Categorías: Opinión

Solidaridad fingida

La caridad, entendida como una actitud solidaria en el ámbito privado, que impulsa a socorrer de manera inmediata una necesidad cercana, es loable y saludable. Sin embargo, la caridad como expresión pública de vanidad resulta asaz repugnante. Esta modalidad de mofa social es muy antigua (ya en la España de la dictadura se hizo famosa la campaña “siente a un pobre en su mesa por Navidad”), lo que sucede es que se está extendiendo preocupantemente. Uno de sus exponentes más rutilantes son las “recogidas de alimentos” que se presentan como una prueba

irrefutable de la solidaridad y bondad ciudadana. Este tipo de espectáculos merece una reflexión.
En primer lugar, es preciso dejar sentado que la lucha contra la pobreza es la causa más noble en la que cabe enrolarse en estos momentos. Es desde todo punto de vista incomprensible e inadmisible que exista hambre en una sociedad que ha alcanzado un nivel de desarrollo económico como el que disfrutamos en la actualidad. Y sin embargo, sucede. Por ello, todo esfuerzo, individual y colectivo, orientado a combatir esta bochornosa lacra es encomiable y susceptible de reconocimiento. Pero no todas las conductas son igual de dignas o legítimas.
La pobreza es un problema político. Porque la asignación de recursos constituye uno de los ejes básicos (acaso el más importante) sobre los que se articula la organización social que determina la política. En España (y en Ceuta) existe hambre porque queremos que así sea. Nadie puede creer que sea consecuencia de la escasez. Basta con hacer un recorrido visual sobre  nuestra realidad más próxima para descartar esta hipótesis. Uno de los países más ricos del mundo tiene capacidad y mecanismos suficientes para garantizar una alimentación sana y equilibrada al conjunto de la población. No lo hacemos porque las prioridades de nuestros gobernantes, elegidos democráticamente, están en otro lugar.  Porque,  aunque duela la conciencia al reconocerlo, a la mayoría de los ciudadanos les importa muy poco el sufrimiento de quienes viven en la pobreza. Y por eso refuerzan con su voto, una y otra vez, una política tremendamente injusta que causa hambre y angustia. El ataque furibundo, tergiversando y ridiculizando la propuesta elemental de Podemos de implantar una renta básica universal, es un clara demostración de la profunda insolidaridad de los representantes del sistema corrupto dirigido por el capital.
Resulta hipócrita hasta la náusea lamentarse esporádicamente del estado de necesidad de las personas, y cuando se tiene la posibilidad de cambiar esta situación, aliarse con quienes la provocan. Recogiendo dos kilos de garbanzos no se alivia ningún remordimiento.
Nuestra Ciudad es un ejemplo nítido de esta repudiable burla. ¿Puede haber hambre en una población de ochenta y cinco mil habitantes en la que sólo el presupuesto del ayuntamiento supera los doscientos setenta millones de euros anuales? La respuesta racional es obvia. Y sin embargo, así es. El hambre sacude con fuerza a una parte muy significativa de nuestro pueblo. A pesar de lo cual, el Gobierno de la Ciudad se encuentra muy cómodo y relajado ante esta tesitura. No hace nada para evitarlo. Se muestra impertérritamente ufano de su gestión.  Y con él, aplaudiendo patosamente, los más de veinte mil votantes que lo apoyan invariablemente. Algún dato hiriente. Nuestro ayuntamiento gasta más en publicidad que en ayudas sociales. Así lo decide el Gobierno arropado por mayoría absoluta. Después de cometer esta atrocidad se enfundan una camiseta (eso sí, muy solidaria) se exhiben en la puerta de un comercio recolectando un saco de alimentos, y aparecen como infatigables luchadores contra el hambre en el mundo.
Quienes sustentan con sus decisiones una política infame que tolera el hambre no están moralmente legitimados para presumir públicamente de hacer caridad. Eso no se llama solidaridad, se llama cinismo vomitivo.

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