Opinión

Hablar bien está mal visto, por Javier Cornejo

Leí la semana pasada un buen artículo de Alex Grijelmo sobre algunas quejas que habían expresado algunos espectadores de la serie televisiva “La Peste” respecto a la pronunciación andaluza de sus actores, que al parecer dificultaba en ocasiones su comprensión a los hablantes de otras regiones de España.

Con buen criterio Grijelmo defendió el acento andaluz de los personajes de la serie, pues si es en ese territorio donde se desarrolla la acción parece lógico que los actores utilicen el habla propia de la región. Por otra parte el andaluz, además de sonoro y musical, es perfectamente comprensible para cualquier hablante nativo del español, como lo es el venezolano, mexicano o colombiano de las telenovelas que con frecuencia se emiten en nuestras televisiones.

En otras palabras, cualquier hablante de español es capaz de comprender el habla de cualquier región hispanohablante del mundo, siempre que se produzca en un registro relativamente neutro y los interlocutores posean una correcta dicción.

Respecto a este último punto –la dicción- me gustaría compartir con ustedes algunas reflexiones. Porque precisamente de la dicción venían las quejas de Grijelmo, y no del acento de los actores.

Hace no demasiados años se consideraba la impecable dicción un requisito fundamental para la excelencia de un actor, así como de otros profesionales que tienen la palabra frente al público una de sus herramientas básicas de trabajo: locutores de televisión y radio, políticos, conferenciantes, profesores, etc.

Lamento observar que, desde hace ya algún tiempo, se ha perdido el aprecio al buen hablar, a esa parte de la gramática ya casi olvidada conocida como prosodia y que antaño se estudiaba en la escuela primaria. Una lástima. El descuido de esta disciplina de la lengua –y muchas otras- es demasiado frecuente en presentadores de televisión que hablan de manera atropellada o en películas españolas con sonido directo en las que es necesario un verdadero ejercicio de concentración para entender algunas de sus frases.

Resulta paradójico que el español más claro y comprensible del cine se encuentre en las películas extranjeras dobladas, y que se entienda con más claridad a Javier Bardem cuando habla en su inglés con acento latino que cuando lo hace en su castellano materno con sus frases farfulladas entre dientes.

Los extranjeros dicen de los españoles que hablamos como metralletas, y no les falta razón. Lo hacemos –en general- a una velocidad endiablada, y con una cadencia tan lineal y plana que el sonido de una conversación entre españoles para alguien que no conoce la lengua es algo parecido a una ráfaga de ametralladora.

Para esta percepción hay fundamentos fonéticos (una mayoría de sílabas muy cortas con solo dos fonemas, poca variedad de sonidos vocálicos con preponderancia de la a, brevedad de la duración de las vocales, etc.), pero también hay otras razones que atañen al poco esmero que en general los hablantes damos a nuestra producción oral. Si solo de rasgos fonéticos estructurales de la lengua castellana se tratase, no se comprendería que el español de América resulte muchas veces más pausado y melodioso a oídos del extranjero, pues la misma lengua hablamos.

Tengo la impresión de que hemos confundido la naturalidad con el descuido, la espontaneidad con la vulgaridad y la precisión léxica con la cursilería. Hablar bien está mal visto en España.

Lo que en otros idiomas y en otros países, entre ellos los latinoamericanos, es un signo de elegancia y una inmejorable carta de presentación, en España puede considerarse como alarde de petulancia o un signo de afectación.

¿Qué sensación produciría ahora a un joven escuchar una retransmisión deportiva de Matías Prats padre? ¿O la locución radiofónica del gran José Luis Pécker? Con toda probabilidad serían tildados de pomposos y relamidos, pues nuestros jóvenes ya se han habituado a un registro léxico limitado y a una locución descuidada que tiene como principal pretensión la emulación del lenguaje de la calle, en una perversa inversión de roles.

Lo mismo cabe decir de los actores y actrices de los añorados Estudio 1 de mi infancia: Ismael Merlo, Luisa Sala, José Bódalo, Mercedes Prendes, los hermanos Gutiérrez Caba, Fernando Delgado, Pablo Sanz y tantos otros genios de la escena que probablemente no superarían hoy día un casting para hacer una película española. Hablaban demasiado bien, articulaban a la perfección, entonaban con maestría. Demasiado concienzudos en su oficio, demasiado pulidos y elegantes en la palabra. Demasiado buenos para unos tiempos en los que hasta en el lenguaje solo hay sitio para la zafiedad, la molicie y el desaliño.

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