Categorías: Colaboraciones

Tiempo de Comuniones, confesiones y reflexiones

Los cristianos, con independencia de nuestro estado civil, no debemos encontrar ninguna puerta cerrada en la casa de Dios, y menos en la sacristía. Nuestras parroquias no deben transformarse en aduanas pastorales, donde haya que presentar nuestro pasaporte católico en regla, que acredite nuestra legal condición cristiana. Tampoco los responsables de la Iglesia deben actuar como funcionarios burócratas expeditores de dichos certificados. Y mucho menos, jueces supremos que nos dan la venia para entrar en la Iglesia, y recibir la comunión o no, dependiendo de nuestro actual estado civil o penal.

Decía el papa Francisco en una de sus primeras homilías: “¡No debemos instituir el octavo sacramento, el de la aduana pastoral! De este modo quien tendría la posibilidad de abrir la puerta dando gracias a Dios por este nuevo miembro que entra en la Iglesia no lo hace, al contrario la cierra. Tantas veces somos controladores de la fe en lugar de ser facilitadores de la fe de la gente”. Para concluir: “Es una tentación que tenemos; la de adueñarnos, apropiarnos del Señor”. Y puso un claro ejemplo: “el caso de una madre soltera que acude a la Iglesia, a su parroquia, pide bautizar al niño y el sacerdote le responde: no, añadiendo; “no puedes, tú no estás casada”. Mirad esta chica que ha tenido el coraje de llevar adelante su embarazo y de no abortar: ¿Qué encuentra? Una puerta cerrada. Y así sucede a muchas. Este no es un buen celo pastoral. Esto aleja del Señor, no abre las puertas. Y así cuando vamos por esta vía, con esta actitud, no hacemos bien a la gente, al pueblo de Dios. Pero Jesús ha instituido siete sacramentos y nosotros con esta actitud instituimos el octavo, el sacramento de la aduana pastoral».
Señor vicario, como representante del obispo en Ceuta, le voy a relatar a continuación un triste suceso, donde el nuevo sacramento de la aduana pastoral no ha tenido desperdicio. Solo espero que esta información le sirva para prevenir nuevos episodios de este tipo. Pienso que, al menos, debería pedir explicaciones a su subordinado, e impedir, que estos lamentables sucesos, se repitan de nuevo. Le puedo asegurar que este tipo de comportamientos y actitudes producen inquietud, rechazo social, y alejamiento popular de la Iglesia. El año pasado, en una parroquia “de cuyo nombre no quiero acordarme”, sucedieron unos acontecimientos tan crueles como desafortunados en momento y forma. Lo narrado a continuación denota una actitud éticamente reprochable, y moralmente contraria a la doctrina y mensaje de Jesús resucitado, sobre todo porque se utiliza la inocencia de un niño para hacer un daño familiar desmedido. La madre fue víctima del octavo sacramento al impedirle el tercero, y me ha dado permiso para relatar los hechos, respetando las identidades por cuestiones obvias. Se trata de un acto deleznable de la maldad del hombre que, en ocasiones actúa “metafóricamente” como el brazo ejecutor de la “muerte espiritual”. Pienso que, por la intransigencia y excesiva ortodoxia de lo sucedido, usted puede identificar a su sacerdote. “Por tus hechos te reconocerán” (Mt 7:16). Creo que lo conoce desde antaño, sabe cómo piensa y actúa, porque lo vio crecer en el seno de la Iglesia. Todo ello, me permite refutar ante usted el refrán  “se dice el pecado pero no el pecador”.
Señor vicario, lo de casarse para toda la vida es ideal, pero la realidad no siempre va de la mano del deseo. Cuando se produce la ruptura, además del dolor que supone una separación matrimonial, los cónyuges católicos no siempre se encuentran con la comprensión de una Iglesia “samaritana” en la que creen. Le relato los hechos. En mayo del año pasado, una madre divorciada, y sin pareja desde la separación, fue excluida del tercer sacramento, a pesar de su deseo expreso de recibirlo el mismo día de la primera comunión de su hijo. El único motivo alegado por el cura al niño, es que su madre, se encontraba en “grave pecado” por su estado civil. Lo peor del caso es que, dicho sacerdote, comentó públicamente en la catequesis a los niños que, “todos los padres que vivían separados estaban en pecado mortal”. A mi juicio, un comentario muy desafortunado, por no llamarlo de otra forma. El niño llegó ese día muy triste a la casa. La madre, al verlo tan extraño, le preguntó que le pasaba. El niño evadía continuamente la pregunta, pero ante la insistencia de su madre, le dijo entre lágrimas y sollozos, casi sin quererla mirar a la cara: “mamá dice el cura que estas en pecado mortal, irás al infierno por estar divorciada”. En realidad el cura no lo había dicho literalmente, aunque sí subliminarmente, pues antes había explicado la tétrica naturaleza del “pecado mortal” con las terribles llamas del infierno, y el niño supo unir ambos conceptos. En definitiva, el cura había utilizado al niño como mensajero para prohibir la comunión conjunta con su madre.
Señor vicario, ¿es justo utilizar a los niños para hacer daño a los padres? ¿Es lícito hacer sufrir a los hijos por la condición civil de sus padres? ¿Cómo cree usted que se sintió el niño cuando vio que todos los padres de sus compañeros comulgaban menos su madre? No cree usted que cuando este sacerdote le negaba públicamente la comunión a esta mujer, solo por el mero hecho de estar separada, Jesús agachado, estaba escribiendo sobre el tupido polvo del suelo del templo todos los pecados de sus acusadores; el sacerdote y sus catequistas. Señor vicario, usted es el responsable que estos hechos no se vuelvan a repetir. Debe conseguir que, uno tras otro, esos acusadores de estirpe neofarisea, dejen caer al suelo la piedra que siempre llevan en la mano, y dejen así de arrojarla al supuesto “pecador” de turno a través de la inocencia de su hijo. Es hora que sus “fiscales de oficio” miren hacia su interior, y vean si están libres de pecado. Es necesario que también vayan pintando con el blanco de la cal viva su interior, y no solo el exterior de sus relucientes sepulcros blanqueados. Es una pena que, esos hipócritas difamadores, no quieran oír lo que Jesús le dice a solas, a todas las mujeres acusadas de “pecadoras”. Son las palabras más hermosas del mundo: «Ni yo te condeno». Es lamentable que esta mujer haya sido alejada por el sacerdote del sacramento de la comunión conjunta con su hijo. Es una lástima que ese párroco no fuera el interlocutor válido del deseo y del mensaje de Jesús, por que el gesto de permitirla comulgar ese día, junto a su hijo, sería sin duda, una nueva vida de pureza y paz para ambos, consagrada a Dios para siempre. Sin duda, con este gesto, el cura habría ganado para siempre dos feligreses en su iglesia. Con la comunión familiar, este sacerdote –como hizo Jesús- habría levantado del suelo a esta alma caída ante los ojos atónitos de su hijo y sus detractores. El nuevo catecúmeno habría aprendido la lección más importante de su catequesis: El perdón y la misericordia de la Iglesia de Dios.
Este párroco podría haber realizado un “milagro de amor” más grande que la resurrección de Lázaro. Este sacerdote perdió una gran oportunidad para haber curado con su misericordia aquella supuesta enfermedad espiritual, que para esa mujer y su hijo, era superior a todas las muertes terrenales. Solo Jesús conoce las circunstancias particulares de cada persona, las razones que la separaron de su cónyuge. Solo Jesús sabe el calvario que ha sufrido esa familia, y el trauma psicológico que, sin duda, ha marcado la infancia de ese niño. Solo él siente los sufrimientos y quebrantos de sus almas, solo él puede arrojar la primera piedra porque solo él está libre de pecado, y sin embargo nunca lo hace. Señor vicario ¿Y su sacerdote? ¿Estaba libre de pecado también? ¿Quién es este señor para negar la comunión a la madre? Y luego nos quejamos con rabia que, la inmensa mayoría de los niños que hacen su primera comunión, luego dejan de venir a la parroquia. Es una pena que el único sonido agudo que se escuche en el silencio sepulcral de las misas de este señor, sean los crujidos de la vetusta madera de los bancos de la iglesia ¿Por qué no le pregunta usted a este sacerdote, si este niño y su madre, acuden ahora a su parroquia? Seguro que no. ¿Sabe por qué? Sus almas han sido heridas irreversiblemente con la más mortífera de las espadas; la soberbia.
A menudo, quienes han llevado una vida de pecado no se atreven a acudir a Jesús porque se sienten marginados en la Iglesia. Aun así, Jesús los espera y los perdona. Sin embargo, esta mujer no se sentía pecadora porque probablemente no lo era, y acudió a Jesús, quería recibirlo junto con su hijo, en ese día que podría haber sido redondo para todos. Sin embargo, uno de sus ministros, el de siempre, al que le tiene usted tanto aprecio, o quizás ahora “temor” por su marcada “acromegalia espiritual”, se lo impidió en su intransigente y ortodoxa aduana pastoral.
Aunque puntualmente nos alejemos de Dios, los cristianos sabemos que, por mucho que nos hayamos apartado de él, Jesús siempre está dispuesto a aceptarnos tal y como somos, nos perdona, y nos invita a sentarnos en su mesa para recibir su cuerpo y su sangre. No importa qué pecado hayamos cometido; él nos dice siempre: «Ni yo te condeno; vete y no peques más» (Juan 8:1-11). Señor vicario, ¿porque su sacerdote no le dijo estas palabras a ésta madre en su deseo de comulgar con su hijo el día de su primera comunión?
Le recuerdo que, Jesús NO dice en el evangelio de Juan: “VETE CON TU ESPOSO y no peques más”. No, sólo dice “vete y no peques más”. Por tanto, Jesús era consciente de la inminente e irreversible separación, y también conocía los motivos que, esta falta de entendimiento, han provocado el adulterio. Probablemente Jesús sabía que esa mujer no se sentía amada ni respetada por su esposo. A pesar de que esta mujer conocía la ley de Moisés y su castigo público por el pecado del adulterio, eso no le impidió cometer una “locura” que, estuvo a punto de llevarla a la muerte. ¿Quiénes somos nosotros para juzgarla? Decía el papa «Si una persona, busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?». ¿Porque lo hace su sacerdote, aun sabiendo que esta mujer no tiene pareja desde que se divorció? En los tiempos que vivimos, su pupilo «no puede ser más papista que el papa», y actuar como juez supremo sobre las condiciones particulares de cada persona.
Señor vicario, usted sabe que no es del todo exacto que los divorciados no puedan comulgar. Dígale a su subordinado que todas las respuestas a estas cuestiones se encuentran detalladas y razonadas en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio. En ella, se examinan de forma separada los casos de “separados y divorciados no casados de nuevo” (nº 83) y de “divorciados casados de nuevo” (nº 84). Debe saber que si no hay una unión posterior, ni la pretensión de tenerla, como ocurría en este caso, no hay obstáculo para recibir los sacramentos. Por tanto, esta mujer no debería haber sido privada de la comunión. Sin embargo este sacerdote, como siempre, no tuvo misericordia con ella, y procedió a su humillación pública, ante su comunidad cristiana, ante Dios, y lo que es peor, ante su hijo. Desde mi punto de vista, el comportamiento de su presbítero, es más reprochable que el de los fariseos del evangelio de Juan, pues el desprecio se comete ante la inocencia de un niño, cuya imagen negativa de la Iglesia quedará grabada con hierro y fuego en su memoria durante toda su vida. Sin duda alguna, será la primera y la última ostia que ese niño reciba en esa parroquia, y probablemente, no pise más ninguna.
Pienso que la Iglesia actual debe abrir la puerta del sagrario a los que presuntamente “viven en pecado grave” por no poder convivir con su cónyuge. San Pablo es muy claro al decir que «quien comulga indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor» (1 Cor 11, 27). Señor vicario, ¿cree usted que una persona divorciada ha perdido por ello su dignidad? Ni mucho menos, tan solo puede que haya cometido un error en su vida, pero por eso no debe ser apartada del camino de Dios. La Eucaristía es caridad y misericordia plena, es el sacrificio de Cristo para la remisión de nuestros pecados; no es un acto jurídico. Por tanto, no le corresponde a este sacerdote juzgar quien es merecedor de tan ansiada recompensa. En este contexto, juzgar a los demás, como hizo su subordinado, y dañar psicológicamente a un niño, no es precisamente un acto de caridad o misericordia, sino de arrogancia y prepotencia, que raya en la inquina. «Y viendo una higuera cerca del camino, vino a ella, y no halló nada en ella, sino hojas solamente; y le dijo: Nunca jamás nazca de ti fruto. Y luego la higuera se secó » (Mt 21:19). ¿No cree usted, que estas duras palabras las dijo Jesús, expresamente para aquellos que, como la higuera y este párroco, solo dan sombra con sus hojas, porque no les queda más remedio, pero nunca debemos esperar de ellos ningún fruto?
Señor vicario, la Iglesia de Francisco está realizando intensos esfuerzo para abordar los problemas de los separados y/o divorciados, en función del nuevo estereotipo de matrimonio que remodela y redefine continuamente nuestra sociedad, que nada se parece a la de Jesús Nazareno. La nueva Iglesia Católica debe siempre contar con todos aquellos cristianos separados, pero dedicados en cuerpo y alma a sus hijos, para que experimenten a Dios en su gran familia eclesiástica, y sean siempre invitados a compartir su mesa mediante la comunión. Ya va siendo hora que la Iglesia trate a los católicos divorciados, primero como personas; segundo como cristianos con plenos derechos; y tercero como gente que sufre su injusto desprecio. “Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de, ellos es el Reino de los cielos...”.
Señor vicario, una de las tantas asignaturas pendientes de su sacerdote, es evitar el octavo sacramento, para que nunca más su aduana y juzgado pastoral impida el tercero, haciendo todo lo posible para que las personas separadas se sientan aceptadas, respetadas, amadas, e integradas en su comunidad cristiana. Es crucial que su discípulo no los trate nunca como católico de “segunda clase”, con su absurda negativa a la eucaristía. Procure que, en esa parroquia que usted sabe, nadie sea señalado por su condición de divorciado, como si tuviesen una lepra “espiritual”, y menos a través de sus hijos. “Vuelvan a mí de todo corazón, porque soy bondadoso y compasivo, dijo el Señor» (Jn 12, 12-13) porque «mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 28–30) para aquellos “pecadores” que, según su cura, no tienen el pasaporte católico “en regla”, o les faltan “papeles certificados o compulsados”. Procure usted que todos ellos, también puedan amar a Dios, con toda su fuerza, con toda su alma y con todo su corazón.

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