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Teatro de la memoria en la Ballenera de Benzú ( y V)

Así mismo, en el libro que escribe Mariano Vargas, cuyo título es Cazadores de ballenas en el Golfo de Cádiz (Edición, notas y anexos de Jaime Conde) (Algeciras, 2005) leemos como a finales de los años cuarenta, de las dos compañías que hemos citado  con antelación, que tenían su base en el Estrecho de Gibraltar, una de ellas dispuso de dos cazaballeneros, pero después de la desaparición en la mar de uno de ellos, sólo quedó el “Antoñito Vera”.
El libro cuenta la última temporada del “Antoñito Vera”, como consecuencia de la desaparición paulatina de las poblaciones de ballenas y cachalotes. En concreto la obra  relata la campaña de 1954 del cazaballenero en el Golfo de Cádiz. Mariano Vargas fue su capitán. Guardó como oro en paño dos documentos excepcionales que sirven de apoyo imprescindible para que se escribiese este libro. Uno es el Diario de Navegación, donde el piloto Vargas, anotaba escrupulosamente cada día del ballenero, las derrotas realizadas, las leguas navegadas y las posiciones calculadas, además de consignar los hechos más relevantes acontecidos a bordo del barco y en cada momento da cuenta del tiempo meteorológico.
Además el marinero Vargas redactó un Diario literario conciso, dejando por escrito sus impresiones personales de todo lo más importante que iba aconteciendo en el transcurso de aquella temporada de caza ballenera en torno al “Antoñito Vera”: aparejar para salir a la mar, avistar ballenas, acosarlas no dejándolas ni a sol ni sombra, sorprenderlas con el arpón mortífero, amarrarlas al casco del navío y llevarlas a la factoría de Getares para despiezarlas y aprovechar su carne, sus huesos, su grasa, su esperma. Todo lo anterior lo podemos hacer extensible a la otra orilla del Estrecho de Gibraltar a la actividad desarrollada por el cazaballenero “Marsa” y la factoría de Benzú que no tuvo que diferir en nada de lo acontecido y narrado por el capitán ballenero Vargas que por cierto no duda en ilustrar su libro precisamente con fotos de la factoría de Beliunes y otras correspondientes al cazaballenero  “Marsa”, confirmando plenamente la equiparación entre la factoría de Getares y la de Benzú, tanto monta una como otra en estos menesteres ballenísticos en ambas orillas del Estrecho de Gibraltar por aquellas fechas ya un poco lejanas.  
De modo que siguiendo la estela narrativa del piloto Mariano Vargas arribamos al mundo íntimo de los marineros a bordo del cazaballenero que navega salvando muchas veces grandes temporales, avistando grandes cetáceos, al objeto de darles caza por las aguas del Golfo de Cádiz.
Para comenzar, Vargas González, nos describe las características del barco “Antoñito Vera”: “era un barco antiguo, de origen noruego, con máquina alternativa de vapor, muy alto de castillo y chimenea y con poca obra muerta en el resto. Aquel pequeño ballenero tenía buena figura y me gustó desde el primer momento. De unas 250 toneladas de registro bruto, estaba dotado de un pequeño cañón arponero en el castillo de proa. El puente se encontraba en el centro del barco, era alto, para tener buena visibilidad, y descubierto. En la parte de proa, desde el puente hasta el castillo, se encontraba toda la maniobra para cazar ballenas. Bajo cubierta se situaban las canastas de los cabos de arpón, en los que estos se disponían debidamente adujados. Partiendo de dichas canastas, los cabos de arpón pasaban por unas poleas, fijadas en las crucetas del palo de proa e iban hasta el cañón, donde se hacían firmes a la parte trasera del arpón. (…). En esta parte del buque se encontraban también los pañoles y las maquinillas para virar, y en la parte baja del puente de gobierno, los camarotes del capitán y el arponero. Los alojamientos eran pequeños y no muy cómodos, con una cámara junto a nuestros camarotes donde comíamos los oficiales. A popa del puente, bajo la cubierta estaba la máquina y sala de calderas, y sobre ella la cocina, los aseos y los botes salvavidas, así como los alojamientos de la tripulación. Era un buque muy trabajado y gastado, que conservábamos a base de manos de pintura y mucha limpieza”.
La tripulación que Vargas tenía a sus órdenes era de diez hombres: “arponero, contramaestre, jefe de máquinas, cocinero, engrasador y cinco marineros. El arponero, Rico, un chicarrón fuerte algo mayor que yo y que había sido anterior patrón, me puso al corriente de lo más esencial en lo tocante a todo lo de a bordo. Era un hombre versado y curtido en la mar, procedente de la pesca. Tenía título de patrón de pesca de litoral, pero no podía mandar ese buque por que no lo permitían las leyes, al no cubrir su título el tonelaje del “Antoñito Vera”. (…). La dotación era escasa, pero a primera vista era gente avezada en la mar y con cierta experiencia ballenera”.
El objetivo del cazaballenero era claro y concreto: “cazar ballenas en el área del golfo de Cádiz y conducirlas a la factoría de Algeciras, donde se preparaban los aceites y se exportaba la carne a otras localidades de España. En aquellos años estaba todavía cercana la hambruna que se había padecido en todo el país a finales de los años cuarenta del siglo XX. Miles de personas habían muerto, al no tener nada que llevarse a la boca. España, carente de recursos y con sus tierras esquilmadas, volvió sus ojos hacia la mar. No solo se desarrolló mucho toda la industria sardinera y atunera, sino que se amplió la ballenera, abriéndose dos estaciones de caza en las puertas del Estrecho, una en Ceuta y la otra en Algeciras”.
A propósito de Ceuta, nos  informa el capitán Vargas Mendoza, que una vez salidos del puerto de Algeciras para comenzar la temporada de caza de ballenas un 18 de mayo de 1954 a las 18:30 horas con una brisa suave de poniente puso rumbo al puerto de Ceuta, y ya cerca del mismo a media máquina avante, arribaron “a las 20:00 horas estábamos entre puntas de los diques de abrigo y entrábamos en la dársena de Poniente. Nos dirigimos al muelle de la Puntilla, donde debíamos suministrar el fuel oil para la caldera. Como ya era tarde, una vez atracados cenamos a bordo, y la gente saltó a tierra. También lo hicimos el arponero y yo. Recorrimos las calles visitando bares y lugares alegres. En aquella época Ceuta era una ciudad bulliciosa, vertebrada alrededor de la calle Real, que partiendo del Revellín, subía hasta la plaza de Azcárate. Toda ella estaba jalonada de comercios hebreos e hindúes, que con sus artículos expuestos en las puertas, le daban un colorido exótico. Incluso el aire olía de un modo especial, pues en los innumerables comercios hindúes se encendían unas barritas de sándalo que perfumaban la calle. Ya tarde, nos volvimos a bordo sin muchas ganas, pero al día siguiente había que efectuar el aprovisionamiento tanto de combustible como de boca y agua”.
¡Qué tiempos aquellos en que Ceuta abastecía a un barco con base en Algeciras! En su deambular por nuestra ciudad para pertrechar a su ballenero de todo lo imprescindible para navegar en alta mar, nos sigue comentando el piloto algecireño de altura Vargas, que junto a su arponero se dirigieron a la mañana siguiente “a la casa consignataria para firmar la documentación de suministros y efectuar el despacho de salida ante la autoridad de Marina. Tomamos un taxi que nos envió el consignatario, ya que el lugar de atraque estaba lejos del centro de la ciudad. Fuimos recorriendo toda la longitud del muelle de la Puntilla, que servía de abrigo a la dársena de Poniente, observando cómo el puerto, que parecía dormido la noche anterior cuando llegamos, iba despertando, con el personal en sus tareas, barcos que entraban y se dirigían a su lugar de atraque bajo las indicaciones del práctico, y otros que salían. Recorrimos el paseo que va desde el puerto al centro y llegamos al Revellín, bordeado de palmeras, con una balaustrada que se asomaba a la dársena de Levante. En los comercios empezaban a sacar sus artículos a la puerta y la gente, animada, entraba y salía de unos y otros”.
Unos días más tarde, cerca del litoral portugués con la ciudad de Faro a proa del barco, ya en plena campaña de caza, vamos a leer como se desarrollaba el apresamiento de una ballena por parte del “Antoñito Vera”: “Habíamos navegado unas veinte millas a buen ritmo y con buena visibilidad cuando de pronto se oyó el grito del vigía: “¡ballena a proa!”. Miré el reloj, eran las 14:00 horas, todo a bordo se tornó en una actividad frenética, con la marinería acudiendo a sus puestos, el contramaestre apretando la rueda del timón, y Rico listo en la proa, junto al cañón, cargándolo con el arpón”, y enseguida pasando revista a toda la maniobra para estar seguro de que nada iba a fallar.
Avanzábamos a toda máquina, hasta que llegamos a ver a simple vista el soplo de la ballena. La seguimos a varios rumbos. De pronto se sumergió y paramos máquina. Todos los ojos miraban a la superficie cercana de la mar, en medio de un silencio total, en el que nadie parecía respirar. De pronto el vigía gritó: “¡ahí viene por estribor!, porque él, desde lo más alto del mástil de proa, la veía entre las aguas. A bordo todos nos manteníamos en una tensa expectativa. De pronto salió, soplando, muy cerca y por la amura de estribor. Rico dirigió el cañón hacia ella, yo ordené avante media, y empezamos a navegar con la ballena por la proa y un poco abierta por estribor. El animal se sumergía y emergía paulatinamente. El momento de disparar estaba cerca, Rico no esperaba sino que la ballena descubriera una buena parte del lomo donde poder clavar el arpón, para no errar el tiro.
De pronto se oyó el disparo y Rico, desde la proa, casi aulló: “¡blanco! En ese momento ordené avante a toda máquina, mientras que el contramaestre gobernaba el timón según veía la derrota que iba haciendo la ballena. El cabo del arpón salía muy rápidamente, pero había mucha longitud a bordo. La ballena se sumergió, lo único que veíamos era el cabo que se unía al arpón, tenso del esfuerzo a que estaba sometido, y en su dirección navegábamos. De nuevo salió soplando, y así varias veces, hasta que finalmente, agotada, se paró. En ese instante ordené moderar máquinas, primero media, más tarde poca, y finalmente mandé parar. Nos acercamos lentamente a la ballena hasta traerla a la misma proa. Estaba muerta, no había que pensar en volver a dispararle más”.
Una vez cobradas las piezas de la mar, o bien ballenas o en su caso cachalotes, se trasladaban a la factoría para su procesamiento. Las operaciones que se llevaban a cabo eran arduas y trabajosas, comenzando las mismas parando las máquinas del barco y ya posteriormente “quedamos amarrados a la boya, y se comenzó la faena de ir zafando los cachalotes, uno a uno. La maniobra comenzó mediante la venida de un bote desde la factoría con tres hombres, en el que traían un cable con un grillete en su extremo, cable que partía desde un gran chigre que se encontraba en la parte alta y al final de la rampa de desguace. Antes de soltar de a bordo un cachalote, se le pasaba el cable del chigre por su cola y se le trababa con el grillete. Una vez fijado por el cable, se mandaba tesar éste desde tierra, y una vez tesado, se ordenaba apartar el bote del costado y se procedía a soltar el cachalote. Como éste flotaba sobre el agua, era arrastrado lentamente por el cable del chigre, y subía por la rampa hasta la zona de desguace. Y así, uno tras otro, la misma maniobra”.
Una vez entregada la escasa caza en la factoría, había que salir presurosos a la mar en la que había que afrontar toda clase de peligros para conseguir objetivos económicos, ya que si había fuel oil y víveres, no se podía perder tiempo en tierra firme ni ser marinero en ella, para poder salvar aquella campaña tan paupérrima, aunque como se podía ver les decía el gerente de la empresa al capitán: “los camiones están esperando la carne de ballena. Efectivamente, miré hacia la entrada de la factoría y vi varios camiones frigoríficos. Venían de todas partes a por la carne de ballena, que era muy apreciada por mucha gente. Yo la he comido a bordo y bien preparada es como si se estuviera comiendo un sabroso filete de vaca. Los camiones esperaban al despiece la ballena para, una vez cargados, partir hacia sus lugares de origen, la mayoría para Levante”.
Después de 169 días a bordo del cazaballenero, se habían abatido y entregado a la factoría getareña diecinueve ballenas y dieciocho cachalotes. Resultados por debajo de lo que se esperaba por parte de la empresa. El capitán Vargas, viejo lobo de mar, en el epílogo de su obra entrañable y en el fin de una época ya algo lejana, nos declara con el corazón en la mano, que nunca podría olvidar “al “Antoñito Vera”, ese viejo caballero de las peores mares del mundo, que cuando lo conocí seguía navegando brioso y no se achicó ante ningún temporal. Ni a sus compañeros de tripulación, hombres de mar donde los haya y gente noble y eficaz. Tampoco a los magníficos animales que el destino nos llevó a cazar y que, sin lugar a dudas, no merecían la muerte que les dimos”.
No se si la estrella errante que surca el cielo en una noche de estío ha sido la que desde 1986 ha llevado a los legisladores a prohibir la caza de ballenas y cachalotes, pero lo que si sabemos es que desde la cumbre de Estocolmo de 1972 marcó el punto de inflexión en la concienciación sobre la conservación del medio ambiente, y fue el punto de salida de ciertos instrumentos internacionales de conservación como los convenios sobre comercio de especies (CITES) o conservación de especies migratorias (Bonn). En este contexto debemos inscribir la aparición de diversas iniciativas de uso no consuntivo de las especies silvestres, basadas en la premisa de que es más rentable observar a una especie en su medio natural que matarla.
Una de estas actividades es el turismo ballenero que consiste en observar ballenas y otros cetáceos en su  hábitat natural desde la costa o desde una embarcación. Normalmente se realiza con fines recreativos, pero también con propósitos científicos, educativos y terapéuticos. Es una actividad con base comercial que puede mover alrededor de un billón de dólares en el mundo.
Este turismo ballenero comenzó en 1950 en el Monumento Nacional Carbillo en San Diego que fue declarado lugar público para la observación de las ballenas grises. En los años 80 y 90 del pasado siglo el turismo ballenero se difundió por todo el orbe. En la actualidad unos noventa países lo practican con la participación de aproximadamente unos once millones de turistas.
En España la diversidad biológica de las aguas marinas es la más importante de la Unión Europea. En ellas viven veintisiete especies de cetáceos, de los cuales más de la mitad se hallan amenazados. Para España, la conservación de los ecosistemas marinos es crucial por su importancia socioeconómica y por la obligación de asegurar el futuro de sus valores ecológicos.
No obstante, el creciente desarrollo turístico del litoral español ha provocado un aumento de la demanda de actividades de recreo y, en especial, un gran interés por el turismo ecológico, incluyendo la actividad de observar cetáceos en su medio natural. Esto ha llevado consigo la aparición e implantación en ciertos lugares de muchas empresas que ofertan excursiones marítimas para la observación de los cetáceos.
Según un estudio sobre el impacto socioeconómico del avistamiento de cetáceos realizado por el grupo de Conservación, Información e Investigación de cetáceos (CIRCE) por encargo de la Junta de Andalucía en 2007, esta actividad generó casi cinco millones de euros al año sólo en venta directa de billetes, implicando a veinticuatro embarcaciones. El Estrecho de Gibraltar y la bahía de Algeciras son las zonas donde más se practica en la Península Ibérica.
En esta zona, la actividad se centra en los grupos de calderones y delfines presentes todo el año en el Estrecho de Gibraltar, y también de cachalotes y orcas gran parte del año, así como en las poblaciones de delfines tanto comunes como listados presentes en la bahía de Algeciras. Los puertos de Benalmádena, Fuengirola, Marbella y Estepona cuentan con muchas embarcaciones dedicadas a esta actividad.
El Real Decreto 1727/2007 por el que se establecen medidas de protección de los cetáceos, surge de la necesidad de regular la creciente actividad del turismo ballenero existente en España. Su objetivo principal es establecer medidas de protección de los cetáceos para contribuir a garantizar su supervivencia y su estado de conservación favorable. Aunque centrado especialmente en normas para la observación recreativa de cetáceos, este Real Decreto tiene una finalidad más amplia, estableciendo una serie de medidas de protección generales que permitan una mejor conservación de estas especies.
Para finalizar esta crónica sobre asuntos balleneros, recuerdo a un amigo mío llamado Fernando, que es navegante experto a vela por el área del Estrecho de Gibraltar y Golfo de Cádiz, que me dijo un día que de la historia sólo amaba las anécdotas y entre las anécdotas, prefería aquellas en las que creía encontrar una pintura verdadera de las costumbres y los caracteres de una época. Así mismo, me siguió contando que para la edificación del sistema memorístico, del teatro de la memoria, la  experiencia de una tempestad en la mar no se olvida y podía relatarla incluso un iletrado; pero para una tempestad en un vaso de agua se necesitaba el genio de Proust: “un día de principios de agosto salí de Barbate rumbo a Tánger en mi velero, el viento era muy fuerte y la mar rompía contra la proa y saltaba   por encima de la embarcación. En aquel barco tan marinero, subía y bajaba a mata caballo. Era prácticamente imposible mantenerse en pie en la cubierta, pues la invadía la mar embravecida, por lo que busqué abrigo en el interior del puente junto al timón.
El viento gemía  entre las jarcias con el ulular propio del temporal. En mi refugio permanecía expectante, acechando tenso hacia proa la aparición de la Punta de Malabata para poder entrar en la bahía tangerina, pues si no el viento, al menos las olas calmarían bastante, cuando de repente emergió majestuosa ¡una ballena por la proa!, observé el soplo de la ballena en el aire calimoso del ventarrón rugiente, nadó unos instantes eternos frente a mis ojos sorprendidos y de pronto se sumergió, enseñándome su imponente cola, que vibró por encima de las olas indómitas antes de dirigirse a las profundidades de una mar tormentosa. Esta escena me hizo sentirme libre de toda atadura, que no fueran los elementos de la naturaleza a los que me uní en un todo, saliendo de mi mente cualquier recelo aciago sobre aquellas circunstancias adversas por lo que proseguí mi derrota franca no solamente hacia el puerto magrebí sino hacia la vida misma”.

“Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar”.
Espronceda, “Canción del pirata”.

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