Desde que en la todavía dorada universidad de Salamanca, fui discípulo distinguido de Tierno Galván, con sus tesis sobre la conspiración, la conjura y otros aspectos de la patología política, me interesé sobre el golpe de Estado, que en un trabajo de filigrana he diferenciado, dentro del rem publicam vi mutare, de una veintena de instituciones próximas pero distintas. El golpe de estado se inicia en la intriga, se materializa a través de la confabulación, del contubernio, se vertebra, perfeccionándose, en conspiración o en conjura, y asciende a complot y origina el golpe. Se caracteriza por ser reservado por definición, elitista por naturaleza, oligárquico que se quiere aristocrático en el sentido derivado de pocos, de los menos. Y la estructura de la intriga, condición madre e inexcusablemente minoritaria, comporta el juego heterodoxo e ingrávido de validos y camarillas, en una acción contra el poder desde las posibilidades que ofrece el poder mismo por los encargados de defenderlo. Como igualmente conlleva la trama del secreto, consustancial para el éxito. Catilina fracasó en su conjura porque, como ha puntualizado Malaparte, con el mayor secreto se la anticipó a todo el mundo.
Lo defendí como Memoria en la Escuela Diplomática; lo escribí así, El golpe de Estado, en la argentina Córdoba del “cordobazo”; luego publiqué en Madrid, Variaciones sobre el golpe de Estado, y después con mi hijo, Angel Ballesteros/Vexenat, El 23F y el reloj del rey. Antes de nada, en todos ellos soy tributario, muchísimo, de Curzio Malaparte, y en menor medida de otros y entre nosotros, amén del “viejo profesor”, que en mi época frisaba en la cuarentena, lo digo por lo de “viejo”, de Manu Leguineche y su El estado del golpe. Más tarde pude contrastar los conocimientos añosos del estudioso con sus variantes en mis diferentes puestos, en Centroamérica, con los pretorianos impuestos y depuestos; en el Mundo Arabe, con las conspiraciones palatinas; con los centuriones tribales en el Africa Negra, e incluso ahí, se produjo un magnicidio muy cerca de mi residencia, que desde el balcón me pareció que había quedado desguarnecida al paso nocturno de los amotinados.
Son novelas más que tratados de ciencia política, porque en tan fascinante materia a veces resultan inevitables cuotas de imaginación, de inventiva. De hecho, el propio Malaparte escribe en su Técnica, “evoco acontecimientos de los que fui testigo y, en cierto modo, actor”. De actor, bueno, pero menos si se me permite, admirado Kurt. En esa línea, uno de sus pasajes más celebrados, sus andanzas en Finlandia durante la guerra con el encargado de negocios de España, Agustín de Foxá, el escritor y diplomático autor de la tal vez más sentida y precisa definición del servicio exterior, “con la brújula loca pero fija la fe”, insuperable, son desmentidas por el primo del conde, Jose Luis de Vilallonga, que lo atribuye a la fantasía del autor de Kaputt: “nunca coincidieron” o algo así.
Tan largo introito nos faculta para centrar el 23F, el que más literatura ha producido en España, pero no por los protagonistas. Y por eso, cuando tantos piden pertinentemente la modificación de la ley de secretos oficiales “y así se sabrá con exactitud lo que ocurrió”, yerran. Antes, precisemos que es el que más literatura ha originado por estas latitudes. Más que el de Franco, donde ahí lo que hubo fue una sublevación, un “alzamiento”, para diferenciarlo en la jerga castrense de los obreros: los militares se alzan y los obreros se levantan. Y Franco capitaneó el primero tras reprimir en Asturias a los segundos. Pero no dio ningún golpe de Estado. Si se quiere podría tipificarse así a título un tanto convencional, su movimiento en dos partes íntimamente cohesionadas: su elección entre los generales, con algunos ingredientes del juego político, con su hermano Nicolás y el general monárquico Kindelán, convencido de que el Caudillo daría pronto paso al regreso de la monarquía, y la inmediata promulgación de que asumía todos los poderes del nuevo Estado. Ese sería el golpe de Estado técnicamente.
Es más, se impone dejar ya claro que lo que tuvo lugar en el intento de movimiento involucionista fue una tentativa de “golpe de gobierno”, en la catalogación de Pilar Urbano, ya que como es sabido un golpe de Estado implica necesariamente el cambio en la titularidad de la primera jefatura, “la sustitución anómala del jefe del Estado” en la acuñación de Finer, lo que hubiera acarreado un cambio de régimen como en la Grecia de los coroneles, por poner un ejemplo próximo a la familia real española, y eso nunca estuvo en cuestión en España.
Ya sin más prolegómenos, volviendo al tema de ahora, al yerran los que creen que el archivo secreto encierra las claves del asunto, el sumario por supuesto incluye la mayoría de las circunstancias, aunque al parecer no todas (habrían desaparecido parte de las cintas con conversaciones grabadas) que tuvieron lugar en la fase pública, en la asonada, en el cuartelazo, en el putsch si se prefiere, “un putsch es un golpe que ha hecho kaput”, precisó Safire refiriéndose al de “la cervecería”, de Hitler, porque pudo salir adelante de no haber sido por el a la postre decisivo obstruccionismo de Tejero, pero no, claro está, de la fase palatina, de su inmediata génesis. De lo verdaderamente secreto. Del “golpe”. No de la asonada, larvada y publicitada en demasiados cenáculos desde hacía tiempo y hasta trasmitida en directo, y con cientos de testimonios de primera mano, incluso metidos debajo de los asientos.
Sólo tres personas saben con precisión lo que pasó. Sabino, que presenció casi todo lo relevante, pero murió sin hablar y sin dejar nada escrito. Armada, protagonista, que ya dijo lo que “desde su concepción del honor y la lealtad” podía contar. Es decir, sin aclarar quién era el jefe operativo, luego sobre la marcha pretendió jugar ese papel, sin conseguirlo. Y el rey. Juan Carlos I con frecuencia es espontáneo, franco, en sus manifestaciones, en todas, desde las privadas hasta las oficiales, como por ejemplo hasta sabemos los que tratamos, a trancas y barrancas, con nuestros contenciosos diplomáticos. Pero aquí, por lo que fuera, no ha dicho más que lo que ha dicho. Se ve que ni mi amigo Vilallonga, su biógrafo oficial, pudo o quiso seguir insistiendo. Porque, y ésta sería la clave mayor, la única, el rey estimaba oportuna, como tantas fuerzas vivas, la defenestración de un Suárez quemado y hoy esculpido en bronce en nuestra Avila. Para el monarca, en eso consistía toda la operación, más allá de su ortodoxia. “A mí dádmelo hecho”, inventaría alguien, pero es coherente. Cuando se lo dieron deshecho, impulsado también por la reina y su experiencia, alarmados ante el cariz que iban tomando los acontecimientos, burdamente urdidos y peor ejecutados, agravados con la farándula militarista del tankazo, tardó, pero desmanteló la intentona. Antes, nunca vio, sencillamente porque no existió, ningún golpe de Estado.
PS. Adenda para hispánicos recalcitrantes. No habr(í)á necesidad de traer a colación a título de conclusión/colofón, la connotación en materia de uniformados, de que con la excepción de Chipre, somos el país europeo con más policías por habitante, lo que parece resultar poco compatible con los cánones occidentales. O que episodios protagonizados por milites, tan lamentables como recientes, en tempo histórico el 23F fue ayer, permiten, quiérase o no, que unos interesados indocumentados reaviven “la leyenda negra” que nos endilgaron casi gratuitamente sus ancestros, y para que algunos bien intencionados entre nosotros entren, con las inevitables dosis de ingenuidad, al trapo (símil tan elocuente como poco grato para mí, acérrimo defensor de los animales). Es cierto, y así lo escribo y conferencio invariablemente, que España, a pesar de contar con unas credenciales impresionantes o quizá por eso mismo, a veces da la impresión de tener más dificultades que otros países similares para gestionar e incluso para definir y hasta para identificar, para localizar, el interés nacional. Pues bien, ya es tiempo de irlo, de irse corrigiendo.
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