Sin volverse locos: No se aceptan devoluciones

El cine en su fondo y el marketing en su forma son dos elementos indivisibles, para bien y para mal, del mismo paquete. Sí, es cierto que en un regalo lo principal es lo de dentro, pero nadie me puede negar que la apariencia, como en la vida misma, es ese primer vistazo que te empuja a acercarte o a torcer el gesto.

No se aceptan devoluciones viene con las etiquetas de ser el taquillazo visto ya por más de 25 millones de personas (!!) o de haberse convertido en la cinta de habla hispana más vista en los Estados Unidos; pero si no nos dejamos invadir por esa euforia inducida por las distribuidoras y nos paramos a pensar sólo un segundo (algo tan sencillo y necesario, y a la vez tan escaso), llegaremos a la conclusión de que no hay que volverse locos con las cifras, puesto que en México vive muchísima gente, suficiente como que para que algo exitoso aquí sea abrumador, y ya puestos, en Estados Unidos se comenta que hay unos cuantos mexicanos…
La propuesta aprovecha la popularidad que en ambos países tiene el cómico Eugenio Derbez, protagonista, director, montador, productor y tractor que tira de todo el tinglado, y lo coloca en la pantalla como un playboy con inexistente gusto estético (especialmente en temas de peluquería) e inexplicable éxito con la mujer que se le antoje. Su vida cambia drásticamente cuando una antigua “compañera de festejo” estadounidense le endosa a una hija cuya existencia desconocía y huye sin dejar rastro. Obviamente, tendrá que hacer modificaciones en su estilo de vida, y los cánones de cliché sensiblero de lágrima fácil establecido al que se agarra todo el tiempo el libreto obligan a que el amor del protagonista hacia su hija vaya aumentando hasta que el peligro de tener que “devolverla” amenace justo en la cúspide emocional. Y todo ello aderezado con algún que otro traicionero elemento lacrimógeno que aquí no mencionaremos por respeto al posible interés del lector por esta película que, todo hay que decirlo, tiene sus momentos (sobre todo al principio), se ve de forma agradable y se resuelve en lo interpretativo gracias a un omnisciente Derbez que va de menos a más.
Mención justa hecha a sus virtudes, este producto industrial hace aguas en su realización, montaje y aspectos técnicos, lo cual destapa las vergüenzas de alguien empeñado, peligroso es el ego de quien cree saber de cualquier materia, en hacer la totalidad del trabajo sin estar capacitado para ello. Comedia en suma previsible, dulzona y a ratos divertida, con aciertos evidentes, y muy poco arriesgada. Por ello hay que reiterarse en lo dicho al principio: no nos volvamos locos con el baile de cifras, que lo que funciona en un sitio no siempre funciona en otro. Imaginen lo que en Suecia o Azerbaiyán opinarán de nuestra exitosa Ocho apellidos vascos…

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