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San Antonio de Padua y Ceuta

La festividad de San Antonio de Padua que, como es más que conocido en Ceuta, la imagen de este Santo y su ermita del Monte Hacho, cuentan entre los ceutíes con una antiquísima y honda tradición, a la vez que también son aquí objeto de fervoroso culto y profunda devoción. Pero también lo es en todo el mundo cristiano, que por eso se le conoce como el “Santo popular”, por su ejemplo vivo de santidad, rectitud, pobreza,  renuncia, generosidad, acercamiento y servicio a los menesterosos y necesitados y, en general, hacedor del bien a los demás, que son todas virtudes que dictan hoy mucho de ser el signo de nuestro tiempo, sino que más suelen brillar por su ausencia. Aunque quizá por eso adquieran ahora un valor excepcional y más necesario, siendo muy de admirar entre las personas de bien, incluso con independencia de la religión o cultura a que se pertenezca. Por eso, creo oportuno dedicar hoy este espacio a glosar, modesta y resumidamente, la vida y obra de este Santo tan ejemplar, como tan venerado y querido es en Ceuta.
San Antonio nació en Lisboa, entre los años 1190 y 1193, porque hay opiniones diversas sobre la fecha exacta. Vino al mundo en el seno de una familia de bastante solvencia económica y con ascendencia nobiliaria, aunque carecía de linaje reconocido que acreditara fehacientemente su noble estirpe. Su padre se llamaba Martín, y estaba al servicio del rey Alfonso I de Portugal. Su madre era María, y tenía como lejano familiar al antiguo rey de Asturias Fruela I. Fruto del matrimonio nació como hijo primogénito y, en principio, le pusieron por nombre de pila Fernando. Después nacería su hermana María. El niño vino al mundo, creció y se desarrolló durante su infancia y adolescencia bajo el regazo de una familia muy acomodada, con un rico y saneado patrimonio. Es decir, que estaba llamado a tener un brillante y prometedor porvenir sin apenas forzarse, y por eso sus padres pusieron mucho empeño y cuidados en mantenerlo dentro del círculo y condición social de la clase alta a la que de nacimiento pertenecía.
Sin embargo, en lugar de pensar en la vida fácil, cómoda y de placeres, él optó por dedicarse a la entrega de los demás y consagrarse a Dios, iniciando así su camino hacia la posterior santidad. Ingresó primero en la Orden de los Canónigos regulares de San Agustín, en el monasterio de San Vicente de Fora en Lisboa. Esta inesperada y resuelta decisión contrarió mucho a la familia, que comenzó a presionarlo para que se apartara de la vida monacal, hasta el punto de que fue amenazado con ser desheredado con tal de recuperarlo a toda costa, ya que consideraron su vocación como un desvío que no deseaban. Pero él, lejos de arredrarse, se robusteció aun más en su firme determinación, y renunció expresamente a tan codiciada herencia. Para salirse fuera de la influencia familiar, incluso tuvo que cambiarse de nombre, a fin de escapar a su insistente control; y fue entonces cuando adoptó el de Antonio, que era el del lugar donde moraban los frailes, San Antonio (Abad), cuyo nombre significa que “canta en voz alta”. Después se cambió a la Orden de San Francisco, en la que el año 1219 fue ordenado sacerdote.
Movido por su vocación evangelizadora, se embarcó hacia Berbería (actual Marruecos) junto con el también hermano de la Orden, Felipe. Se cree que pasó por Ceuta con destino a Marrakech, donde entonces la misión resultaba muy difícil. Además, la llegada al Norte de África no le fue nada propicia, ya que pronto adquiriría las enfermedades de malaria e hidropesía (acumulación de líquidos), con muy fuertes dolores de cabeza y de estómago que llegaron a dejarle muy débil y enfermizo, llegándose a temer por su vida. Entonces, a sólo dos meses de su llegada, el hermano Felipe y él decidieron embarcarse hacia España, aunque no lo lograron porque una fuerte tempestad desvió la rudimentaria embarcación en la que hacían el trayecto hacia Italia, viéndose obligados a desembarcar cerca de Sicilia, donde la enfermedad le obligó a quedarse. En Italia se dedicó a la predicación, para la que disponía de excelentes dotes; era un elocuente orador, del que se decía que “movía desde su interior todo el exterior que le rodeaba” con sólo escucharle. Se le concedió el privilegio de predicar ante el papa Gregorio IX, quien tras oírle dijo de él que era “el arca del Testamento”, por su gran sabiduría sobre Teología, en la que era un verdadero maestro. Propugnaba la paz y la no violencia, el diálogo, la concordia y la solución razonada a los problemas.
Predicaba en los suburbios, en barrios obreros y de pescadores ayudando a los pobres, marginados y oprimidos. Él mismo decidió dar ejemplo viviendo en absoluta pobreza. Pasó luego a Francia, donde en 1225 dijo en Bourges: “La vida del prelado debe resplandecer por su pureza, debe ser pacífica, modesta, de costumbres irreprochables, llena de generosidad con los más necesitados. Los bienes de que dispone, fuera de lo estrictamente necesario, pertenecen a los pobres. Si no los distribuye con generosidad, es un ladrón y como tal será juzgado. Debe gobernar sin doblez, con imparcialidad y debe saber cargar sobre sí mismo lo que deberían soportar y sufrir los demás”. En 1227, tras la muerte de San Francisco de Asís, fue nombrado su sucesor como general de la Orden franciscana. Se retiró a Padua, aquejado de una grave dolencia. Falleció el 13 de junio de 1231. Cuando comía sentado en la mesa tuvo un desvanecimiento, se vio morir, y pidió ser trasladado a Padua en un carro tirado por bueyes, pero antes de llegar empeoró y tuvo que parar en Arcella. Pidió ser confesado y, tras recibir la absolución, falleció con sólo 40 años, entonando el himno “¡Oh grandiosa Señora!. Un año después, en 1232, Gregorio IX lo canonizó, y en 1946 Pío XII lo elevó a Doctor de la  Iglesia.
La imagen de San Antonio de Padua se suele representar de tantas maneras como algunos de los aspectos que de su vida y obra. Así, con un lirio en la mano, es símbolo de castidad. Con un pan en la mano (el “panecillo de San Antonio”), emblema de su caridad para con los pobres. Con un libro de las Sagradas Escrituras, como signo de sus profundos conocimientos sobre las mismas. Y con un Niño Jesús en brazos - como aparece la imagen de la Ermita del Hacho en Ceuta - porque la leyenda dice que se le apareció. Y también a él mismo se le atribuyen numerosos milagros. Las jóvenes casaderas suelen tenerle bastante fe y muchas le piden con esperanza que les llegue el galán de sus sueños. De ahí la célebre canción de: “¡Ay San Antonio bendito, ay San Antonio; qué trabajito cuesta que salga un novio, que venga derechito para el matrimonio…!”. Y en Ceuta existe la tradición muy antigua de las féminas jóvenes de subir hasta la ermita del Hacho y sentarse en la losa o piedra para pedir al Santo su “media naranja”.
Yo recuerdo con nostalgia que allá por los años de 1960, de mi juventud, las parejas jóvenes tenían como lugar de recreo y esparcimiento romántico los jardines de San Amaro, pero desde allí luego era casi de obligado ritual subir por los zigzagueantes y empinados senderos, medio perdidos en medio de la frondosidad de la verde y floridas vegetación de sus laderas hasta la ermita de San Antonio, a visitar o rezar al Santo, o a deleitarse contemplando desde sus alturas las más lindas panorámicas. Si es hacia Ceuta, con vistas preciosas al ver abajo desparramada la ciudad con el puerto, la bahía, la salida y entrada de los barcos, sus playas y barriadas, las siete lomas que la rodean o “siete hermanos”, al fondo Benzú, García Aldabe, Marruecos, la “Mujer Muerta”, etc. Si es hacia el Este o mar Mediterráneo, la vista se pierde en el infinito hasta allá donde parece juntarse el agua con el cielo. Y, si es hacia la Península, se divisa toda la costa peninsular desde Tarifa hasta Málaga, que parece que se está alcanzando toda con la mirada, con el recuerdo y con el sentimiento puestos en una misma pertenencia: España. Y no digamos ya, si se tiene la suerte de contemplar desde aquellas alturas una maravillosa puesta del sol, cuando el mismo se va adentrando suave y lentamente en la penumbra de la noche por lo alto de la montaña.
La imagen primera de San Antonio fue traída a Ceuta por los portugueses en tiempos de su conquista, y con ella introdujeron aquí la fe y devoción al Santo. La ermita existía ya en 1588, cuando el obispo D. Diego Correa ordenó que la cofradía la traslade en su víspera a la Catedral, porque la ermita resultaba pequeña para celebrar la festividad y acoger a tanta gente, lo que da idea de la antigüedad de la tradición y de la muchedumbre que ya entonces era devota de San Antonio, a cuya celebración de la santa misa asistía el Cabildo Catedralicio en pleno como muestra de gran solemnidad que ya entonces se daba al acto religioso. La misa era cantada, acompañada por la Capilla de Música, y se designaba algún elocuente predicador para que la homilía tuviera un mayor realce; y luego la procesión se hacía desde la Catedral hasta la Ermita, donde finalizaba haciendo el recorrido por sus alrededores. Y, aun cuando con el tiempo su ritual haya cambiado en leves aspectos, en lo esencial, la tradición se mantiene, la gente sigue asistiendo en multitudes a la romería, la procesión al Santo continúa siendo uno de los actos más tradicionales de fe y devoción de los muchos que aquí todavía se conservan como testimonio de las esencias más acendradas de Ceuta. ¡Muchas felicidades a todos los Antonio y Antonia!.

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