Sumergidos en la mentira

Hace una semana, la Encuesta de Población Activa, la denominada EPA, confirmaba los augurios y el chaparrón que amenazaba la tormenta del fin del mundo en los meses precedentes terminó descargando toda su furia: España por primera vez en la Historia había superado la escalofriante barrera de los seis millones de parados. Más de seis millones de parados en España, el 27,1por ciento de la población activa, casi dos millones de familias con todos sus miembros en el desempleo, y sólo con un número de ocupados de 16,6 millones. Ahí es nada. Cifras que constituyen un drama extraordinario, de consecuencias descomunales y que provocan que el futuro se antoje lúgubre durante años. Números que provocan vergüenza y que exigen, para salir del furgón de cola, de un esfuerzo titánico por todos los órganos competentes que componen una nación así como la bondad y el dinero (otra vez más y van muchas, que no se le olvide a los progresistas, demagogos y vagos de este país) de los países más poderosos del viejo continente, con esa Alemania ejemplar a la cabeza.
No obstante, y dando por veraz que la situación es precaria, la pregunta (y la posterior reflexión) surge al instante, tras conocerse los datos de manera pública: ¿Están los españoles viviendo en el día a día de un país, como ha quedado citado, con más de seis millones de parados, el 27,1por ciento de la población activa, casi dos millones de familias con todos sus miembros en el desempleo, y sólo con un número de ocupados de 16,6 millones?
Evidentemente, no. Más allá de que, en efecto y de manera lamentable, la situación en no pocas familias es realmente extrema y que hay cientos de buenos ciudadanos que no pegan el ojo acuciados por la jodida epidemia de no encontrar trabajo o por no poder variar de alimento cada día de la semana, este país vive envuelto, entre otras enormes dificultades, en los problemas que se crean (y ocasionan por ende) sus propios habitantes; una nación cazada por la trampa que coloca el españolito de a pie; una España engañada por la mentirijilla del José, del Juan, del Manolo de turno, del caradura de toda la vida que ahora ha alcanzado sus mayores cotas de desvergüenza.
Drama, sí, pero no real en la medida que señalan las cifras de la EPA. Drama, sí, pero no en su totalidad y con esa oscuridad cegadora que provocarían seis millones de parados verídicos. De modo que España atraviesa un periodo que se podría denominar como 'Drama ficticio' o 'Drama de mentira', pues de lo contrario, de ser ciertos los datos publicados, ¿ustedes creen que el día a día del país sería como el que es? Merkel sabe la respuesta, de ahí su resistencia a dar cheque en blanco a quien, en pocos años, lo van a emborronar con tinta de la mala con nuevas conspiraciones, trampas y mentiras.
¿Han paseado por cualquier plaza de Sevilla, por las calles donde se encuentran los bares que ofertan las más sabrosas tapas de Ceuta, por la Puerta del Sol madrileña, por Las Ramblas y su teatro, han hecho cola en el supermercado de un barrio cualquiera de obreros de Albacete, Córdoba o Santander? Los bares están llenos, los coches nuevos aceleran con fuerza, siempre hay cola en Mercadona y el fin de semana de cine, viaje a la playa y gin tonic a diez euros, no faltan. Si acaso, dichas realidades han disminuido un tanto en la intensidad de la frecuencia sin que ésta haya derivado en la supresión absoluta: con un paseo ojo avizor bastaría para certificar y corroborar tales escenarios.
Si España tuviera seis millones de parados y todos los datos publicados fueran ciertos, hace tiempo que otra Guerra Civil hubiera estallado, que unos y otros se hubieran matado por un trabajo, por un pedazo de pan. Hace meses que no se vería lo que se ve. Drama, sí, pero no real en la medida que señalan las cifras de la EPA. Porque en España existe una brutal economía sumergida de la que, como insectos chupasangres, se aprovechan cientos, miles, millones de ciudadanos que, luego de cobrar gustosamente y adrede en dinero negro, exigen, a voces, y a veces con palos y hoces, transparencia a los políticos, a esa clase gobernante tachada de sucia por soez y bárbara rutina y que, piruetas de la vida, es perjudicada destacable de las zancadillas puesta por los propios ciudadanos.
¿No será que, como buenamente pueden, muchas de esas personas hacen trabajillos para ir tirando hacia adelante y alimentar bocas a la vista de que el mercado les impide acceder a él con todas las de la Ley y como manda el dios de la lógica? En un país serio compuesto por personas con credibilidad, sí, así sería en honor a la razón y a la verdad; en el cruel mundo y en la España de hoy en día, tajantemente no: el español medio, salvo contadas y honrosas excepciones, de esas que confirman la regla, siente una atracción superior a cualquier fuerza a la hora de cobrar el contante y sonante, sin que haya que declarar y firmar nada. La chapuza predomina sobre la profesionalidad. Trabajar y, justo al acabar la tarea, que la pasta esté ya en el bolsillo, sin contrato, sin cotizar, sin declarar. Para qué. Una realidad que también incumbe una crítica al empresario, autónomo o vecino que obre de tal manera y haga el juego a la infamia, que actúe al margen del bien del país y de toda moralidad, que contribuya, en definitiva, a que la economía se sumerja aún más en aguas de cloacas, que el vil metal se oscurezca tanto como la noche de los tiempos y que, paradojas, los más perjudicados sean los verdaderos parados, los desocupados honestos que no trabajan más allá de la línea que marca las reglas.