Categorías: Opinión

Tiempo de reflexión

Es evidente que todo lo que está sucediendo nos tiene que llevar a una reflexión serena. De esto va a depender el futuro inmediato. Quizás ha llegado el momento de volver a plantearnos qué estamos haciendo aquí y hacia dónde vamos. ¿Merece la pena el frenético ritmo de vida que nos hemos impuesto?. ¿No sería preferible vivir con menos, pero ser más felices?. Y lo que es más importante: ¿puede el planeta aguantar este nivel de crecimiento económico por mucho tiempo?.
En los últimos 200 años, la humanidad ha avanzado y producido más que en los dos mil años anteriores. Esto es cierto. Pero también se ha incrementado la desigualdad. No sólo entre países. También dentro de los países más avanzados. Es una evidencia  científica que cada vez menos personas acaparan un nivel de renta mayor. Por ejemplo, en los EEUU de América, entre 2002 y 2007, el 1% de las personas de mayores rentas se llevaron más del 65% de incremento de la renta nacional total. Pero también, como dice Stiglitz, las últimas investigaciones en teoría económica y psicología revelan la importancia que los individuos conceden a la equidad. Quizás esta haya sido la razón de los brotes de protestas de los jóvenes a nivel internacional, desde Egipto a Túnez, y desde Madrid a New York. Un rayo de esperanza entre tanto desconcierto.  
Los informes, cálculos y estudios más recientes de organismos internacionales como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el Fondo Mundial para la Naturaleza o el World Watch Institute, entre otros, demuestran que si todo el mundo consumiera de la misma manera que se hace en los llamados países del Norte o industrializados, serían necesarios tres planetas como el actual para atender las necesidades, tanto de consumo, como de eliminación de residuos. Es decir, el planeta, organizado tal y como nos lo presenta el capitalismo actual, es inviable. Este es el origen real del problema en el que nos encontramos en la actualidad. De ahí el ataque que está sufriendo el conocido como Estado del Bienestar, de Europa. Lo que están haciendo es equiparar a los trabajadores europeos con los de los países emergentes, no al revés. De esta forma se puede mantener la desigualdad en el reparto de la renta.
En estas circunstancias, nada de lo que ocurre en España nos debe sorprender. La reforma laboral; la que se pretende hacer con el sistema de pensiones; los recortes en sanidad; la reducción de 623 millones de euros en educación y de 457 millones de euros en I+D+I en los Presupuestos Generales del Estado respecto a 2011. Y todo ello está acompañado por un ataque sistemático y sin piedad a los sindicatos de clase, que son las únicas estructuras que pueden ayudar a que los trabajadores se organicen y resistan.  Por esto el empeño en acabar con sus estructuras organizativas, anulando, a golpe de decreto, acuerdos democráticos alcanzados con anterioridad, que permitían que determinados afiliados pudieran ocupar puestos relevantes en dichas organizaciones, necesarios para la negociación y para mantener activos una serie de servicios imprescindibles en cualquier sindicato moderno.
Frente a esto es evidente que no queda otra que el replanteamiento de los objetivos y la reestructuración de dichas organizaciones sindicales. Lo primero, para situarse adecuadamente en un contexto de globalización económica y de pérdida de derechos sociales sin precedentes. Es necesario y vital recuperar el espíritu internacionalista de los orígenes del movimiento sindical. La única forma de frenar el deterioro de los derechos laborales de los países más avanzados es fomentando el establecimiento de estos derechos esenciales en los países emergentes. Algo tan simple como el derecho a la educación de los niños, la garantía de un salario mínimo, el derecho a la sanidad, o el de una jornada laboral de 8 horas que te permita vivir más allá del trabajo, es inalcanzable hoy día para millones de trabajadores de todo el mundo. Ahí deben incidir las organizaciones sindicales, organizando para ello acciones a nivel internacional.
Respecto a la reestructuración interna, quizás haya que estudiar y replantearse una forma de organización más abierta e integrada en los movimientos emergentes (“indignados”, “ocupemos Wall Street”,….), y entre los propios trabajadores, para que se vean estas organizaciones como algo útil y cercano. Lo contrario será permanecer anclados en el pasado y arriesgarse a desaparecer, como tantas instituciones obsoletas e inservibles lo han hecho a lo largo de la historia.  Está claro que los sindicatos han de ser un instrumento al servicio de los intereses de los trabajadores. Si estos los perciben así, no habrá riesgo de desaparición. Para ello es imprescindible huir de la rutina y del acomodamiento institucional, y buscar siempre la adaptación a los nuevos tiempos.  Sólo así podremos hacer valer aquello de que “llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”. Entonces sí seremos un verdadero motor de cambio.

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