Opinión

Salvajes

Se observa un preocupante rebrote de una repugnante enfermedad social que se genera en las cloacas del alma humana, y se expresa con la más virulenta crueldad, y que es tan característica de nuestra Ciudad. El odio a los llamados “menores no acompañados”, vuelve a  la escena. Regreso al pasado. Como si no hubiéramos aprendido nada. Parece que el mal no estaba extirpado, sino que sólo dormitaba en espera de alguna señal que lo activara. De nuevo prestos y dispuestos para el linchamiento de los más débiles. Convertidos en chivos expiatorios para que mediocres y malvados puedan exorcizar sus  miedos, frustraciones y amarguras.  Estamos en la primera fase. Ahora se trata de demostrar la condición de “salvajes” de este colectivo. Una vez inoculado en el cuerpo social este prejuicio, y asumida la “cosificación” de estas personas, será fácil  legitimar cualquier medida represiva por injusta, despiadada o execrable que llegue a ser.
La técnica para lograr este propósito es tan antigua como eficaz. Y se utiliza sin pudor a pesar de su nauseabunda concepción. Consiste en espolear el primitivo instinto de supervivencia apelando al la especial sensibilidad que provoca en todo ser humano una sensación de peligro (con más motivo si esta amenaza se hace extensiva al entorno afectivo). “Pueden violar a tus hijas”, “Roban a tus hijos, incluso agrediéndoles con violencia”, “Cometen actos vandálicos, hasta  pueden romper el espejo retrovisor de tu coche”… y así hasta conseguir que se visualice a los “menores no acompañados” como una amenaza que provoca pánico con su sola presencia. A renglón seguido se encadena este prejuicio con la condición de extranjeros, y tenemos la combinación perfecta. Delincuente y extranjero. “Que se vayan a su país…” “No puede ser que mantengamos a esta recua de delincuentes con nuestros impuestos…” Los profesionales del odio, airean ufanos y  alborozados este tipo de sentencias en la convicción de que son argumentos inapelables. Todo el que pretenda razonar se convierte en un demagogo que tiene que empezar por acoger en su propia casa a algún menor para poder habar. Los más avezados (lo que van por nota) añaden la siempre recurrida crítica a la exagerada protección de los menores que, “en realidad, no lo son. Un niño de diecisiete años es un menor?”  Se preguntan con el elocuente desdén de quien se siente en una verdad irrebatible.
No podemos permitir que la legión del odio campe a sus anchas sin oponer la debida resistencia. Una sociedad democrática que se precie no puede tolerar este tipo de actitudes y comportamientos. El racismo y la xenofobia son intolerables en cualquier caso, circunstancia, grado o modalidad. Practicada contra menores resulta estremecedor.
Para encuadrar correctamente este debate es preciso aclarar previamente dos cosas. Una. El concepto de menor. En España se consideran menores todas las personas que no han cumplido dieciocho años. Este hecho es, sin duda, discutible (muchos piensan que sería conveniente reducir el limite a los dieciséis); pero es lo que, de momento, han decidido los españoles y españolas por inmensa mayoría. Eso significa que carecen de responsabilidad para tomar decisiones importantes (no pueden comprar una casa, conducir un coche, o viajar…) y, como consecuencia, se les aplica un código de conducta basado fundamentalmente en principios pedagógicos, y unas medidas sancionadoras orientadas a la educación y no al castigo. Alterar este equilibrio (tratar como menores y castigar como adultos) es, sencillamente, un disparate insostenible. A los menores, sin excepción, hay que tratarlos como personas en fase de formación. Con paciencia y comprensión, que no están exentas de rigor y disciplina. Sean autóctonos o extranjeros. La represión desmedida o injusta no educa seres humanos libres y solidarios, sino resentidos y hostiles. La legislación española de protección del menor es avanzada y adecuada. Debemos defenderla y exigir que se cumpla en todos sus términos aplicando para ello todos los medios necesarios.
Dos. Es indispensable entender que la presencia de “menores no acompañados” en nuestra Ciudad forma parte de nuestra realidad social de manera definitiva. No estamos ante un fenómeno pasajero o coyuntural, sino que es una consecuencia natural del modelo de Ciudad que hemos elegido (aquí conviene recordar que el PP ha gobernado dieciocho de los últimos veinte años). Hemos optado por un espacio transfronterizo caracterizado por un ósmosis progresiva entre las dos áreas adyacentes (Ceuta y el norte de Marruecos) Lo que no puede ser es querer abrir la frontera para quienes vienen a comprar, a trabajar en nuestras casas (la mayoría sin papeles), a cuidar a nuestros mayores (la mayoría sin papeles), y a trabajar en nuestras empresas a bajo coste (la mayoría sin papeles); y sin embrago, pretender un cierre selectivo cuando se trata de usuarios del hospital o menores “molestos”. Hasta el egoísmo y el cinismo tienen un límite.
Asumiendo estas dos premisas propongo, como alternativa al insulto y la represión, un cambio de mentalidad en el conjunto de la ciudadanía (y en especial en las instituciones) respecto a la existencia  de los “menores no acompañados” que viven con nosotros. Despojándonos de miedos (falsos), prejuicios (injustos), odios (infundados) y egoísmo (destructivo). Los adolecentes, por definición, son personas que “adolecen” de una parte de su personalidad que está “en construcción”. Son gente difícil. Pero a la vez, encantadora, apasionada, llenos de vida y energía. Lo único que necesitan es afecto y comprensión, orientación, apoyo y ejemplo. Los adolescentes extranjeros, también. No son salvajes, son adolescentes (como nuestros hijos e hijas) que se curten en una experiencia vital en condiciones de extrema dificultad. Por ello, lo que necesitan es una mayor dosis de afecto y comprensión, orientación, apoyo y ejemplo. Quien se siente querido no reacciona violentamente contra lo que considera su entorno de protección afectiva. La Ciudad debería disponer (no lo tiene) de un Proyecto Educativo solvente dotado con los recursos adecuados para abordar la complicada tarea pedagógica que supone educar (en muchos casos reeducar) a estos chavales. La ciudadanía debería implicarse  en la tarea de lograr su plena integración en la sociedad, mostrando una actitud proactiva para ello. Probablemente (seguro) que cometerán errores, harán muchas cosas indebidas, y habrá que corregirles en infinidad de ocasiones. Nada nuevo ni diferente de lo que sucede con adolescentes que no son extranjeros y  sí están acompañados. A veces, cuando todo es quietud y silencio, te asalta la conciencia una pregunta inevitable ¿En qué momento de extravío nos convertimos en salvajes privados del sentimiento de compasión?

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