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Rodeando el faro de Punta Almina...

Despuntó el día con el cielo encapotado de abundantes nubes grises, nubes de agua…El tiempo era de vendaval, tiempo, como dicen los pescadores, de aguacielo… Tiempo de lluvia, de nubes, y de trozos de cielo añil, donde a veces, el sol, con haces de rayos místicos,  se adivina traspasando el celaje que viene desde más allá de las cumbres vírgenes de la Mujer Muerta…
Hacia tiempo que deseaba llenarme de soledad rodeando el camino que sube hasta el faro de Punta Almina. Es cierto, no lo puedo negar, es un camino lleno de mitologías y de recuerdos. De niño, acompañaba a mi padre en este paseo, y él, en una charla hermosa, me iba desgranando algunas cosas de lo que la vida, en sus alforjas, debería depararme… Íbamos haciendo camino,  en lo que los filósofos helenos han dado en llamar el arte de la “Parepateia”,  o lo que es lo mismo: “el arte de andar y pensar”.
Y el cielo descargó su agua sobre los montes y sobre los desnudos acantilados… No había donde guarecerse. Toda la naturaleza se encerró en sí misma, ausente, alejada de las cosas… Sólo la lluvia dejaba oír su música de agua empapando las vaguadas, los cerros, las laderas que bajan hasta el Desnarigado, o  las cuestas que se inclinan verdes y moradas en alcores atonelados, combados, rotundos, como si distraídas pensaran  en otro momento de otro instante…
Llueve, llueve, llueve…Y busco el árbol que un día también nos resguardo de la lluvia; y ahí estaba: inhiesto, grave, erguido como un mástil, abandonado en los silencios de la mañana, y con la señal en su áspera corteza que marcó para siempre nuestro primer encuentro… Viejo árbol en el recuerdo  de las cosas que no tienen nombre y no sabemos como llamarlas. Sin embargo, en la profundidad de nuestros sentimientos, allá  en la lejana cordillera donde se rompen las normas al capricho de los hombres, yo, quizás le   llamaría a este  árbol, más que árbol, viejo amigo…   
En una revuelta de la subida nos encaminamos a San Antonio. Algunos caminantes me saludan: ¡Buenos días! ¡Buenos días!... Llevan las cabezas chorreando y los ojos alegres, llenos de vida… Es verdad, la lluvia tiene esa magia  de travesura infantil, que hace que se  rompa la monotonía de lo cotidiano y todo se envuelva en una atmósfera de cristal…
La cancela de la ermita está cerrada a cal y canto, y no nos permite acercarnos a su puerta y columbrar por la mirilla la imagen del santo. No podemos ver a San Antonio. Y no podemos evitar sentir una pequeña desilusión. Nadie ha pensado en los anónimos peregrinos que suben hasta esta altura y buscan con su mirada la imagen del religioso. Sólo era una mirada, y tal vez, si cabe,  rezar una pequeña oración. Una oración…
A poco, a unos pasos, El Estrecho se abre, como una cinta de azul ceniza, inabarcable, en el horizonte. Hacia poniente, la bruma cubre las cumbres más altas del Yebel Musa. Todo el paisaje es hosco y lleno de ausencias; yo diría que el paisaje, como una modelo desnuda, en estos momentos delicados,  no desea que la pinten, sino que la amen y la enamoren…  
Y luego, volvemos sobre nuestros pasos y nos dirigimos  al faro.  Camino aquí y allá, salpicado de charcos y fuentes que vienen  de la montaña y, hacen sonar el eco de  su agua clara, como  el rumor de una  canción eterna. Camino bordeado de jaras, zarzas, cañaverales y pinos;  pinos que bajan en una mancha verde, exultante, ardiente,  hasta los islotes de Santa Catalina.
Y rodeado el faro, vamos, ahora, descendiendo… Y lo hacemos con el convencimiento de que hemos cumplido con una cita atávica que no podemos dejar de acudir. No tenemos, desde luego, una explicación para las citas con el pretérito y con la nostalgia. Pero, a todas luces, que nos afectan como si fuesen cuestiones que se desarrollasen en el presente. Cada uno de nosotros tiene una cita, una llamada con su pasado, con su pequeña historia; y cada uno de nosotros no puede eludirla, por más que quiera convencerse que el pretérito  no existe y es cosa sólo de nostálgicos…   
Y vamos descendiendo hasta que la playa de San Amaro que, con el rumor de su resaca  de olas, nos despierta  del paseo por los acantilados desnudos del Hacho. Todo, ahora, es cercano, cotidiano, presente… La lluvia ha dejado de caer,  un trozo de cielo añil aparece entre los pelotones de nubes, e incluso, de nuevo, el sol, nos hace llegar sus haces de rayos místicos…

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