Los primeros filósofos buscaron el origen del mundo en aquello que más abundaba: la materia. Llamaron a esta arjé y se dispusieron a identificarla. Para Tales fue el agua, para Empédocles, la tierra; para Anaxímenes el aire y para Heráclito el fuego. Pero el gran revolucionario fue Anaximandro, puesto que dio en el clavo del asunto: Si se pretendía buscar una sustancia primigenia, origen de toda la realidad, esta no podía encontrarse ya entre nosotros, puesto que de ser así, también nos deberíamos interrogar acerca de su origen y perdería su característica de primigenia. Anaximandro la llamó lo apeiron (infinito, porque, como una célula madre, de ella salieron todas las cosas; e indeterminada puesto que poco podíamos decir de ella debido a que ya no se encontraba entre nosotros).
Los griegos confiaban más en sus razonamientos que en la realidad, reducida esta a entelequia o a meras apariencias. El apeiron de Anaximandro, el número de Pitágoras, el ser de Parménides o los átomos de Leucipo y Demócrito, no eran más que abstracciones que empezaron lo que vino a ser una espiral de sublimación de lo concreto a lo sutil, que llegó hasta el helenismo y perduró a través del tiempo hasta el renacimiento.
Tras el abandono de aquella materia primigenia (arjé) por parte de Platón, que la sustituyó por la idea o forma pura, sin materia que la sustentara, Euclides afirmó que el centro del mundo era el punto «lo que no tiene partes», cuyo radio era cero y contenía en potencia el infinito. Su movimiento generaba la línea, una longitud sin anchura; y el suyo, el plano, que no tenía grosor. Aristóteles habló del éter: una sustancia imperecedera y delicada que conformaba el cielo y los astros; y más tarde, por sublimación, que la esencia del universo estaba en el alma: una entidad leve, alada y vibrátil más etérea que el éter. La sublimación había llegado a su punto más álgido y la sutileza de los planteamientos se tornó radical.
Durante catorce siglos esta visión sutil y antimaterialista del mundo dominó el ambiente cultural y académico. La única novedad relevante la produjo el cristianismo al introducir la dimensión temporal, ignorada sistemáticamente por los griegos, aunque el tiempo quedaba restringido al acto de creación. Teología y ciencia fueron así unidas, la concepción del mundo griego fue sustituida por un fundamentalismo bíblico y se identificó al sacerdote con el sabio. Cuando en 524, Ancio Boecio, el último filósofo natural, fue ejecutado, llegó la oscuridad. Una oscuridad que duraría cerca de mil seiscientos años.
“No toda la realidad puede ser traducida a lenguaje matemático. ¿Quién puede calcular la cantidad de amor, de amistad o de generosidad que se posee? ¿Cuándo una fórmula matemática ha predicho y acertado los gustos musicales y literarios, o la atracción hacia una persona o ideología? ¿En qué unidades medimos la solidaridad, el apego o la tristeza?...”
En 1397, a raíz de unas conferencias de M. Chrysoloras en Florencia sobre lengua y literatura griegas, el mundo despertó y empezó un renacimiento de la cultura clásica. El persa al-Jwârizmî había introducido en las matemáticas el sistema de numeración hindú (utilizado hoy en día en todo el mundo), lo que permitía expresar cualquier número, y las matemáticas experimentaron un auge espectacular. El descubrimiento de las leyes de la perspectiva transformó la concepción del espacio, que ahora podía considerarse cuantitativamente (hasta entonces el tamaño indicaba importancia, ahora solo distancia, lo que impulsó la exploración y los grandes descubrimientos geográficos). Por su parte, la invención del reloj mecánico fue fundamental para medir el tiempo y controlarlo. Pero, fue Descartes quien dio el gran paso que situó finalmente al hombre por encima de la realidad. Con él, al fin el conocimiento se independizaba del mundo; este podía ser el que fuera, pero las herramientas para su conocimiento iban a ser, a partir de entonces, siempre las mismas, independientemente de cómo fuera efectivamente el mundo. Las leyes del conocimiento eran propias del conocimiento y, por ende, del hombre; no se derivaban del mundo. Estas herramientas y leyes no eran otras que la matemática. Todo empezó a ser observable y medible, la causalidad sustituyó a la finalidad y los filósofos naturales empezaron a reclamar para sí el título de científicos. Finalmente, tras la revolución científica moderna, la filosofía quedó rechazada definitivamente como herramienta que ampliara nuestro conocimiento del mundo natural. Todo debía de ser mesurable, traducido a números. Se inventaron unidades para medir el espacio, el tiempo, la velocidad, la fuerza, la energía, la cantidad de materia, la corriente… y fueron construidos diversidad de aparatos y fórmulas para poder calcularlas. Por fin, hasta la psicología y la sociología reclamaron el estatus de ciencias, recurriendo a la medición de la conducta y a la estadística. Parecía que ya no había espacio para la sutileza y que el análisis cualitativo quedaba relegado definitivamente por el cuantitativo.
Sin embargo, no toda la realidad puede ser traducida a lenguaje matemático. ¿Quién puede calcular la cantidad de amor, de amistad o de generosidad que se posee? ¿Cuándo una fórmula matemática ha predicho y acertado los gustos musicales y literarios, o la atracción hacia una persona o ideología? ¿En qué unidades medimos la solidaridad, el apego o la tristeza?... Todavía hay espacio para la sutileza. Las cosas más importantes de la vida: el amor, la alegría, la empatía, los valores y principios… no admiten su traducción a cifras y por ello no son asunto de los científicos. La aparición de la ciencia y su apropiación de lo cuantitativo, lejos de suponer un lastre para la filosofía, lo que significó fue una liberación. Al fin los filósofos pudieron dedicarse a lo que realmente es importante en la vida y sus reflexiones, lejos de mostrarnos como seres esclavos de la causalidad, lo que hacen es mostrarnos el camino de la auténtica libertad.
Licenciado en filosofía por la Universitat de Valencia (1994) lleva dedicado a la docencia hace más de treinta años. Colaborador habitual en medios de prensa escrita es autor de varios libros, como La desacralización del cosmos. Posibilidad y función de las teorías cosmológicas, publicado por Esferas del Saber. Como novelista ha publicado recientemente El silencio de los pájaros y un libro de relatos: Durante la pandemia. Los escritos de Canfali.
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