Los más veteranos de nuestra ciudad recordarán cómo los rebaños de cabras recorrían nuestras calles para dispensarle la leche a nuestras madres a las puertas de nuestros domicilios. Los rebaños se guardaban en las cabrerizas que estaban en el entorno de la barriada Príncipe Alfonso. De allí salían los rebaños y recorrían todas las calles vendiendo la leche hasta que se agotaba el producto para volver a las cabrerizas de Príncipe Alfonso.
Durante décadas bebimos leche gracias a varias generaciones de cabreros, como los hermanos Cervera, los Calaos y otros muchos que se dedicaron a la explotación de este ganado.
Un trabajo muy esclavo con el que se ganaron la vida hasta que llegaron las leches envasadas y acabaron no solo con las cabras, también con nuestra fábrica de leche de nombre leche Almina, pero conocida comercialmente como la Vayavaca, que transformaba la empresa CRISA, ubicada junto a los garajes de los autobuses locales.
Finalizado esta explotación como negocio varias personas se dedicaron a pasear y cuidar cabras de particulares a los que les cobraban una cuota mensual por cuidarlas.
Una vez acabado el paseo, cada propietario recogía a sus animales en la barriada de Príncipe Alfonso y se las llevaban a las cabrerizas improvisadas en las proximidades de sus domicilios. Una anécdota o situación que se habrá dado en pocas ciudades, pero que en esta tierra era una realidad cotidiana hasta bien entrado los noventa.
Uno de estos entrañables cabreros fue Yivilo, un anciano que paseaba las cabras por los montes de los fuertes de Mendizábal, Piniers e Isabel II dando charla y compañía a los guardias civiles que recorrían esos montes a pie. Un hombre muy querido y apreciado por todos los guardias civiles y como curiosidad negaba que el hombre hubiera llegado a la luna, además de estar dispuesto a hacer cualquier favor, eso sí, jamás aceptaba propina o regalo alguno.
“No somos tan distintos, lo que han cambiado son los tiempos y las circunstancias”
Una labor que también realizaba, Antonio el cabrero, como se le conocía, también de avanzada edad que dedicó toda su vida a este trabajo. Ellos decían que eran paseadores de rebaños, porque las cabras y corderos no eran de su propiedad.
Titulaba este artículo con el nombre de ‘Se acabaron las cabras, no los cabreros’, porque al fallecer estas dos personas entrañables, nadie se dedica en nuestra ciudad a explotar rebaños y, mucho menos, a cuidar estos animales por unos pocos de euros. Sin embargo, la costumbre de criar corderos o cabras para el mes sagrado de Ramadán está presente en nuestra ciudad.
Una costumbre que en estos tiempos se hace casi imposible, porque nadie las cuida y salen solas a pastar y, por tanto, con una alta posibilidad de provocar un accidente, además de saltarse las normas de control sanitario de estos animales en nuestro país.
Nadie debe asustarse por ver unas cabras paseando por esa zona, como tampoco se asustaban nuestros vecinos cuando criábamos gallos o gallinas en nuestros patios para matarlos en Navidad.
No somos tan distintos, lo que han cambiado son los tiempos y circunstancias. Ese es el mensaje que quiero transmitir a los que despotrican, se asustan o aprovechan unas pocas cabras para señalar determinadas costumbres que antes también eran nuestras.
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