No hace falta más que asomarse a las páginas de la prensa de Ceuta, al igual que a la mayoría de los demás periódicos, para darse enseguida cuenta de que estamos ya en campaña preelectoral. Se ve en todo el empeño, el ahínco y la desfachatez que ponen entre sí la mayoría de los políticos de partidos oponentes para acusarse, denunciarse, zaherirse, insultarse, descalificarse y estar todos los días enzarzados unos con otros
haciéndose la guerra sin cuartel. Da igual que pertenezcan a una u otra formación, porque casi todos son iguales; lo importante es enseñarse los dientes y pelearse entre sí a modo de como si fueran gallitos de corral, cada uno luchando por afianzarse en su territorio y de conseguir el escaño en defensa de sus propios intereses, que es lo que más les interesa. Si todas esas fuerzas y esos ímpetus que ponen en pelearse los pusieran en la defensa y consecución de los intereses generales de la colectividad, qué bien íbamos a vivir y qué contento nos íbamos a poner los sufridos electores, los ciudadanos, el pueblo llano y toda la gente ingenua que de buena fe una y otra vez volvemos a confiar en tantas promesas como nos hacen cuando llegan las elecciones y vamos a votar.
Decía Plutarco que un buen político debe utilizar siempre cierta dosis de ironía al debatir con los demás, añadiendo que Cicerón cuando hablaba golpeaba a sus adversarios con frases hirientes; pero, eso sí, nunca eran ofensivas, ni calumniosas, ni insultantes. Y esa forma elegante, aunque satírica y punzante de expresarse los políticos, no era exclusiva de los clásicos de aquel remoto pasado, sino que entre nuestros políticos españoles se vino conservando hasta el siglo XIX y ya bien entrado el XX, que tuvimos magníficos oradores, perfectos dominadores de la retórica, de la sátira sagaz y el ingenio locuaz, siempre enmarcada dentro del contexto de la educación en el porte y en el fino decir. Eran perfectos señores en el dominio de la dialéctica política, siempre sabiendo ser y estar. Por citar sólo a algunos de los exponentes más claros de lo que digo, ahí tenemos al extremeño Donoso Cortés, que en el hemiciclo del Congreso hacía temblar a la mayoría de sus oponentes, o Argüelles, también llamado “El Divino” en la palabra, que estuvo preso en Ceuta, y era mordaz y temido cuando se hallaba en el uso de la palabra. O ironistas de la talla de Osorio y Gallardo, que en una ocasión que defendía una interpelación contraria a un proyecto de ley de divorcio, dijo: “Yo no me opongo a la disolución del vínculo, pero ¿y los hijos, qué vamos hacer con nuestros hijos?”. Y el Diputado Pérez Madrigal le replicó: “Por de pronto, al de su señoría lo han nombrado ya subsecretario”. O Juan de la Cierva cuando hablaba esgrimiendo un argumento que no era del agrado de su homónimo Sánchez Guerra, que le espetó: ¿qué se puede esperar de su señoría, si es diputado por Mula?. Y el primero le replicó: “Pues anda, que de su señoría que lo es por Cabra”. Y Azaña al reprender a un diputado que dijo una grosería, le dijo: “Perdone que me sonroje en nombre de su señoría”.
Y bien, lo que con ello se quiere poner aquí de manifiesto es que ahora se usa y abusa sistemáticamente y en extremo de la demagogia, de la crispación excesiva, promoviéndose inútilmente demasiada acritud, sobrada tensión, excesiva ordinariez y extremada grosería en el debate político al abordar las distintas cuestiones que han de tratarse en los distintos foros públicos. Y es que creo que, sin ninguno renunciar a sus principios, creencias y programas, todos deberían ser más comedidos, más elegantes y más educados, a la vez que poner bastante más empeño en cumplir más y mejor todo lo que prometen, así como velar más por el bien de la cosa pública a la que se deben y de los ciudadanos a los que deberían servir, en lugar de tanto vociferar para ofenderse e insultarse mutuamente, olvidando que sólo por el mínimo respeto que deben al pueblo que les ha votado, e incluso por respetarse a sí mismo, deberían ser mucho más moderados y bastante más prudentes, en lugar de llevar al foro sus rencillas personales y los trapos sucios para tratar de tapar detrás del enfado, del mal humor o de la animadversión verdades como puño, politizando todo allí donde deberían de dedicarse a la solución objetiva e imparcial de los verdaderos y auténticos problemas que aquejan a los ciudadanos, que para eso es para lo que han depositado su confianza en ellos, y para servir a los intereses generales de la comunidad, que en muchos casos lo único que hacen es agravar los problemas o crear otros nuevos allí donde ni siquiera los había, o aprovechándose del dinero público en los casos de tanta corrupción como a diario estamos ya viendo, que resulta de todo punto impresentable y vergonzoso, aun cuando todavía queden políticos activos y honrados.
Cada uno, en uso de su legítimo derecho de expresión y de opinión, es muy libre de manifestar sus ideas, sus postulados políticos y de defenderlos ardorosamente, porque ello es producto de la libertad del ser humano en una democracia. Pero ningún derecho es ilimitado y todos deben ceder allí donde se comience a lesionar o menoscabar los derechos y libertades de los demás, que unos y otros deben ejercerse siempre sujetándose cada uno a la legalidad y a los límites que imponen la sana moral y la pacífica convivencia; nunca a base de bochornosas expresiones, de escandalosos insultos e incluso de innecesarios improperios y hasta pataleos como suelen formarse a veces cuando se está deliberando, debatiendo o interpelando en los distintos foros, porque a todos nos corresponde guardar las formas y la compostura, utilizar buenos modos y maneras y saber estar a la altura de las circunstancias. No se imaginan los políticos el mal ejemplo que dan y lo mal que nos sienta a los electores y a los ciudadanos en general el ver que tantas veces se insolentan los políticos, normalmente, para reprocharse unos a otros lo que cada uno es o hacen ellos mismos, porque no hay cosa más ridícula y vergonzosa que la oposición culpe al gobierno de lo mismo que luego ellos cuando están gobernando, y viceversa. Y desde luego, cuando más votos pierden los políticos y los partidos es cuando se enzarzan entre sí dando el espectáculo a base de estar constantemente echándose a la cara el consabido “y tú más”, ya tan manido. Y, también, cuando los ciudadanos ven que se les engaña y que tantas veces las promesas electorales han de verlas incumplidas. Así la política y los políticos se devalúan y nada tiene de extrañar que los ciudadanos sientan cada vez más desafecto y aversión hacia los mismos, y que cada vez voten menos, porque el pueblo está ya harto y hastiado de tantos desafueros como muchos políticos cometen, dejando a salvo los que son honestos.
Enseñan los textos de Derecho Político que “la política es el arte de lo posible”, cuya frase unos atribuyen a Aristóteles, otros a Maquiavelo y también a Bismarck; pero uno cada día se convence más de que, en general, la política es el arte de decir mentiras y de incumplir promesas a sabiendas de que lo que se dice y de lo que se incumple, dado que lo más importante para los políticos es la lucha por el poder, ganar el escaño, y luego olvidarse de todo hasta dentro de otros cuatro años. Nos lo dejó dicho muy bien en verso el poeta Gabriel y Galán: “Nunca semilla bendita/ viene su mano sembrando/ torpe cizaña maldita/ suele venir derramando/ ¿Os extrañáis si no digo/ por vuestro bien e interés/ el nombre de ese enemigo?/ Pues la política es/ La política de ahora/ que al bien ajeno no aspira/ la política traidora/ que es una inmensa mentira/ Viene promesas haciendo/ que nunca piensa cumplir/ favores viene pidiendo/ mentiras viene a decir”. Y en política, necesariamente debe haber una oposición que vigile y controle a quienes gobiernan, para que éstos no hagan todo lo que quieran, sino sólo lo que deban. Pero lo que no se puede hacer es politizar y politiquear todo, querer meter baza y sacar partido o provecho propio de todo aquello que a los políticos interese. Ya escribí otro día sobre lo bien que funcionaron y las muchas obras sociales buenísimas que hicieron las Cajas de Ahorro mientras estuvieron dirigidas y controladas sólo por sus técnicos profesionales, hasta el momento mismo en que se les dio cabida en las mismas a políticos, empresarios y sindicalistas. Ahí fue donde comenzó su desbarajuste, mangoneo y fracaso que conocemos, hasta la intervención de la mayoría por el Estado.
Mas en todas las facetas de la vida, en las relaciones personales, en las familiares y más todavía en política, hasta es bueno que se dé el disenso y la confrontación hasta lograr el acuerdo, porque así se promueven el diálogo, el debate, la deliberación, se perfilan las posturas y se tienen más en cuenta las distintas ideas y los diversos criterios, porque gobernar debe ser en buena parte negociar, tratar de entenderse y participar para poder lograr acuerdos, para lo que se necesita mucho saber transigir, ceder unos y otros en cuanto sea posible para así limar asperezas, lograr entre todos la concordia y la paz social en la medida de lo posible. Y cuando eso no se consiga por ser imposible, al menos no insultarse, ni ofenderse ni descalificarse sistemáticamente unos a otros. Decía Antonio Machado en su libro “Juan de Mairena”, que “por mucho que valga un hombre, no es más hombre que otro hombre”. Y, desde luego, ningún político va a ser más que otro por disentir gritando a voces, por denunciarse, calumniarse u ofenderse entre sí sin un motivo ni razón claros, por comportarse con arrogancia y desprecio hacia los demás y por querer aplicar el viejo axioma de “o estás conmigo o contra mí”, o “quien no piense como yo está contra mí y es mi enemigo”, porque en la vida muchas veces por distinto camino se puede llegar de buena fe a la misma meta.
Y, hombre, sin pretender dar lecciones de nada a nadie, a ver si por lo menos podemos ser civilizados y respetarnos más los unos a los otros, porque a veces nos ofuscamos y la pasión nos borra el conocimiento y nos complicamos la vida de forma estéril, muchas veces sin motivo ni razón, más que nada, por no dar el brazo a torcer. Y la soberbia y la ira suelen ser malas consejeras. Lo mejor es ser prudentes, sosegados, usar del juicio sereno y ponderado y tratar de hacer el bien y evitar el mal en cuanto se pueda en esa sugestiva tarea pública de servir en beneficio de la colectividad, procurando el bien a los demás e ir por la vida con la conciencia tranquila y la cabeza alta, para poder sentir la íntima satisfacción del deber cumplido, aunque como humanos que somos alguna vez incluso de buena fe también nos equivoquemos.
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