Con sorpresa y preocupación, leo en la prensa que en Málaga se registra un suicidio cada 48 horas. Dramático. Que, en concreto, el pasado año se quitaran la vida 172 personas y en lo que llevamos de éste la cifra se eleve a 164, es muy grave. Piénsese, por ejemplo, que si miramos una década atrás, en 2002 el número de suicidios era de sólo 70. Resulta así que en esa provincia se producen más muertes por esta causa que por accidentes de tráfico.
Lo peor del caso es que el problema no se circunscribe a Málaga o a la propia Andalucía, donde las cifras también son preocupantes. Las estadísticas han acabado por encender las alarmas también en todo el territorio nacional. El suicidio es ya la primera causa de muerte violenta en España, por encima igualmente de las de los accidentes de tráfico, constante que se da también en los jóvenes.
Es muy significativo que en países gravemente afectados por la crisis como Grecia y Portugal, el número de suicidios se haya disparado en los últimos años. A pesar de que algunos psiquiatras señalen como causas más frecuentes las enfermedades mentales, la depresión, la drogadicción o el alcoholismo, actualmente la desesperante realidad económica en la que se van viendo sumidos tantos españoles se ha convertido en una situación de riesgo que puede estar por encima de esas otras causas.
El agotamiento de las prestaciones de los parados, los desahucios, la ruina en la que casi de repente se ven algunas familias, la cruda desesperación ante esta crisis sin piedad o la mera falta de horizontes de futuro dibujan ya en el horizonte un serio panorama de consecuencias imprevisibles. Lo ha dicho la propia Organización Mundial de la Salud al señalar que “aproximadamente por cada uno por ciento de incremento del desempleo se traduce globalmente en el mundo desarrollado en un 0,8 por ciento del aumento de los suicidios".
En nuestra ciudad, afortunadamente, y pesar de sus devastadoras cifras del paro que la colocan a la cabeza de toda España, es de desear que nadie, en el colmo de la desesperación, decida atentar contra su vida. Las cifras, al menos en las últimas décadas, siempre han sido poco relevantes.
Particularmente me aterran los suicidios. Aun estando uno instalado ya en la recta final de su vida, no logro alejar de mi mente el horror y la tétrica imagen de aquella pobre mujer que, en 1954, tras arrojarse desde lo alto del edificio de Baeza, vi estrellarse contra el suelo, a escasos metros de mí, mientras yo jugaba en la plaza Azcárate.
Por entonces, además de las azoteas, los suicidas solían elegir el lugar conocido por el Salto del Tambor, en los acantilados del Hacho. Tantas criaturas decidieron acabar su vida arrojándose por aquella zona, que en momentos de tribulación o contrariedad, durante muchos años, era habitual oír en Ceuta aquello de:
-¡Estoy que me voy a tirar por el Salto del Tambor!
Frase prácticamente ya en el olvido, como los suicidios que tuvieron por escenario Peña Gorda, frente por frente a los bloques de Juan XXIII. El primero, en los años veinte, cuando un pescador que creía haber matado a su compañero de faenas, al que había derribado contra la roca tras una violenta discusión, decidió poner fin a su vida arrojándose al mar amarrado a un ancla.
Dos décadas después fue un camarero quien, tras entregar su ropa a un niño, se precipitó al mar desde la peña, pereciendo ahogado. Pasados unos meses lo intentaba también en aquel lugar una mujer tras seccionarse las venas, no logrando su propósito al ser rescatada, ya agónica, del mar. El último fue patético. Un chico que jugaba en la roca advirtió algo extraño en el agua y llamó a su compañero que estaba en la playa. Nada más llegar éste al lugar observó en la piedra la gorra y la ropa de su padre, al que, estupefacto, identificó después en el agua, deshaciéndose el crío en desgarradores gritos de dolor. Fue providencial la llegada de algunos vecinos para evitar que el chaval siguiese los pasos del padre, preso de su desesperación.
Un suicidio es siempre un hecho terrible que en ciudades como la nuestra, dada sus reducidas dimensiones, suele generar un fuerte impacto popular. Me resisto a recordar aquí los últimos, máxime si pienso en los sufrimientos y el dolor que sufre la familia de un gran amigo mío, cuyas heridas el tiempo no logra cerrar ni aliviar. La dura realidad de las actuales cifras de suicidios en nuestro país bien merece una seria reflexión. Bajo ningún concepto deberían seguir avanzando.
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