Creo que uno de los bienes más grande que un octogenario como yo puede pedir en estas Fiestas navideñas, próximas a Fin de Año y Reyes, es la “salud”. Y, en mi caso concreto, no tengo más remedio que sentirme muy agradecido a la vida. No es que uno ande muy sobrado de óptima salud a rebosar en ese terreno escabroso de los 83 años que ya piso, que no es para tirar cohetes, pero, al menos, sí voy aquí aguantando como puedo de la misma manera que en Extremadura lo hacía un anciano herrero, en la pequeña localidad de El Zángano (Badajoz), que el buen hombre, templando y remodelando las herraduras en el yunque de la fragua, pues siguió con su martillo “machacando, machacando”, hasta que un día ya se le olvidó el oficio.
El trabajo es bueno para la propia salud y la vida de las personas. En mi caso concreto, me jubilé, casi con 70 años, después de habérseme certificado unos días antes mi trabajo constante e ininterrumpido durante 50 años, 9 meses y 6 días. Y, cuando me llegó el momento de tener que jubilarme, me resultó tan duro de soportar tal absentismo forzoso, que sólo unos días después me sobrevino una depresión que creí que terminaba conmigo, pero de la que pude rápidamente recuperarme dedicándome a volver a trabajar más, aunque en distintas dedicaciones no retribuidas y buscadas de propósito por mí. Y es que, ya saben que el trabajo es desde los tiempos más remotos un mandato Divino, que es inherente y va unido a la vida misma de un modo casi inseparable e íntimamente ligado a su propia esencia.
En tal sentido, nuestro filósofo y gran pensador, José Ortega y Gasset, no se cansaba de decir su frase favorita de: “yo, soy yo y mis circunstancias”, porque en las circunstancias de cada persona, Ortega cree que necesariamente debe ir implícita también la circunstancia de cumplir con el deber de trabajar. “El hombre debe ocuparse de su propio ser”, añadía Ortega, y para esto debe, no sólo conocer, sino además asumir su circunstancia y ocuparse de aquello que lo envuelve. Y es que, Ortega pensaba que, en las circunstancias de cada persona necesariamente va implícito el deber y la obligación de trabajar por sí mismo, porque, insistía, “la vida, a nadie le viene dada en origen, sin más, sino que cada uno ha de labrarse su porvenir por sí mismo”.
Por cierto, haciendo un inciso, en 1920 presentaron en Valencia al gran filósofo y pensador español Ortega y Gasset al famoso torero Rafael Gómez Ortega, también apodado El Gallo, quien preguntó a los acompañantes a qué se dedicaba José Ortega, contestándole que era “filósofo”, a lo que el maestro en el arte de Cúchares, respondió: «¿filo qué?». Tras corregirle que no era ”filo”, sino filósofo, añadió: “Hay que ver, “tie que haber gente pa tó”; aunque aquella famosa anécdota se le ha atribuido también a otros dos toreros, El Guerra y Lagartijo, pero sobre todo al Gallo.
Insistiendo en lo favorable que es el trabajo para la salud, una persona activa, que todavía trabaja, siente la íntima satisfacción de valerse por sí misma, de ser útil, de no representar un estorbo ni una carga para la sociedad y también debe sentir la mayor satisfacción que da el sentimiento del deber bien cumplido, que, así, resulta ser más válido y más digno. Lo mismo que todo trabajo que sea honrado y decente hace a la persona sentirse más digna y hasta más “persona” todavía.
Pero, en fin, mi intención es centrarme en terminar de contarles la odisea del bueno del herrero de El Zángano, pueblo de la provincia de Badajoz, a unos 90 kilómetros y la aldea de Roca de la Sierra. Y es que, la simpática y muy digna población de El Zángano, está ubicada en una zona escabrosa que por aquel entonces se denominaba Manzanete, (actual Roca de la Sierra). En plena Reconquista, a finales del siglo XIII, la comunicación entre ambas localidades, tanto en lo económico como en lo demográfico, nunca habían gozado de tener buena salud, de manera que esos 90 km que las separaban eran algo así como un calvario para los vecinos de uno y otro lado.
Ambas aldeas estaban separadas por un solitario, antiguo y peligroso camino entre Cáceres y Badajoz, en el tramo que cruzaba la Sierra de San Pedro por el Puerto del Zángano, un espacio agreste donde el bandidaje tenía todas las de ganar; de modo que, circular entre las dos ciudades se acabaría convirtiendo en un viaje peligroso, que debía hacerse por etapas, sin lugares en los que acampar con un mínimo de seguridad para el caminante y sus enseres.
Pero, el 4-07-1523, ante los problemas de seguridad que se producían para las personas y géneros que circulaban de Cáceres a Badajoz, el rey Carlos V y su madre la reina Juana, decidieron por Real Provisión autorizar al concejo cacereño fundar una aldea, a mitad de camino, para limitar los peligros que la despoblación otorgaba a esas tierras. Al año siguiente se hicieron los señalamientos del lugar exacto donde se debía crear la nueva aldea, para lo cual se contó con cuatro vecinos expertos en la materia procedentes del Casar de Cáceres.
Se amojonó un territorio de 2.500 fanegas para acoger una población de 35 vecinos a los que se les concedieron 50 fanegas por cabeza y un solar para construir la casa, a esto se sumaban los prados y el ejido que se repartirían entre los nuevos colonos para tener huertos y ganados. Estas tierras pasaban a ser propiedad de los vecinos y sus herederos, para poder fijar población en la nueva aldea, tierras que no se podían enajenar ni a hidalgos ni a caballeros, ni tampoco acoger a ningún nuevo vecino. El Zángano se dotaría de ordenanzas en 1568 y sería vendido en 1627 al noble cacereño Francisco Dávila y Velázquez, Presidente del Consejo de Hacienda, Mayordomo Mayor del rey Felipe IV y Marqués de la Puebla de Ovando.
Desde entonces, la nueva aldea perdería parte de su autonomía para convertirse en propiedad privada y adquirir con el tiempo el nombre de su nuevo dueño; de modo que, la creación y desarrollo de El Zángano, rodeado de tierras pobres para el cultivo, sería un pequeño alivio para los viajeros entre Cáceres y Badajoz. Aun así, en pleno siglo XIX, era peligroso su tránsito, por el miedo a los salteadores que infectaban su sierra. El mismo alcalde cacereño, Cayetano Izquierdo, reconocía en 1820 no poder trasladar presos a Badajoz puesto que «el traslado no ofrece la seguridad correspondiente debido a los peligros que hay en los caminos y particularmente en la Sierra de San Pedro».
Cada guerra injusta que se promueva creo que representa un fracaso de la humanidad. Cada persona debe venir a la vida mediante un hecho natural e, igualmente, cuando alguien se vaya de la vida debe hacerlo también de forma natural. Nadie debe arrogarse por sí mismo el hecho de matar, que es más bien propio de países tercermundistas sin cultura y sin conciencia humana. Dios, nos manda que toda persona que viene al mundo debe de llegar a él libre, y también quiere que cuando tenga que irse del mismo, sea también por un hecho natural, nunca violento o forzado; por eso, Mahatma Gandhi nos dice “No hay camino hacia la paz, la paz es el camino”. Y estas Fiestas tan familiares, tan entrañables que se nos avecinan de Navidad, fin de Año y Año Nuevo, hay que apostar definitivamente por la paz y evitar las guerras. En estas últimas, mueren violenta e injustamente a diario cientos de niños inocentes, mujeres, personas desvalidas, ancianos y otros muchos impedidos y con vulnerabilidad severa.
Muchas felicidades a todas las personas del mundo. Muchas gracias a todos cuantos tienen la bondad de leerme. Que todos vivamos en paz, en armonía y en fraternidad. Si es posible, que nadie pase hambre, que a todos los seres humanos del mundo se les respete la vida, su trato digno que le permitan vivir en plena libertad, que nunca desemboque en libertinaje. Paz, bien y mucha felicidad para todos, principalmente a los pobres, a los enfermos, a los que sufren y padecen injusticias, que todos puedan tener una mesa a la que sentarse a comer y un hogar en el que poder recogerse.
De todo corazón, Antonio Guerra Caballero.
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