No fueron estos los únicos evacuatorios públicos con los que contó el centro urbano para facilitar a la ciudadanía aliviar sus necesidades fisiológicas en su tránsito por la calle. Más abajo, en la plaza de los Reyes, casi frente por frente a la iglesia de San Francisco, existieron otros similares, al igual que los del Paseo de Las Palmeras, cuyas huellas aún son perceptibles desde la avenida Juan Pablo II. Y si me apuran, todavía hay quienes recordamos también los evacuatorios que existieron donde aproximadamente hoy se encuentran las escaleras que bajan desde la Marina hacia el Poblado Marinero.
Unos servicios públicos perdidos incluso para las necesidades más fuertes, para las que allí estaba, servicial en su habitáculo, la señora que te daba la llave de la pieza correspondiente junto con el papel higiénico de rigor, con una sonrisa amable que pudiera acercarle la propinilla habitual. Unos servicios aquellos, vaya, modernos, limpios, amplios, confortables como en pocas ciudades se podían encontrar.
Recordar aquellas infraestructuras tan familiares y útiles en nuestro paisaje urbano no es con el ánimo de reivindicar su vuelta. Los tiempos son otros y el vandalismo, cuando no cualquier forma de inseguridad ciudadana tan presente en nuestras calles, podrían poner su punto de mira en esos excusados como ha sucedido en casi todas las ciudades. Si saco a colación esta estampa de nuestro desaparecido perfil urbano es por un tema de conversación en el que con cierta frecuencia me inciden dos amigos, conocidos empresarios ambos de la hostelería local, ante el problema que se les plantea con la utilización de sus servicios higiénicos por parte de personas ajenas a su clientela, a falta de instalaciones públicas de este tipo a las que recurrir.
“- Suma el gasto de agua de tanto utilizar la cisterna, el derroche de papel higiénico, la continua limpieza para remediar cómo nos los dejan algunos usuarios y, bueno, que no se sirva de ellos el drogadicto de turno… ¿Quién nos compensa de estos gastos?”, se lamentan.
Legalmente, me dicen, parece que a nadie se le pueda negar el uso de tales baños. Es más, algunos ayuntamientos sostienen que cuando conceden una licencia municipal para abrir bares o restaurantes, entienden que al ser públicos nadie te puede obligar a consumir. Tampoco parece resultar el letrero de “uso exclusivo para clientes”, ni negar la llave a los que no lo sean si estos están cerrados. Se ha dado el caso de municipios en los que se ha multado a establecimientos por haberlos mantenido clausurados o por recurrir al cartel de ‘averiado’ durante prolongados periodos de tiempo.
Más claro lo han tenido ayuntamientos de ciudades turísticas, como Fuengirola, al decretar que los aseos de los chiringuitos tienen el carácter de servicio público. Es decir, que deben estar a la libre disposición de cualquier ciudadano que así los requiera, según reza en las condiciones de adjudicación de los mismos y he tenido ocasión de comprobar personalmente.
No parece que prospere el recurso a las cabinas higiénicas en las calles, excepto para celebraciones multitudinarias. Menos aún si se ha de depositar la moneda cincuenta céntimos que en muchos casos se precisa para el acceso a las mismas, por lo que la corriente se desvía a los establecimientos de siempre.
En fin, cosas del progreso que diría Rafael Gibert, el legendario cronista ceutí de principios del pasado siglo. Viejos testimonios de una época y una vida ciudadana que no volverá. Sirvan para la curiosidad de las generaciones más jóvenes.
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