Categorías: Opinión

Tarde de fútbol

La llegada de las cadenas de televisión de pago ha hecho que, después de muchos años, se vuelva a repetir un fenómeno que ya tuvo lugar anteriormente, cuando en España empezó a difundirse la televisión. Me refiero a la reunión de personas en los bares, delante de un televisor. Recuerdo que cuando yo era niño y casi en ningún hogar había televisión, mi padre me llevaba con él a un bar para ver algún partido importante de la Selección Española o del Real Madrid. Había que irse con tiempo y a mí, como niño que era, la espera se me hacía interminable de modo que cuando empezaba el partido, ya tenía ganas de marcharme. Sin embargo una vez iniciado el juego, el desarrollo del mismo y el ambiente que se creaba en el bar atraían tanto mi atención que dejaba de pedir a mi padre que nos marcháramos.
Hoy, después de muchos años, de nuevo vuelven a verse los domingos algunos bares repletos de gente en torno a un televisor, prestos a disfrutar no sólo con el partido en sí, sino también con el ambiente que se crea a su alrededor. Lo que voy a narrar ocurrió una de esas tardes de domingo invernal en las que a los que no sabemos qué hacer en la casa se nos ocurre salir a pasear por las calles solitarias.
Para comenzar debo decir que para mí los domingos, sobre todos sus tardes, siempre han sido lo peor de la semana. A casi nadie le gusta las tardes de domingo. Quizás sea porque son preludio del comienzo de una nueva semana laboral, con la dureza que siempre supone el lunes. Dureza que hoy día se ve aumentada porque son muchos los que en el fin de semana disponen de dos días de descanso o al menos de un día y medio. Tras esta tregua laboral, el cuerpo ha perdido un poco el hábito de la rutina de trabajo diaria y cuesta más volver a empezar. Todo lo que recuerde la reanudación del trabajo nos causa repulsa. Es lo que en Psicología se conoce como Condicionamiento Clásico.
Bien pero dejémonos ahora la Psicología y centrémonos en el objeto de esta narración. Decía, pues, que era una de esas tardes de domingo invernal en la que yo paseaba por las calles desiertas sin rumbo fijo. La soledad y el silencio eran las notas características, apenas alterados por el cruce con algún coche con la música a todo volumen o por la presencia de un vagabundo tumbado en el banco de una plaza junto a un cartón de vino. Yo aprovechaba este ambiente para ir andando con paso sosegado y fijándome en aspectos de las calles en los que apenas reparaba el resto de los días.
Eran casi las cinco de la tarde y en esta situación me encontraba cuando de una calle perpendicular a la que yo transitaba vino hasta mí un murmullo de gente hablando en voz alta, vociferando diría yo. Como no tenía otra cosa que hacer, me encaminé hacia el lugar de donde venía el griterío, hasta que llegué a un bar que yo desconocía y del cual salía el ruido que había llamado mi atención. Era un establecimiento bastante grande, con un único salón que se encontraba abarrotado de gente. La barra estaba situada según se entraba a la derecha y el resto del local estaba ocupado por un gran número de mesas y sillas. Las miradas de todos los presentes se dirigían hacia el frente, donde se encontraba una gran pantalla de televisor que transmitía las imágenes de los prolegómenos de un partido que iban a disputar el Real Madrid y el Zaragoza.
Mi primera impresión fue permanecer allí unos minutos, observar un poco el ambiente y marcharme para continuar mi paseo. Pero una vez pasados esos minutos encontré varias razones que justificaban mi presencia en el local. La primera, que se quedó una silla libre y me pude sentar compartiendo mesa con un grupo de hombres a los que yo no conocía y a los que no importó que yo me agregara a la reunión.
El ambiente me resultaba muy agradable, típico de forofos del fútbol, y me recordaba aquellos tiempos de niño de los que hablaba al principio. Por sus aplausos y cánticos al saltar al terreno de juego, me di cuenta de que había mayoría de aficionados del Madrid, pero también observé un grupito del Barcelona diseminado entre la totalidad. Aunque su equipo no participaba directamente en el juego, por la rivalidad que existe entre ambos, andaban prestos a manifestar abiertamente su alegría ante un tropiezo de su eterno rival. Por último, advertí la presencia de varios tipos curiosos que, dada mi gran afición a observar los comportamientos humanos, constituían la última y quizás más poderosa razón para que me quedara en el bar y renunciara definitivamente a continuar el paseo.
Saltó el Madrid al terreno de juego y una salva de aplausos y vítores sacudió el local. Algunos encendían sus puros y otros se frotaban las manos con fuerza. Además de ir siguiendo los lances del juego en la pantalla, mi atención se centró en tres focos.
El primero lo componían un hombre y una mujer que estaban sentados en una mesa delante de mí. Deduje que habían almorzado allí pues aún quedaban sobre la mesa algunos platos con restos de comida. Habían comido y también bebido, sobre todo él. Y aún seguía bebiendo. Estaba ya bien "cargado" y seguía acompañado por un vaso largo de tubo con cuba-libre y cada vez que se vaciaba, era de nuevo prestamente repuesto por el camarero ante la llamada del cliente. Sus ojos mostraban un característico brillo que le daba aspecto soñoliento y su cara tenía esa expresión entre bonachona y burlona que acompaña a los que ya han bebido más de la cuenta y empiezan a considerar que "to er mundo e güeno". También era el que más se distinguía en los cánticos y gritos de ánimo al Madrid. Debía tener unos cincuenta años y el pelo, algo canoso, ya le empezaba a clarear en amplias entradas sobre la frente y a la altura de la coronilla. Vestía pantalón vaquero y un jersey de lana azul que el calor del ambiente y el de su propia euforia etílica habían hecho descansar sobre el respaldo de la silla.
La mujer que lo acompañaba tendría tres o cuatro años menos que él y estaba claro que no era su esposa. La suya puede que fuera una relación de un solo día o que se prolongara por más o menos tiempo, en lo que ahora se denomina "una pareja de hecho", pero nada de papeles firmados ni compromisos que ocasionaran posteriores obligaciones. Sus rasgos y parte de su indumentaria reflejaban que era de origen árabe y al oírla hablar advertí un inconfundible acento marroquí. Parecían a gusto el uno junto al otro pero advertí que a medida que aumentaban la euforia y los gritos de él, ella se sentía incómoda, violenta, como si percibiera que se estaba convirtiendo en el centro de las miradas y comentarios de la mayoría de los presentes.
Mi segundo foco de atención estaba formado por un matrimonio que se encontraba en una mesa situada a mi izquierda. Ambos deberían tener cuarenta y tantos años largos y los dos usaban gafas y fumaban (aún no existía la ley antitabaco). Yo lo conocía a él de vista y sabía que era propietario de un pequeño comercio de material eléctrico. Me había dado la impresión de ser un hombre de aspecto bastante serio. Impresión que, como después verán, se esfumó tras las observaciones que estoy narrando y que demuestran hasta qué punto se altera el carácter humano por el influjo de un "deporte" como el fútbol, que ya ha perdido muchas de las características que tal denominación le confiere y ha pasado a ser un auténtico (y nunca mejor dicho) fenómeno de "masas".
Esta pareja no había venido a comer sino sólo a ver el partido, al tiempo que a hacer la consumición correspondiente. Se les notaba que eran matrimonio, además de la alianza que ambos lucían en el dedo anular de la mano derecha, por la actitud de confianza y compenetración que mostraban. Hay algo en el trato entre las personas que llevan largo años conviviendo que los distingue de aquellas cuya relación es más reciente: en el modo de hablarse, de mirarse, de cómo uno de los dos se dirige a un tercero y es secundado o complementado por el otro, o viceversa, cuando es un tercero el que interpela a uno de ellos y encuentra la rápida respuesta de ese mismo y del otro.
Pude comprobar perfectamente en ellos estos detalles porque esta pareja, acérrima seguidora del Real Madrid, mostraba la táctica de dirigirse con ironía a los demás manifestando algo así como que todos los triunfos de su equipo se debían a la ayuda de los árbitros, o a la desgracia de los equipos rivales o a la suerte. Todo esto producía divertidos diálogos entre ellos y otros de los asistentes.
Por fin, el tercer foco de interés lo constituían dos jóvenes de alrededor de veinte años que se encontraban de pie, a mi derecha y a poca distancia de la pantalla del televisor. Tenían sendos vasos de cerveza apoyados sobre varias cajas que se apilaban a su lado. Charlaban entre ellos y miraban al resto de asistentes buscando con quién cruzar algunas palabras pues, por los comentarios que hacían, se notaba que eran del Barcelona y andaban deseosos de presenciar un traspiés del Madrid y, si era posible, disfrutar asestando comentarios despectivos a sus hinchas. Por eso dirigieron algunas palabras al matrimonio, encontrando la rápida réplica en tono irónico por parte de éstos.
Comenzó el partido y aunque el juego no era muy brillante, el de la euforia etílica, que seguía sin parar de beber, se desgañitaba gritando "¡Hala Madrid, hala Madrid!" mientras la mujer que lo acompañaba se ruborizaba e intentaba esconder la cara entre las manos. Antes del primer cuarto de hora, y por medio de un penalti riguroso, el Madrid se adelantó en el marcador. Se oyeron algunos gritos de los seguidores del Barcelona: "¡Así, así, así gana el Madrid!", que fueron rápida e irónicamente secundados por el matrimonio.
A pesar de que el partido no era muy vistoso, la gente se divertía porque el bebedor estaba cada vez más animado y de vez en cuando se levantaba propinando cortes de manga al árbitro o a los jugadores del equipo contrario. O cuando el Madrid hacía una buena jugada, él se levantaba y daba unos cuantos pases de pecho seguidos por una especie de brindis lanzando la montera hacia atrás. La gente lo jaleaba y él estaba cada vez más eufórico. La lengua ya se le empezaba a trabar y sus gritos eran cada vez menos inteligibles: "¡Hala Mardí, Al Madí, A Madir!".
La mujer ya no sabía dónde esconderse. Se tapaba la cara con las manos o miraba hacia otra parte. Hizo ademán de coger el bolso y marcharse, pero fue cogida del brazo por su acompañante, el cual la sentó al tiempo que le hablaba enarbolando el dedo índice de la mano derecha y le ofrecía el vaso de tubo para que bebiera.
Poco después de la media hora el Madrid marcó el segundo gol y un estallido de júbilo estremeció de nuevo el local. El "¡Gooooool!" se debió oír en varias calles a la redonda. A estas alturas, el componente masculino de mi primer foco de atención se había ya casi erigido en primer protagonista, desplazando al partido a un segundo plano. El segundo gol lo festejó con un completo y variado repertorio de cortes de manga, así como con un sinfín de pases de pecho, verónicas, manoletinas, banderillas, requiebros y desplantes delante del toro, la estocada y un paseillo final que hizo las delicias de todos los asistentes. Bueno, de todos menos de su acompañante y de los seguidores del Barcelona. Estos últimos habían enmudecido y se les veía con gesto contrariado.
Faltaba ya muy poco para que terminara el primer tiempo cuando entró en liza un nuevo e inesperado elemento que vino a animar aún más el ambiente. Era un individuo de unos cuarenta y tantos años largos, con aspecto muy descuidado. Llevaba barba de varios días y vestía un viejo pantalón vaquero y un jersey de lana gris con varias manchas sobre el pecho y en la manga derecha. Su pelo era un poco largo, grasiento y peinado hacia atrás y parecía pedir a gritos un buen lavado de cabeza.
En cuanto vio al torero se fue hacia él y ambos se fundieron en un apretado abrazo en el cual tampoco faltaron algunos sonoros besos en la mejilla. Como no quedaba ninguna silla para el recién llegado, su amigo echó mano de uno de los varios barriles de cerveza vacíos que se apilaban a un lado del televisor y como improvisado sillón se lo ofreció para que se sentara junto a él. La cara de la mujer se descomponía por momentos. "Si no tenía la pobre bastante con un borracho, ahora va a disfrutar de dos", pensé para mí.
Provisto de la magnanimidad y de los desinteresados deseos de hacer el bien que da el alcohol, el torero llamó al camarero y le oí decir algo así como: "Pode a ete lo quera", lo cual traducido sería: "Ponle a éste lo que quiera".
Tras lo cual recibió un nuevo abrazo y un beso por parte del recién llegado. A los pocos minutos el camarero volvió con una botella de vino tinto y dos vasos. Con todo esto, llegó la hora del descanso, el cual se amenizó con una cuidada selección de grotescas canciones y bailes regionales de la pareja de hombres, arrancando de nuevo los aplausos del público. Las carcajadas del nuevo individuo eran frecuentes y estentóreas y al emitirlas mostraba una enorme boca poblada por unos oscuros y poco abundantes dientes.
Comenzó el segundo tiempo. Con la renta de dos a cero el Madrid se hizo más conservador y se echó hacia atrás dejando todo el dominio y el control del juego al Zaragoza.  Así que  tanto fue el cántaro a la fuente por la actitud reservona del Madrid que sobre el cuarto de hora el Zaragoza marcó su primer gol. El estruendo, aunque menor por el inferior número, fue ahora de los seguidores del Barcelona, los cuales redoblaban sus críticas regocijándose y frotándose las manos ante el inesperado cariz que había tomado el partido. Los del Madrid aguantaban el chaparrón y permanecían cabizbajos. Sólo el "torero" y su amigo sacaban pecho y se atrevían a gritar con fuerza "¡Hala Madir, Ha Madi, Hal Maí!", tratando de insuflar ánimo a sus jugadores, a pesar de que se encontraban a cientos de kilómetros de distancia.
Se mascaba la tragedia, el Madrid era una caricatura de equipo en manos de su oponente y en cualquier momento podía llegar el empate, lo cual ocurrió hacia el minuto treinta y cinco. Los del Barcelona saltaron, gritaron bailaron y lanzaron cortes de manga. El marido del matrimonio se levantó y se dirigió con paso amenazante hacia la pareja de jóvenes, al entender que uno de los cortes de manga había sido dirigido hacia él. Pero fue interceptado en el camino por un camarero y por otro hombre que se habían percatado de la situación.
El silencio y la desolación se apoderaron de los seguidores del Madrid. Hasta los dos beodos enmudecieron y permanecían sentados hombro con hombro y la mirada perdida.  Nos encontrábamos ya con el tiempo cumplido y el árbitro había decretado tres minutos de descuento. Cuando ya el empate se daba como mal menor para el Madrid, se produjo un contraataque de éste. El balón fue perfectamente triangulado desde el centro del campo a la delantera, llegando franco hasta el borde del área pequeña desde donde Raúl con su pierna mala, la derecha, empalmó un tiro raso y cruzado que se coló inexorablemente en el fondo de la meta zaragocista. Por lo rápido e inesperado de la jugada, el público se quedó paralizado, sin reaccionar de momento. El "torero" y su compinche salieron del letargo. Saltaron, se abrazaron, se besaron, repartieron cortes de manga, se tiraron al suelo, dieron una extraña e irregular voltereta y, finalmente, se subieron encima de la mesa desde donde repitieron el repertorio de bailes regionales.
Apenas había sacado de centro el Zaragoza cuando el árbitro decretó el final del partido. El matrimonio se enzarzó en un enfrentamiento verbal con la pareja de jóvenes. Temí lo peor, pero tras unos minutos de acalorado diálogo se fueron aplacando hasta que, finalmente, vi como el hombre les daba la mano y ella los besaba.
Salí a la calle y a través de la cristalera aún se veía a la pareja que seguía bailando encima de la mesa mientras la acompañante los miraba con resignación moviendo la cabeza hacia ambos lados.  Mi mente estaba repleta de imágenes, sonidos y sensaciones. Pensé que al día siguiente cada uno de los personajes estaría de nuevo en su lugar habitual desarrollando su actividad cotidiana. Quizás el próximo domingo se volverían a dar cita en aquel local experimentando otra vez esa súbita y transitoria transformación.
¡Viva el fútbol y vivan las televisiones de pago!, que nos hacen olvidar la dura realidad del día siguiente y nos ayudan a pasar las tristes y aburridas tardes de domingo.

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