La principal consecuencia de la pandemia del Coronavirus está siendo la valoración de la vida humana y, por lo tanto, de la salud como el bien humano primordial. En estos momentos -y ojalá que perdure por mucho tiempo- los demás bienes como la ciencia, el arte, el trabajo, la diversión y, por supuesto, la economía, están o deberían estar al servicio de la defensa de la vida y de la conservación de la salud física y mental. Esta nueva clasificación de los valores y de las actividades humanas deberían tenerla muy en cuenta, al menos, los políticos de las diferentes ideologías y de los distintos ámbitos de la administración.
Si tenemos en cuenta las consecuencias mortales que estamos sufriendo, carece de sentido ético que discutamos sobre qué es más importante, si salvar vidas humanas, mantener la actividad económica, disfrutar con espectáculos públicos o aumentar el número de votantes para las eventuales elecciones políticas. En esta grave situación no existe otra opción que poner al servicio de la salud las investigaciones científicas, los medios económicos y, por supuesto, las ideas, los objetivos y las estrategias políticas. Todos deberíamos tener claro que el enemigo común, el Covid-19, es más poderoso que cada uno de nosotros por muy importantes, fuertes o listos que seamos. Su maldad está por encima de nuestras astucias estratégicas, de nuestros conocimientos científicos y de nuestros recursos económicos.
Reconozcamos, al menos, que incluso los principales gobiernos la Unión Europea, de Rusia, de Norteamérica e, incluso de China aún no han sido capaces de vencer totalmente a ese peligroso enemigo. Los científicos, a pesar de los importantes avances alcanzados, se siguen mostrando desconfiados porque reconocen que este virus presenta características nuevas y que, a pesar del profundo conocimiento de la organización viral no han sido capaces de prevenir y de controlar sus terribles consecuencias mortales. Entre los economistas y empresarios ha cundido el pánico tras comprobar la desastrosa influencia del virus en las bolsas de valores, en la caída del precio del petróleo, en la paralización de los préstamos bancarios y en las inversiones.
A mi juicio, la conclusión tras este somero análisis debería ser que todos aceptáramos y aplicáramos un principio: no es posible salvar la política, la ciencia ni la economía sin salvar a las personas y, por lo tanto, la salud -la personal y la colectiva- ese el valor que determina -que debería determinar- la orientación y el nivel de las actividades políticas, científicas y económicas de nuestro país.
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