demás. No nos preocupemos demasiado por los que no son conscientes de esa debilidad porque ya verán cómo la misma vida se ocupará de que se den cuenta de que la naturaleza y la humanidad funcionan –deben funcionar- de esa manera solidaria.
Para descubrirlo es suficiente con que miremos a nuestro alrededor y prestemos mayor atención a las personas necesitadas de ayudas con independencia de los lugares en los que se encuentren, de la edad, del sexo, de la profesión, de la ideología y de las demás circunstancias biográficas económicas y sociales de cada una. La pandemia nos sigue mostrando la fragilidad de nuestras vidas y, al mismo tiempo, nos está descubriendo lo importantes que somos los unos para los otros y la necesidad de que nos cuidemos mutuamente y de que establezcamos relaciones humanas apoyadas en el respeto, en el reconocimiento y en la confianza mutuas.
Los psicólogos nos explican que, tras las grandes crisis y en situaciones graves, muchas personas y también muchas sociedades desarrollan “resiliencia”, ese conjunto de destrezas que nos sirven para superar los obstáculos, para encontrar la formas de cambiar el rumbo, para sanar emocionalmente y para continuar avanzando hacia las metas personales y sociales previstas o, quizás, para descubrir nuevos sentidos y propósitos en la vida.
¿Cómo? Recobrando fuerzas, recuperando la confianza y, sobre todo, siendo más altruistas, más comprensivos y más compasivos con los que más sufren. Lo primero que se me ocurre es que, además de ampliar los conocimientos, deberíamos dominar las emociones negativas que nos conducen a alejarnos y a menospreciar a los otros como, por ejemplo, los miedos, la ansiedad, la ira, el enfado o la tristeza, y, sobre todo, que cultivemos las emociones positivas como la alegría, la gratitud, la comprensión, la empatía, el perdón, la esperanza, el amor y la compasión, esos valores que nos hacen, simplemente, humanos.