De nuevo este fin de semana regresarán las manifestaciones a Marruecos. Manifestaciones protagonizadas esencialmente por una juventud que pide cambios, que reclama avances y que clama libertades. No es tan distinta de la que hace unos años, en tiempos de don Paco, salía a la calle para reclamar lo mismo. Es la evolución de un pueblo, la protesta que va hilada al desarrollo y eso no hay quien lo pare. ¿Qué es lo que quiere el pueblo marroquí? Sencillamente que las riquezas que tiene su tierra no se la queden unos pocos, los de siempre. Esto es sencillo: si somos ricos, lo somos todos. Si el pueblo tiene trabajo, ¿por qué hay paro? Si el pueblo tiene riqueza, ¿a qué se debe esa opresión? Si se pueden conseguir mejoras, ¿por qué se mantiene un sistema corrupto, con una fuerza policial encargada de que sólo funcione para unos pocos? Las protestas englobadas en el llamado ‘Movimiento 20 de febrero’ no pararán. Esto no es un globo sonda, no son meros reflejos de otras revueltas en países hermanos. Son realidades, protestas, reclamaciones de un pueblo que ya ha hecho lo más difícil: salir a la calle y movilizar a hombres y mujeres enarbolando la misma bandera.
Pero no veamos Marruecos tan lejos de nuestros propios intereses. Toda sociedad necesita un cambio y sus gentes son capaces, llegado el momento, de reclamarlo, cada uno empleando la forma más adecuada. Aquí, en nuestra Ceuta querida, también hace falta una, vamos a llamarla evolución. Que la ciudad siga funcionando como un cortijo para uso y disfrute de determinados señoritos ha tenido su época. Ésta ya no es la ciudad de las grandes familias que se reparten el bacalao arrastrando con sus apellidos, de generación en generación, unos derechos como si se tratara de nobles intocables. Tampoco debe ser esa ciudad en la que los sueños de los chiquillos pasan por vivir del narcotráfico y sus delitos afines o meterse a funcionario vía enchufe o vía acercamiento a un partido político que me garantice una próspera jubilación.
Aquí no tenemos un Rey como tal que imponga sus leyes, ni unas fuerzas de seguridad capaces de la mayor de las represiones, ni una mezcla de poderes dominados por el mandamás: actor único para legislar, juzgar y mandar. Tampoco nos llevan a Los Rosales por críticar a quien en estos momentos manda en plaza. Pero eso no quita que tengamos nuestros propios obstáculos que se traducen en las mismas consecuencias: una juventud parada a la que le resulta imposible obtener un puesto de trabajo, un mercado en el que ‘los de siempre’ se reparten el poder, y una caza de brujas que no termina contigo entre rejas pero sí consigue hundirte en ese castigo moral y psíquico que se llama aburrimiento.
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