Categorías: Opinión

Se puede (y se debe) echar al PP

Nuestro país se encuentra en un momento especialmente crítico.

La derecha española, retrógrada y reaccionaria en su grado más extremo, ha desencadenado un proceso subversivo de demolición de la dimensión social del Estado de Derecho que amenaza con cambiar nuestra forma de vida para las próximas décadas. Pertrechados en una mayoría absoluta ilegítima (obtenida a través de una campaña de engaño masivo), que ejercen con inmisericorde brutalidad, están desactivando todos los mecanismos de cohesión, desmantelando los sistemas de protección y pulverizando los derechos individuales y colectivos que nos otorgan la condición de ciudadanos. Este diabólico plan no es una respuesta a la crisis económica, como pretenden hacernos creer. Esta es la gran falacia que tenemos la obligación de desmontar. La crisis, o mejor dicho el miedo que ha generado la crisis, es la perversa coartada que utiliza la derecha tradicional (agazapada y avergonzada durante muchos años por el fuerte rechazo de la inmensa mayoría de la población) para imponer su trágica forma de pensar sin provocar una revolución cruenta. No hay paradoja más cruel que ver a infinidad de trabajadores y trabajadoras prestando su voto para destrozar con él sus propias vidas. Todo cuanto está sucediendo emana del principio fundamental que inspira y sustenta a la ideología ultraconsevadora. Para ellos, la igualdad es irrelevante e incluso nociva, la justicia social innecesaria, y la solidaridad una virtud que se desarrolla en el ámbito privado. Es la persona reducida a mercancía y sometida, en todas sus facetas, a las leyes del mercado. La ley del más fuerte elevada a la categoría de sistema político y llevada a sus últimas consecuencias. Así lo están ejecutando con calculada determinación. No podemos permitir que la amnesia se convierta en aliada de los destructores. En apenas tres año han conseguido dejar indefensos a todos los trabajadores (se salvan por el momento, aunque con matices, los empleados públicos). Lo que ellos llaman eufemísticamente “reforma laboral” es en realidad “abrir la veda a la explotación”. Han abolido en la práctica todos los derechos laborales. Aunque permanezcan escritos en el papel no hay quien se atreva a exigirlos. La relación entre empresario y trabajador está absolutamente desequilibrada. Todo para unos, nada para otros. Hoy, quienes tienen acceso al mercado laboral lo hacen en unas condiciones de precariedad e inseguridad que sonrojarían a cualquier persona decente. Se cae el alma a los pies al ver a esos jóvenes magníficamente preparados, ilusionados, y con ansias de futuro, trabajando con contratos temporales durante diez horas al día por quinientos euros al mes. Y en silencio. Con miedo a perder lo poco que tienen. No hay derecho. No se puede condenar a una generación entera (y a las sucesivas) a vivir de esta manera. No existen razones económicas que justifiquen esta situación. Es mentira. Es implantar la explotación en su grado máximo como relación laboral común para goce y disfrute del gran capital (ahora le llaman mercados). Y lo hacen convenciendo a los propios trabajadores de que “no hay otra política”. Hierve la sangre. No podemos olvidar el cambio radical del concepto “servicio público”, concebido originalmente como la expresión material de los derechos básicos de los ciudadanos que ahorman una sociedad democrática. Ahora son negocios privados a los que tendrán acceso las personas según su capacidad económica. Dejar morir a personas por carecer de recursos económicos es terrible. Eso pasa, hoy, en nuestro país. El profundo cambio en el modelo educativo se entiende en esta misma dirección. Ya no se concibe la educación como un instrumento eficaz al servicio de la igualdad de oportunidades, y de desarrollo personal, sino como una competición rentable en términos económicos. No se trata de educar ciudadanos sino de adiestrar piezas del engranaje productivo. El sistema se orienta para los que “valen” (o pueden pagar), el resto queda desplazado, como personas de segunda categoría condenadas de por vida a la marginalidad. Iniciativas tales como “las devoluciones en caliente” (repeler por la fuerza a inmigrantes sin respetar sus derechos) o la “ley mordaza” (impedir a los ciudadanos expresar libremente sus opiniones) son otros claros ejemplos de esta terrorífica involución en la que estamos inmersos. Las elecciones generales que se avecinan no son un proceso electoral más al uso. Estamos ante una encrucijada de alto valor cualitativo. Porque está en juego, más que un gobierno o unas medidas concretas, una forma de entender la sociedad. Por ello, para todos los demócratas, la prioridad única e incuestionable, es desalojar al PP del poder antes de que el destrozo sea irremediable. Ante un ataque tan virulento a los derechos ciudadanos, que conlleva la destrucción de un modelo social basado en la solidaridad, no caben excusas, ni sutilezas ni matices. El deber moral de cada ciudadano y ciudadana (incluidos los ceutíes) en esta dramática coyuntura es preguntarse qué puede hacer él para echar al PP del poder. Ceuta también tiene contribuir (aunque modestamente) a recuperar derechos y libertades. Hay en juego un solo diputado (y dos senadores). No existe proporcionalidad alguna. O se gana, o se pierde. Y ahora tiene que perder el PP. Por el bien de todos. En las últimas elecciones celebradas (europeas y municipales) se han quedado lejos del cincuenta por ciento de los votos. Se puede. Tenemos una oportunidad cierta que no podemos desaprovechar. Sería imperdonable. Todos tendremos que sacrificar algo. Probablemente las diferencias entre los potenciales compañeros de viaje sean importantes y subsistan. Todos podrán encontrar argumentos solventes para justificar el disenso. Pero debemos tener muy claro que todo lo que no sea concentrar el voto para echar al PP, es apoyarlo par a que se mantenga en el poder y continúe causando estragos. Si alguna vez en la historia política reciente la prioridad por excelencia ha sido evidente, es ahora. Primero, echar al PP, después, ya se verá.

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