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¿Se suicidan los animales?

Hace unos días, leyendo la novela “El Niño Pan” de Agustín Gómez Arcos, me encontré con un pasaje que me llamó extraordinariamente la atención. El escritor cuenta que los niños y adolescentes del pueblo (no dice el nombre del pueblo, pero es fácil adivinar que se trata de Enix, su pueblo, en la provincia de Almería), cuando encontraban un alacrán hacían una pequeña hoguera circular en cuyo interior, ayudados con palos y ramas, metían el bicho. Cuando el animal veía que no podía escapar y que iba a terminar abrasado, ocurría algo insólito: el escorpión inclinaba su aguijón sobre sí mismo, se pinchaba y moría al instante fulminado por su propio veneno. El suicidio era menos doloroso que morir abrasado.

Ese pasaje me ha llevado a la inevitable pregunta: ¿Se suicidan los animales o se trata de un caso aislado? La pregunta me parece importante porque, si la respuesta fuese afirmativa, demostraría que el suicidio no es una particularidad de los humanos, sino que está en la naturaleza y también la practican los animales o, al menos, ciertos animales. En mi época de niño, que también transcurrió en un medio rural, más de una vez ocurrió que, al levantar una piedra, me encontré con un alacrán, siempre con su aguijón erguido y dispuesto para el ataque. Mi respuesta también fue siempre la misma: aplastarlo con la piedra más grande que tuviese a mi alcance. Creo que los demás chicos del pueblo hacían lo mismo. A ninguno se nos ocurrió armar una hoguera para quemar el bicharraco. Ahora es demasiado tarde para hacer el experimento. Pero hay otro animal, la abeja, del que dicen que, cada vez que pica a alguien, muere poco después. ¿Otro suicidio? No creo que esto se pueda considerar suicidio; más bien hay que considerarlo como muerte en el combate. Tampoco se puede considerar suicidio la muerte de ciertos abejorros y otros insectos nocturnos que se lanzan hacia cualquier tipo de luz que ven en la noche y mueren abrasados. Como no tienen conciencia del peligro y no se lanzan con la intención de morir, sino embaucados por el embrujo de la luz, no se puede considerar suicidio.
Hay otros animales que, en caso de peligro, no se suicidan, pero sí son capaces de mutilarse. Esto ocurre con las lagartijas y posiblemente también con las salamandras. Con las lagartijas lo sé muy bien porque, en mi etapa de niño, jugando con mi amigo Sebastián, cogíamos lagartijas para emborracharlas metiéndoles una hebra de tabaco en la boca, pero a veces la lagartija lograba escaparse dejándonos en las manos la cola del animal que durante varios segundos todavía se movía convulsionada. Al final se quedaba muerta y todo un ejército de hormigas, que nadie sabía de dónde venían ni cómo se habían enterado que allí había una colita de lagartija, empezaban a devorarla. Días después veíamos pasearse por las rocas la misma lagartija con una colita diminuta que empezaba a crecerle y que al cabo de algún tiempo llegaría al tamaño de la que había sacrificado en su huída. Algo insólito que nos dejaba alelados porque jamás se da en los humanos: el que pierde un brazo no tiene la suerte de que le crezca otro.
Respecto a los otros animales –pájaros, ranas, insectos, etc.-, yo no he visto ningún caso de suicidio ni mutilación. Combates si he visto y he mantenido muchos, siempre contra las avispas. Tanto mi amigo Sebastián como yo les teníamos la guerra declarada porque las larvas de las avispas las empleábamos como alimento para nuestros pájaros. Eran pájaros que habíamos robado de los nidos y que nosotros teníamos que alimentar como mejor podíamos. Las avispas siempre se defendían con verdadero heroísmo y no era raro que al final del combate termináramos con una o dos picaduras. A pesar de todo siempre lográbamos hacernos con el botín del avispero dentro del cual iban las larvas de las futuras avispas, verdadero manjar para nuestros pájaros. Antes de comenzar la batalla nos surtíamos de sendas ramas de retama con las que hostigábamos a las avispas que se lanzaban en picado contra nosotros. Algunas caían al suelo atontadas, debat i éndos e entre la vida y la muerte. Mi amigo Sebastián aprovechaba que estaban malheridas y no podían volar para observarlas y saber qué avispas eran machos y cuáles eran hembras. Trabajo en balde: jamás logró averiguarlo. Otra de sus hazañas era cortarles con la navaja el aguijón y convertirlas en dóciles animalitos. Él solía repetirlo: “Una vez que le arrancas el aguijón la avispa se hace más mansa que un cordero”. Era verdad. Podíamos jugar con ellas, pasearlas por los brazos o piernas que no hacían nada. Algunas lograban rehacerse y tomaban el vuelo, pero no iban muy lejos. Para evitar que alzaran el vuelo había una solución muy sencilla; arrancarles las alas, al menos una de ellas. Sin aguijón ni alas a las avispas no les quedaba más opción que quedarse a jugar con nosotros. Mi amigo Sebastián era un experto en el tema de las avispas y, según aseguraba, todas eran hijas de puta. La verdad es que ni él ni yo sabíamos muy bien en qué consistía eso de ser puta y mucho menos cómo podía ser que esas mujeres tuviesen el don de parir avispas, pero lo que sí sabíamos muy bien es que esa expresión era un insulto y, después de los saetazos que habíamos recibido, eso nos bastaba. Era la mejor manera de vengar las picaduras que siempre sufríamos al robar los avisperos. En todos los demás escritores que hasta ahora he leído no he encontrado la menor alusión a suicidio de animales ni yo he presenciado ninguno. Sin duda por eso me ha llamado tanto la atención esta página de Agustín Gómez Arcos. Es posible que científicos y animalistas recuerden otros casos parecidos al del alacrán. El mundo está lleno de sorpresas.

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