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Tiempo de exorcismos

Creíamos que la profesión de exorcista, como la de inquisidor o verdugo, ya había desaparecido. Nada más lejos de la realidad. Toda la prensa española –también la tele y la radio- nos ha informado, hace sólo unos pocos días, del caso de la niña de Burgos que ha sido objeto nada menos que de trece sesiones de exorcismo, que la han dejado postrada en un sillón de ruedas.

La misma prensa nos informa también que todas las sesiones las realizó un experto profesional, con muchos años de experiencia en la profesión y siempre con el visto bueno del obispo de Burgos y el nihil obstat del arzobispo de Valladolid. Huelga añadir que todas estas sesiones fueron autorizadas por los padres de la víctima. Más aún: fueron los propios padres de la menor, nos aclaran los periódicos mejor informados, los que pidieron la intervención del exorcista. Todo este acopio de legalidad, que hará las delicias de cualquier leguleyo, no ha impedido que la chica termine en un sillón de ruedas. Seguro que a más de un lector le habrá venido a la cabeza el conocido refrán de que es peor el remedio que la enfermedad.
Parece que todo comenzó cuando la mencionada niña, coincidiendo con los inicios de la adolescencia, comenzó a dejar de comer para mantenerse delgada y atractiva. Es lo que los entendidos llaman anorexia. Algo que, cuando yo era niño y adolescente, no existía. Ni siquiera conocíamos el nombre. Fue una de las grandes proezas del caudillo Franco: dejó a toda España limpia de gordos. El plato único, las cartillas de racionamiento y los comedores de Auxilio Social terminaron con todos los gordos del país. Si quedó alguno fue la excepción que confirma la regla. El ministro Fraga Iribarne, (cuando se reconvirtió en “demócrata de toda la vida” se quedó en Fraga a secas), que se inventó el eslogan de “España es diferente”, también podía haber añadido este no menos atractivo y veraz: “En España no hay gordos”. Antes de Franco sí que los hubo y mi madre contaba que, en su época, a los niños que se dejaban a mitad el plato de sopas o gachas, les amenazaban con el tío del saco. “Cómete lo que te queda, que viene el tío del saco”. A los niños de mi generación, también llamados los niños de la guerra, no hubo necesidad de amedrentarnos para que comiéramos. El problema no era que nos dejáramos la mitad del plano, sino cómo llenar el plato. No cuento, naturalmente, los platos de los niños de todos los caciques de entonces, tampoco los de los jerarcas del régimen, que sí estaban llenos hasta rebosar, porque, como ya he dicho antes, esos sólo son la excepción que confirma la regla. Me refiero, por supuesto, al pueblo llano y corriente. Pero murió, tras penosa enferemedad el Caudillo (¡Santo Dios, cómo lloraba su ministro “Carnicerito” de Málaga!), llegó la democracia y la abundancia y, en seguida, volvieron a aparecer los gordos y gordas. Para colmo los patriarcas de la moda impusieron el tipo de mujer delgada. Fue entonces cuando las chicas empezaron a dejar de comer para estar guapas y atractivas. Los encargados de dar nombre a las cosas la llamaron anorexia. Un nombre un poco pedante, esa es la verdad; pero, qué le vamos a hacer, eso es lo que hay.
Hasta ahora a nadie se le había ocurrido pensar que entre la aludida anorexia y el diablo (suponiendo que exista) pudiese haber la menor relación. Pero ahora resulta que, los expertos en exorcismos y otras materias parecidas, nos aseguran que sí la hay. Más aún: si la tal anorexia existe, es porque el diablo la sugiere o la dicta a través de sus múltiples e insidiosas tentaciones a sus víctimas.
Para eso el diablo que, como ya sabemos, no duerme, en los últimos tiempos, a través de los diseñadores de la moda, ha añadido otra tentación aún más pecadora y perversa, pensada especialmente para las chicas: la silueta. Silueta delgada, se sobreentiende, sin un gramo de más ni de menos. Todo para estar guapa, atractiva, deseosa como la rosa que florece en el jardín. ¿No será pecado tal deseo inmoderado de belleza? Es indudable que sí; y, si es pecado, sobran médicos, psicólogos y psiquiatras, y es el confesor el que debe actuar. Pero el problema no termina ahí. Puede ocurrir algo mucho más grave: hay algunos diablejos, extremadamente juguetones y perturbadores, que no se conforman con sugerir al oído del cliente –clienta, en este caso-, la ejecución de tal o cual barbaridad, sino que un buen día deciden instalarse dentro de la víctima. Exactamente igual que hacen los ocupas. Entran con todos sus bártulos dentro de la persona elegida, se instalan y… ¡a vivir dentro de ella como un marajá! Es en estos casos cuando tiene que intervenir el exorcista. Su trabajo, en cierta manera, es parecido al de la policía o la Guardia Civil, cuando desalojan a alguien de una vivienda. Los intríngulis de tal desalojo de diablos los ha contado al Diario de Burgos la niña de nuestra historia. La cita es un poco larga, pero merece la pena:
La tumbaron en el suelo a los pies del altar, pero como intentó escaparse, tras ponerse muy nerviosa, la sujetaron por los brazos y se sentaron encima de las piernas. Mientras un señor le sujetaba la cabeza, una señora «le ponía un crucifijo y apretaba con fuerza». Le hicieron daño y le causaron una herida, además de colocarle imágenes de santos por todo el cuerpo. Durante el rito, que duró entre una y dos horas, el exorcista estuvo rezando el rosario y otras oraciones de sanación. Le hizo beber agua con sal exorcizada y se dirigía a ella voceando expresiones como: «¿Quién eres, Satanás, Belcebú, el diablo en persona?» Y también: «Bestia inmunda, dixi mi como tu a dominaris». Como el diablo no contestó, concluyó que la posesión era total y le recomendó, según la joven, que dejara de tomar la medicación prescrita por su psiquiatra.
Sí, señor. Así se expulsaba al diablo en la Edad Media y así se sigue expulsando en el siglo XXI. La única diferencia es que en los tiempos de Torquemada y de la Santísima Inquisición, si el diablejo se hacía el remolón, se recurría a la hoguera y, abrasada la víctima, el diablo no tenía más remedio que, a la primera llamarada, tomar las de villadiego. Ahora no es posible: no está el ambiente para hogueras inquisitoriales. ¡Cómo deben lamentarlo nuestros expertos exorcistas! Dicen que la chica, cuando iba por la novena o décima sesión, intentó suicidarse. No puedo menos que admirar su extraordinaria resistencia: yo lo habría intentado en la primera sesión.

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