La vida pública de nuestra Ciudad se ve afectada por una serie de patologías de enorme calado que desbaratan el orden democrático, generando esperpentos que serían inconcebibles en condiciones normales. La democracia es un régimen de opinión pública, de tal suerte que la valoración social de los hechos actúa como amenaza (en caso de reprobación) o estímulo (en caso de aprobación) para las instituciones de poder. En consecuencia, cada formación política con tareas de gobierno se siente impelida a caminar por la senda que traza el interés general conformado por el criterio de la mayoría; so pena de ser sancionado electoralmente. Este mecanismo ha quedado inoperante en Ceuta. El PP sabe que haga lo que haga ganará las elecciones. El PSOE sabe que haga lo que haga, perderá las elecciones. Los ceutíes, mayoritariamente embargados por un sentimiento atávico de autodefensa ante la temida “invasión musulmana”, votan al PP independientemente de la gestión que desarrolle. Esta doble y complementaria convicción suprime el indispensable componente de responsabilidad que debe orientar el proceso de adopción de decisiones políticas. Vivimos bajo el imperio de la indiferencia.
Este fenómeno es el que explica situaciones como la que se está sufriendo el sistema educativo en Ceuta.
Los datos de escolarización en educación infantil son espeluznantes. En el primer tramo (de cero a tres años), la oferta de plazas públicas a penas alcanza un vergonzoso cinco por ciento del total. Las escuelas privadas, con precios prohibitivos que rondan los ciento ochenta euros mensuales, están fuera de las posibilidades de las economías modestas, a cuyas familias sólo les queda el recurso de los abuelos, como en tiempos pasados. Un simple vistazo al resto de comunidades autónomas provoca una fulminante depresión. El Gobierno de la Ciudad sólo ha conseguido, hasta la fecha, cerrar una de las dos guarderías (nomenclatura antigua) que les transfirió el estado hace veinte años y pedir un local prestado a la iglesia para reubicar provisionalmente al alumnado. El Ministerio de Educación se limita a decir que envía ochenta millones de pesetas anuales al ayuntamiento para esta finalidad; pero que no sabe lo que hacen con ese dinero.
El segundo ciclo (de tres a seis años) es un perfecto desastre. A pesar de que el máximo recomendable son veinte alumnos por aula, todas las unidades superan los veinticinco alumnos. Veintisiete, veintiocho… y subiendo. Sardinas en lata. Una monstruosidad que impide educar a los niños y niñas con un nivel mínimo de atención y calidad. Máxime teniendo en cuenta que, en muchos casos, los educandos presentan serias deficiencias en el manejo del lenguaje que dificulta aún más la labor docente. El Ministerio de Educación tiene organizada una portentosa maquinaria de fabricar fracaso escolar. El inquilino de la Dirección Provincial es un incompetente incapaz de arbitrar ni una sola medida útil para resolver los problemas. Tampoco le preocupa. Él está disfrutando su periodo de turismo institucional al que se ha hecho acreedor por estrictas razones de amistad personal, y no se va a dedicar a incomodar a sus valedores, entre otras cosas porque lo pueden cesar. El gravísimo mal endémico que supone la insuficiencia de la red de centros se perpetúa ante una irritante e irresponsable pasividad. Durante los diez años del mandato de Juan Vivas no se ha construido ni un solo colegio de primaria. El Ministerio alega que el ayuntamiento no cede las parcelas necesarias. Es verdad. El origen de esta decisión está en la condescendencia y connivencia, cuando no complicidad, del PP con los especuladores inmobiliarios. En nuestra ciudad se han construido, y se están construyendo, muchas promociones de vivienda que deberían ir acompañadas de cesión de suelo para equipamiento; pero ello supondría obligar a los grupos promotores a renunciar a una importante cifra de negocio (no es lo mismo el valor de suelo para uso residencial que para uso dotacional). Conflicto de intereses que se resuelve a favor de los particulares.
La conclusión es que una etapa clave en la formación del alumnado se imparte en condiciones de infame precariedad. Con el agravante de que sus efectos son acumulativos, proyectándose en el futuro inmediato en los niveles superiores. Lamentablemente, tampoco se produce una contestación social acorde con la dimensión del destrozo. A una parte muy importante, y sobre todo influyente, de la sociedad no le importa que la ratio de alumnos por grupo se dispare a condición de que en la clase de sus hijos no haya musulmanes. A otro sector, igualmente nada desdeñable, tampoco le afecta la masificación con tal de que sus hijos estén escolarizados, sin importar el cómo.
Los profesores se quedan solos en su pretensión de que la educación sea un servicio público prestigioso y apreciado por la sociedad, intentando suplir con abnegación, no exenta de desesperación, la supina desidia de las administraciones concernidas.
Dentro de quince años, Ceuta agudizará su lamento. Nuestro diferencial de fracaso escolar habrá aumentado espectacularmente, y la población activa local batirá marcas negativas de baja cualificación. Pero entonces, quienes ahora nos gobiernan ya estarán jubilados y vivirán felices, fieles a uno de los principios más extendidos entre la clase dirigente de Ceuta: “El que venga detrás que arreé”.
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