Al parecer, según la información difundida, las dos administraciones públicas que gobiernan de manera simultánea y complementaria los destinos de Ceuta (una gestionada por el PP, y la otra por el PSOE), ya han encontrado la solución a los problemas de inseguridad que se vienen produciendo en el recinto de la Autoridad Portuaria. Se trata de una iniciativa innovadora. Van a construir un muro. Otro. El anuncio ha coincidido con la propuesta de Vox de construir sendos muros en las fronteras de Ceuta y Melilla para erradicar la inmigración ilegal (lógicamente costeados por Marruecos, en plena sintonía con el líder del vigente imperialismo ideológico). El muro se ha convertido en la piedra angular del nuevo sentido común. Todo conflicto social se solventa levantando un muro. Frente los problemas que ocasionan unas decenas de jóvenes menores de edad, vulnerables en grado extremo, el remedio no lo encontramos en la atención, la protección, el afecto y la educación, sino en el hormigón. El amplio consenso que suscita esta forma de pensar en nuestra Ciudad provoca escalofríos. Y nos sitúa en la vanguardia de ese movimiento que amenaza con destruir la democracia.
La incapacidad de las democracias occidentales para gestionar el fenómeno de la globalización desde una concepción de la sociedad fundamentada en la Carta Universal de los Derechos Humanos, ha erosionado vertiginosamente la conciencia democrática. Hasta convertir el miedo en un sentimiento colectivo predominante y, en consecuencia, la seguridad en el principio prevalente que ordena y da sentido a un “nuevo” régimen (en el que la democracia queda reducida al acto de la votación). De manera silenciosa y sibilina estamos destruyendo los valores democráticos en un duro tránsito hacia una sociedad fragmentada en castas hostiles entre sí, separadas por muros y ejércitos, y en la que la violencia retorna (desde la edad media) como forma de dirimir las diferencias entre los seres humanos. El miedo genera odio. Y el odio legitima la violencia. Este mecanismo tan simple como efectivo es el que está impulsando la resurrección y propagación de la extrema derecha por toda Europa, lo que incluye a España y, de manera muy destacada, a Ceuta. La libertad y la solidaridad han pasado a un segundo plano, siempre (subjetivamente) supeditado a la seguridad. El amor al prójimo se sustituye por el recelo del prójimo. Ya no se tienden manos, se dan manotazos.
La pleitesía al miedo se exhibe cada vez con más exuberancia. El paisaje urbano se puebla paulatina e inexorablemente de muros y alambradas. A veces de cemento. Muchas de uniforme. Siempre de separación. El espacio público (las calles y plazas), otrora ámbito de convivencia por excelencia, se desertifica por momentos. Los centros docentes, que debieran ser paradigma de interacción con la ciudadanía, están protegidos por muros fríos y aislantes cada vez más altos (más propios de cárceles que de escuelas). Los centros comerciales son espacios de ocio cerrados y fuertemente protegidos. Las viviendas ya se construyen con doble o triple barrera de acceso (la puerta de la casa, el portón y el portón del portón). Podríamos seguir…
Esta desagradable morfología urbana refleja con extraordinaria precisión y exactitud el proceso de reconfiguración del alma que estamos sufriendo. El muro se ha incrustado en el subconsciente. Se hace groseramente patente el “ellos” y el “nosotros”. La división se asume como una ley natural inmutable.
Lo que cuesta mucho trabajo entender en esta Ciudad es que este modo de entender la vida no admite categorías. No se puede administrar el principio de igualdad de manera selectiva. Cuando se interioriza el muro como forma ordinaria de relación entre personas se interpone siempre. De manera automática, inconsciente e invisible. Si no somos capaces de detener y revertir esta deriva del odio omnipresente, terminaremos levantado un muro en el Puente del Cristo. Y ese sí que es el fin de la esperanza.
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