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Ser español desde andalucía

El ser humano adquiere pronto el sentido de su identidad (el ego, lo mío…), pero tarda más en conocer los datos que la definen: ser miembro de una familia, de un pueblo, de una nación…; en suma, de comunidades que van de menos a más, como las muñecas encerradas en una matriuska. Yo, nacido en Ronda, adquirí la consciencia de ser español en Ceuta. Los territorios limítrofes son una buena piedra de toque para contrastar la nacionalidad. Durante la II República, aprendí en una escuela pública de niños, cuyo maestro era mi abuelo paterno (la de niñas estaba en la planta superior y la regía mi abuela), que España no limitaba al sur con el estrecho de Gibraltar, sino con el arroyo de El Tarajal, que la separaba de Marruecos, la nación vecina. En Historia de España, me enseñaron que la invasión árabe, en 711, no comenzó por Gibraltar y Tarifa, sino por la caída de la ciudad de Ceuta, de la Monarquía visigótica, bien fuese por la traición del Conde Don Julián o por la rendición de éste, que entregó la llave de la península. Supe también que la Reconquista de Ceuta fue hazaña de la Monarquía portuguesa, en 1415, setenta y siete años antes de que los Reyes Católicos culminasen la suya con la conquista de Granada. Aún más; que tras la muerte del Rey Sebastián I de Portugal en la batalla de Alcazarquivir (Marruecos), heredó el trono Enrique I y que, al fallecer sin hijos, se abrió una lucha dinástica de la que salió vencedor en Alcántara Felipe II de España, proclamado Rey de Portugal en 1580, con quien se unificaron los territorios de ambos Reinos; entre ellos, Ceuta. Sesenta años más tarde, en 1640, Portugal se subleva y se independiza del reinado de Felipe IV, mientras que Ceuta, por decisión plebiscitaria, continuó unida a la corona española. Su escudo y su bandera, de origen lusitano, conviven con el lema “Noble, Leal y Fidelísima” a España. Ante un mapa escolar que representaba las regiones y las provincias españolas, aprendí una geografía y una historia exponentes del acendrado “nacionalismo” español de los habitantes de aquella ciudad.
Una anécdota ilustrará este aserto. Un árbitro de fútbol de 1ª división, de Ceuta, del Colegio “Norteafricano”, declaró a la prensa que el campo en el que más le gustaba pitar era San Mamés, en Bilbao, porque cuando se equivocada en contra del Atlhetic, el público le gritaba: “¡Español!”. Es el más alto honor para un ceutí.
Vuelvo a mi enseñanza primaria. Aquella escuela nacional de la II República, en la que el crucifijo había sido retirado y el retrato de Alfonso XIII, sustituido por el de D. Niceto Alcalá-Zamora, cambió en el curso 1936-1937. Volvió a presidir el aula el Cristo crucificado; el retrato del Generalísimo Franco con capote militar y cuello de piel sustituyó al de Manuel Azaña. El himno de Riego fue reemplazado por la marcha real (“himno nacional”), entonado por los alumnos, con letra de Pemán, al iniciar la clase. La tricolor se cambió por la roja y gualda. El Estado y el poder político eran otros; pero la nación era la misma, seguíamos siendo españoles.
La nacionalidad es pertenencia a una nación, a una comunidad que procede de una historia común y, sobre todo, alberga un proyecto de vida en común, de futuro.
En otras lenguas, en otros sistemas, ese vínculo no se expresa por referencia a una nación (“nacionalidad”), sino al Estado (“Staatsangehörigkeit”, en alemán, por ejemplo).
El Estado no es sino la forma jurídica de una nación, y ésta, un concepto que le precede. Es la Nación Española la soberana y la que proclama su voluntad de consolidar un Estado de Derecho (Preámbulo de la Constitución española).
Aprendí en aquella ciudad y en aquella escuela a amar a España, a sentirme español, por encima de las vicisitudes políticas del Estado. Aprendí a leer y a escribir en “español”; por antonomasia, nuestra lengua común.
Pero cuando más español me he sentido ha sido como Embajador de España, en el reinado de Juan Carlos I, transmitiendo al mundo la convocatoria de la Exposición Universal Sevilla-1992, conmemorativa del V Centenario del Descubrimiento, e invitando a todas las naciones a reunirse en la plaza mayor de la Cartuja para rendir homenaje a la capacidad de la mente humana para el hallazgo, la invención, la creación. Se trataba de proyectar al mundo la imagen real de España, de su rico patrimonio histórico, de su auténtico presente y de su prometedora capacidad de futuro.
Me siento orgulloso de haber contribuido al buen fin de esa aventura, de haber representado a España en aquellos momentos históricos; pero, sobre todo, de ser español.

(*) Publicado en la edición de ayer de ABC de Sevilla

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