Si usted, amable lector, es de los que piensa que las navidades son unas fiestas maravillosamente entrañables, llenas de alegría y diversión, amor y fraternidad, en las que se reúne la familia en deliciosa armonía y concordia y son, en definitiva, los días más felices del año, le ruego no siga leyendo. Si realmente así lo cree, disfrútelas, se lo deseo de corazón. Aún le quedan algunos días. Pase a otro artículo y felices navidades.
Si por el contrario piensa que preferiría pasar esta época del año recluido en Guantánamo realizando trabajos forzados o secuestrado por las FARC en la jungla antes que padecer la parafernalia y rituales inevitables de tan señaladas fechas, tal vez encuentre algo de sintonía en este dramático lamento del que suscribe.
¿Qué son las navidades?
En teoría la festividad religiosa en que se celebra la venida al mundo de Jesucristo (que por cierto nació en verano del año 6 antes de Cristo, según han averiguado los estudiosos del asunto, pero claro, a ver quién es el guapo que se pone a hacer muñecos de nieve y pegarse atracones de pavo en plena canícula, así que nos apañamos como está). Pero, ¿quién se acuerda de eso? Más bien la gente se acuerda sin saberlo de Pepín Fernández, que hace bastantes menos años montó una pequeña sastrería en Madrid llamada El Corte Inglés, que cedió a Ramón Areces mientras él abría unos almacenes llamados Galerías Preciados, y después ya sabemos todos lo que pasó. Celebramos San Elcorteinglés, San Villancico, San Ildefonso del Niño, Santa Borrachera, San Alkasetzer y Santa Resaca del Niño Jesús. Y, por supuesto, Santa Visa Oro, mártir, muy mártir, pero no precisamente virgen.
Y si las navidades se redujesen a dos o tres días, pues vale, con paciencia y resignación se soportan como sea. Pero no. A mediados de diciembre empiezan sus negros augurios, pintados generalmente de rojo y espantosos angelotes mofletudos que iluminan las calles y fachadas. Las contribuciones de las navidades a la desesperación del ser humano más comedido son numerosas, pero me limitaré a señalar las más significativas.
Se suele empezar por la lotería. Lotería en el trabajo, en la tienda de la esquina, en el bar, en la parroquia, en la frutería, en el colegio de los niños, en el gimnasio, en la peña futbolística, en el puticlub…Y claro, hay que comprar velis nolis, no vaya a ser que le toque al cretino de Sisebuto el contable o a la bruja de Doña Consuelo la del cuarto, y yo me quede a dos velas. Eso sí que no. Y luego están las almas caritativas que, en un desprendido gesto de amor y generosidad, te regalan lotería. Qué alegría, olé, olé. Ahora me toca corresponder, comprar tanta lotería como he sido regalado y hacer lo propio. Hala, ponte a hacer la cola más larga y estúpida del planeta delante de la doña Manolita de turno y a repartir participaciones. En resumen: aborrezco la lotería, pero me he gastado medio sueldo en ella para acabar diciendo el día 23 aquello de “lo importante es que haya salud”, sentencia original donde las haya. Aunque sólo hay una cosa peor a que no te toque: que te toque el reintegro en el número al que has dado participaciones a 87 personas. Las consecuencias son sencillamente catastróficas. Ah, y los reportajes televisivos del día siguiente con los afortunados. Es difícil superar cada año lo hortera, casposo y chabacano del año anterior, pero generalmente lo consiguen. Muy meritorios los reporteros.
“Grandes almacenes comparables con desventaja a campos de concentración o vagones de ganado”
Luego suelen empezar las comidas y cenas de trabajo. Comidas de cuarenta, cincuenta, ochenta personas. Comidas de cuarenta, cincuenta, ochenta euros. Y hay que ir, claro, hay que ir, porque si no eres un antipático y un insociable. Las mujeres se barnizan y cuelgan abalorios y los hombres se encorbatan. Primero está la pelea por coger un puesto de forma que tus vecinos de mesa no transformen tu comida en una tragedia griega o en una tortura china. Después está el discurso y felicitación general del jefe, que aguantas estoicamente mientras ves con desesperación cómo las croquetas del aperitivo se enfrían y otros comensales disimuladamente ya están dando cuenta del jamón ibérico. A ti te pilla cerca del jefe y no puedes hacer las pertinentes maniobras, así que cuando acaba sólo quedan las croquetas. Frías, claro. El transcurso de la comida puede tener varios derroteros, entre los cuales ninguno se aproxima al éxtasis, no siendo infrecuente ni el peor contemplarte a ti mismo rodeado de ochenta personas, en otras ocasiones respetables y sensatas, beodas y desafinando con verdadera alevosía el chiquirriquitín, los peces en el río y joyas semejantes de nuestro acerbo tradicional navideño. Afortunadamente el rioja suele anestesiar bastante y de alguna manera nos hace inconscientes de lo patético del momento. La mañana siguiente ya es otro día.
Después vienen las compras. Grandes almacenes comparables con desventaja a campos de concentración o vagones de ganado, con la sustancial diferencia de que en los primeros acudimos de manera voluntaria, además de que se paga, y mucho, por la estancia, y suena con machaconería y crueldad el “campana sobre campana”. Encontrar en esos recintos de exterminio una empleada que te atienda es bastante más difícil que conseguir una cita con Nicole Kidman. Así que esperamos pacientemente entre el sudor general y el olor a choto, cargados de regalos, una larga cola para conseguir que la cajera, con prisas y malos modos, nos cobre y adelgace un poco más nuestra ya escuálida tarjeta de crédito. Y luego hacemos lo propio para que alguien nos envuelva los paquetes con papel de regalo adornado con papás noeles y estrellitas de colores. Con suerte, media hora más de “campana sobre campana”. Si cuando estás saliendo por la puerta entre empellones te das cuenta de que se te ha olvidado el regalito de tu sobrino Borja Luis, no son improbables los pensamientos suicidas.
¿Y que me dicen de las dos grandes e irremediables cenas? Ambas darían para una antología del sainete, desde la elección de la casa, el menú, los invitados, la vestimenta, los prolegómenos y el epílogo. Suegros, nueras, yernos, cuñados y demás parentela forman un contubernio a caballo entre “Aquí no hay quien viva” y el camarote de los hermanos Marx, si hay suerte y la noche no se pone lacrimógena. Superado el trago a base de tragos hay que volver a casa con una tajada respetable, pero con suficiente habilidad para ir esquivando petardos, adolescentes borrachos y botellas voladoras; qué noche tan bonita, la Nochebuena. La Nochevieja es parecida, con el agravante de tener que aguantar los resúmenes del año en televisión, la retransmisión de las campanadas por Ramón García (¡que espanto!), las burbujas de Freixenet y el conato de atragantamiento y asfixia tratando de engullir en un tiempo imposible doce uvas que han costado como doce bogavantes. Y después muchos más petardos, muchos más borrachos y muchas más botellas voladoras: no hay mejor forma de empezar el año.
Y no me ha quedado espacio para hablar de Papá Noel, el arbolito con sus bolitas, el aguinaldo, los Santos Inocentes, el nacimiento y los caganers, los polvorones, la subida del colesterol y el abultamiento de barrigas y michelines, de los Reyes Magos y sobre todo de la magia necesaria que éstos deberán realizar para evitar que la visa no se desintegre o fallezca por extenuación.
En fin, que si usted está leyendo estas líneas, consuélese pensando que este año lo peor ya ha pasado. Sólo queda Nochevieja, Reyes Magos y se acabó. Dentro de unos días estará usted de nuevo en el tajo, es decir, en la mismísima gloria. Habrá sobrevivido, un año más, a las entrañables navidades.
Genial descripción