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Sólo se siente caer la lluvia ...

Qué se espera de un día de lluvia… Acaso esperamos la tristeza, la melancolía, la nostalgia… Qué esperamos de los días caídos en vendaval, cuando a ratos sale el sol, brilla un momento por un trozo de cielo añil, y  luego, vuelve a ocultarse entre nubes de guata grises y blancas… Qué esperamos nosotros, los que tomamos un transbordador en Algeciras y a golpe de timón y hélice, nos aventuramos de nuevo en nuestra ciudad a bebernos de un sorbo todos sus recuerdos…
Nada nos parece extraño y, sin embargo, todo queda lejano, como ausente, como diría Pablo Neruda en su poemario de  «20 poemas de amor y una canción desesperada». Cada balcón, cada portal, cada esquina, cada piedra de una calle cualquiera de esta ciudad, me trae el leve roce de un instante vivido en otro momento, de otro tiempo diferente… No son tiempos iguales o semejantes, pero son minutos de un reloj que ya han sido vividos y parecieran que retornan para ser sentidos en una nueva oportunidad.
Son los mismos pasos, los mismos caminos, la misma subida al Hacho, la misma lluvia que nos empapa y nos hace libre… O acaso es un abandono del alma a la marea del olvido   para que confundamos pretérito y presente, y no sepamos diferenciar la realidad de los sueños… Tal vez yo apuntara al abandono del alma a las cosas que no podemos aprehender  entre nuestros dedos, y así podemos dejarlas, casi sin pretenderlo, colmenera de las rosas primeras…
Se hace fuerte y se pronuncia el aguacero en la cuesta del Desnarigado; pareciera que por un momento el sol se ha extinguido y sus rayos se han desojado como una flor de cristal. Una nube negra, agigantada como un cerro, cae sobre nosotros con la furia de un animal sin freno; como si al dejar caer sus cántaras de agua aliviaran a los cielos de derrumbarse sobre las laderas de estos peñascales, que suben hasta el faro de punta Almina.
Truena  la tormenta;  un pino erguido sobre el corte de la carretera del monte, de tronco sinuoso, como labrado a corte de cuchillo, nos da cobijo por un rato de los azotes del viento achubascado. ¿Pasará la tormenta…? La lluvia arrecia y el cielo continúa encapotado… Todo se ha tornado gris, ausente la luz y el color… Sólo la lluvia habla su lenguaje de sonoridad infinita. Sólo la lluvia nos acerca a su rumor de siglos; de gotas de agua virgen que caen sobre los campos en una sinfonía  sin nombre que nos hace sentirnos cercanos a los misterios de la Naturaleza. Sólo se siente caer la lluvia…
Pasa la tormenta, se aclara el celaje, se copia trocitos de cielo añil; y el sol, aquí y allá centellea en una nube, en una colina parada, en un prado verde, en un pinar, en las piedras de las antiguas murallas,  en los cristales de la  atalaya  del faro… ¡Oh, sí, el sol centellea en los cristales del faro como si nos diera una señal, una  tregua, un aviso para guarecernos!…
Dejamos nuestro cobijo en el árbol, y subimos la cuesta camino de la ermita de San Antonio. Los veneros y las fuentes serpentean entre los helechos y las jaras,  y caen en caño sobre las anegadas cunetas. El agua fluye ladera abajo y, su rumor, como una caricia,   se siente eterno en el alma…
Este año es un mal  año para el secano;  los campos están secos por la falta de lluvia; y la escasez del agua hace que no encañen  los cultivos. Sin embargo, en los días de la Semana Santa las rogativas por la lluvia han terminado por abrir las compuertas de los cielos y, como en un milagro, en un nuevo diluvio, las aguas, ¡bendita aguas!, han caído en tropel, a raudales sobre los pueblos y los campos de nuestra geografía. Bien es verdad que las cofradías no han podido procesionar a sus pasos; y que ni la Amargura, El Descendimiento o el Silencio…han hecho su carrera por nuestras calles. Que ha habido desolación y lágrimas en los resignados cofrades que tendrán que esperar de nuevo un año. Un largo año… Pero la vida está llena de paradojas,  y en las lágrimas puras de los cofrades, llenas de sentimiento religioso por sus Imágenes, se encuentran un nuevo milagro…  Pudiéramos decir  que las lágrimas se han tornado lluvia, lluvia para que la vida renazca en una nueva comunión entre los hombres, su fe y la naturaleza.
Quién no tiene, como Ulises, una Ítaca; una isla perdida y mítica donde arrobar sus recuerdos… Todos soñamos con un lugar mágico, una Arcadia, un último lugar donde refugiarnos de los avatares de la vida y alcanzar que se diluya nuestra propia conciencia… Así, de tal manera, cada primavera regreso a Ceuta, y regreso como regresaban  las golondrinas a los nidos que ellas habían construido el año anterior bajo las balconadas del Palacio Consistorial…Y procuro regresar con algunos de mis hijos para que conozcan estos caminos en cuesta que suben hasta las alturas del Monte Hacho. Y haciendo la subida les relato aquellos otros momentos cuando mi padre terminaba su trabajo en el muelle Comercio, y me llevaba con él a dar la vuelta al Hacho. No hay nada de particular, ni extraordinario, sino sencillamente la admiración y el cariño que cualquiera de nosotros puede sentir por su padre…Yo le apuntaba que Joaquín era feliz y se sentía libre cuando hollaba estos paisajes de laderas verdes y abruptos acantilados que descienden verticalmente, sin transición, hasta  romperse en el mar…Y él me miró un momento, y me dijo: “Yo vendré un día también a este lugar, que tanto te gusta, y le hablaré a mi hijo de ti y del abuelo…”  Por un momento, no supe que decirle y permanecí callado; al rato le apunté: “Ojalá; ojalá, Jesús, tu hijo pueda sentir estas cumbres como nosotros…”
Qué misterio contienen estos eslabones de sentimientos… Cómo se detiene lo inescrutable  ante las sugerencias que salen desde el fondo del alma y se proyectan como figuras chinescas en el devenir de los hombres…Una palabra, un ademán, un gesto, un deseo…, y, sin saberse por qué, queda grabado,  como un hierro candente, en los anhelos  que hemos de realizar, obligatoriamente, para que termine de cerrarse el circulo de promesas que de padres a hijos se devengan en esta cadena interminable de la vida…
Hemos llegado al pie de la ermita de San Antonio; desde esta altura  EL Estrecho se anuncia majestuoso como un Dios griego. Una mancha azul, omnipresente, desde más allá de la punta de Benzú,  atraviesa el horizonte hasta que se pierde inalcanzable en la bruma que se emborrona  a levante. Gibraltar  se despeja al Norte. Unos cúmulos enamorados de la mañana rozan la frente de piedra de la Mujer Muerta.  Y ahí, justo a nuestros pies, ungida por los primeros rayos del sol, yace, aún mojada por la lluvia, la ciudad donde venimos a nacer…

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