Secuelas del avispero de la inmigración

Europa se ha equivocado con la inmigración. La inmigración masiva es un avispero y quien meta las manos en ella saldrá picado. Y bien picado. La inmigración masiva es una pesadilla y Europa se está despertando de ese mal sueño, sueño que ha hecho trizas el famoso ‘crisol de culturas’, crisol que es –o era– la joya de la corona de los multiculturalistas. Casi todas, por no decir todas, las esperanzas salvíficas depositadas en la inmigración masiva a Europa han resultado ser fallidas. Pero para encarar el problema de la inmigración a Europa –ya que apenas hubo debate en sus orígenes– es necesario cargarse de ánimo franco y dejar a un lado el pensamiento políticamente  correcto y los eufemismos. Llamar a las cosas por sus nombres.
De entrada, la idea del multiculturalismo no ha proporcionado una solución al callejón sin salida de la integración de las minorías étnicas, sobre todo de la musulmana. En países como Francia y Gran Bretaña, la idea del multiculturalismo fue más efecto que causa del fracaso de la integración de esas minorías. Con razón decía Klaus Naumann, ya en 1990, que cuanto más se habla de la sociedad multicultural, más retrocede la invitación a la integración de los extranjeros. Tristemente habrá que apuntar que este multiculturalismo agresivo ha cercenado no pocas libertades que los europeos tiempo ha conquistaron. Según encuestas, el ciudadano europeo muestra un rechazo cada vez más enérgico contra la inmigración, sobre todo contra la islámica. Pero, eso sí, en público se ha vuelto más receloso y prudente para expresar ese rechazo. Escribe el periodista americano Christopher Caldwell que cuanta más inmigración ha recibido un país, más aumenta la antipatía hacia ella. Y añade que es evidente que la inmigración deja secuelas y que casa mal con los estados del bienestar con que se han dotado los países europeos.
El citado Caldwell sentencia que los recelos sobre la inmigración en general no son nada comparados con los recelos que inspira el islam en particular. El enfrentamiento no pocas veces violento durante casi milenio y medio –dice Caldwell– entre el mundo islámico y el cristiano se está reproduciendo en la actualidad. “El islam ha cambiado Europa”, y si es cierto que ha roto o al menos ha cambiado costumbres ancestrales, lo peor es que ha afectado a la esencia de Europa. El islam encaja mal con el laicismo europeo y no hay visos de que este último vaya a ganar la partida, avisa Caldwell. Así, sin paliativos, el islam presenta los problemas más graves de integración en nuestras sociedades. Insiste el propio Caldwell que la inmigración en general, y el islam inmigrante en particular, tienen el potencial de desencadenar huidas de los nativos europeos hacia Estados Unidos, Canadá o Australia. A tenor de lo expuesto, esta inmigración masiva a Europa presenta unos flecos indeseables que se han estado obviando, al margen de la parte económica: “los efectos sociales, espirituales y políticos de la inmigración son enormes y duraderos, mientras que sus efectos económicos son insignificantes e irrisorios”.
Políticos e intelectuales a la ‘violeta’ han soslayado el llamado “principio de precaución” por el que basta una duda razonable –no ya una evidencia incuestionable– sobre los riesgos de esta invasión para que se hubiesen evitado discursos estultos sobre el riesgo cero de una avalancha de estas dimensiones. Un hecho que se debe valorar en su justa medida es lo que se conoce como “incompatibilidad de culturas”, en otras palabras, la distancia cultural entre la sociedad que acoge y el inmigrante que llega (a España o a Europa). Españoles, italianos y portugueses, actores de la primera ola de inmigración europea, pertenecían a lo que se puede llamar “círculo cultural europeo”, hasta el punto de que apenas se les podía considerar portadores de una cultura extranjera. Más claro, había compatibilidad cultural entre los inmigrantes de las regiones subdesarrolladas de Europa meridional y la sociedad de acogida de la Europa desarrollada. No existía la suficiente distancia cultural entre meridionales y septentrionales. Sin embargo, no podemos decir lo mismo de esas otras inmigraciones que han llegado –y llegarán– a Europa: turcos, paquistaníes, norteafricanos y africanos de la negritud. No hay compatibilidad cultural. La distancia cultural entre estos inmigrantes y los europeos es enorme.
La conservación o acentuación de la heterogeneidad cultural –escribía también en 1990 Tobler Müller–, sellaría definitivamente las desigualdades sociales y la segregación cultural. Lo dicho por Müller se relacionaría con los estallidos de los guetos de africanos –musulmanes y subsaharianos, principalmente– en la ciudades europeas. Los planes de integración de inmigrantes han fracasado en todos los países europeos, fracaso que la llamada progresía achaca a defectos de esos planes de integración, pobreza, exclusión o cualquier otra causa que haya pasado inadvertida, pero, eso sí, se niega a ver más allá y a buscar otros orígenes. Lo cierto es que los europeos se sienten expropiados de lo que consideran suyo. La inmigración erosiona culturas autóctonas que han dado forma al carácter de la gente durante siglos. Lamentablemente. (Si quiere saber la verdad, amable lector, sobre la inmigración masiva en general y la islámica en particular a Europa, es imprescindible que lea “La revolución europea”, de Christopher Caldwell, ed. Debate. ¡Que no le engañen!).