Regresaba de Algeciras en su viejo velero de diez metros de eslora. Le costó atravesar el Estrecho de Gibraltar con un viento del SW, que en el Estrecho, enfilaba de cara y le obligaba a ayudarse con el motor, para avanzar, negociando las olas de proa.
Una vez que dobló el istmo de Tarifa, pudo navegar de popa, apagar el motor y “volar’ a una no despreciable velocidad de diez nudos.
Las velas mayor y Génova, iban tersas como la cubierta de un tambor y la sensación de libertad, se plasma en un rostro alegre y desenfadado.
Pronto, el faro de Trafalgar quedó a popa de su través y, sin variar su rumbo, surcó la embravecida mar, hacia su próxima etapa: El Castillo de Sancti Petri.
Alcanzado el islote de Sancti Petri, sólo quedaban 15 millas, para alcanzar su destino: La milenaria ciudad de Cádiz.
El viento, a la altura de los Bajos de León, había arreciado y enroló parcialmente el Génova.
En una de sus miradas a babor le pareció ver una montaña. Pero eso era imposible, ya que allí se extendía el alta mar.
Continuó navegando, más de nuevo volvió a ver esa montaña más cerca. Y su mente reaccionó; se trataba de una ola continua de una altura descomunal , que avanzaba sin obstáculo alguno hacia él.
La palabra le produjo un escalofrío: era un Tsunami.
Cuando la ola estaba a una milla de distancia, alteró su rumbo, cazó velas y arrancó el motor, acelerando al máximo. Se trataba de escalarla por la amura de babor y esperar que el viento y el motor tuviesen la fuerza suficiente para alcanzar su cima y librarse de un naufragio seguro.
Con el cuño bien apretado, comenzó una ascensión eterna, que se hizo interminable.
Gracias a la Virgen del Carmen y todos los Santos conocidos, sus oraciones fueron oídas y el viejo velero alcanzó la cúspide de la ola, dejando caer la proa hacia el abismo de la trasera de semejante monstruo.
"Le vino a la mente, el terremoto de Lisboa de hacia trescientos años y la predicción sin fecha de los expertos de que tal terremoto podría volver a producirse”
La ola siguió su valor cabalgata hacia la ciudad de Cádiz. Y al llegar a tierra, arrasó literalmente toda la urbe, sumergiendo a la Tacita de Plata que, por un momento, dejó de existir.
Cuando la mar volvió a su estado natural, bajó a la camareta y encendió la radio.
Todas las emisoras gritaban con la noticia: Se había producido un terremoto de fuerza 8, con epicentro en el Golfo de Cádiz y la ciudad había desaparecido momentáneamente bajo el mar, dejando miles de muertos en su viaje imparable.
Le vino a la mente, el terremoto de Lisboa de hacia trescientos años y la predicción sin fecha de los expertos de que tal terremoto podría volver a producirse.
Pues ya lo había hecho y él, lo había vivido en primera persona.
Se dirigió lentamente hacia el puerto de Rota, que supuso menos destrozado que el de la capital y , una vez atracado, y rodeado de barcos dañados y pantalanes, rezó para que no vislumbrar en el horizonte otra nueva ola. Esta no se produjo.
Abrió una botella de whisky de 25 años que tenía reservada para ocasiones especiales; subió a cubierta y bendijo en la bañera a su viejo y leal velero, antes de beberse el resto, hasta quedar dormido , aferrado al timón.
Esta es la historia del segundo terremoto de Cádiz, que me contó aquel marino, con lágrimas en los ojos, ya jubilado y frente a una copa de Oloroso, en una tasca del Barrio La Viña.
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