No es fácil desentrañar las claves que explican la dinámica social de nuestra Ciudad. Es más, lejos de tender a la normalización, se observa un proceso desordenado de desconfiguración que amenaza muy seriamente nuestro proyecto de vida en común.
A veces da la impresión de que el sentido de la responsabilidad se ha evaporado por completo de nuestro hábitat. Carecemos de la inteligencia colectiva suficiente para entender que es tan urgente como imprescindible encontrar el espacio común, definirlo con claridad, y protegerlo. Sin ese requisito no somos más que una entelequia perecedera sacudida por los acontecimientos. Ceuta es una ciudad en construcción. Y este estado nos obliga a ser extremadamente cautelosos con todo aquello que puede dinamitar los aún débiles cimientos. Esto es una obviedad que, sin embargo, no se termina de interiorizar. Entre la “vista cansada” de unos, y la “miopía” de otros, nadie acierta a enfocar la realidad con la suficiente precisión. Así, nuestra ágora particular está poblada de mediocridad que se prodiga desde la más irresponsable frivolidad, sin medir las consecuencias de sus acciones.
Sólo un zote no entendería que el nudo gordiano de Ceuta está en la capacidad de hacer efectivo el principio de interculturalidad. La división es la muerte. Por eso ésta es una tarea sin protagonistas estelares, en la que no caben delegaciones, y en la que no es neutral la inhibición. Cada individuo tiene una cuota de responsabilidad. Pero a quienes intervienen en la vida pública se les debe exigir un mayor compromiso en esta difícil empresa. Incluso asumiendo la renuncia a réditos particulares inmediatos. Porque Ceuta no es ejemplo de convivencia. No podemos seguir alimentando esta rotunda mentira por más tiempo. No es inocua. Más bien al contrario, es muy contraproducente, porque legitima socialmente comportamientos muy nocivos (si las cosas están bien ¿por qué afanarse en cambiarlas?). A la ciudadanía es preciso decirle la verdad. La convivencia en Ceuta está sostenida con alfileres. El discurso oficial, y algunos gestos puntuales (carentes de credibilidad), se encuentran a años luz del funcionamiento de la vida cotidiana. Esto no es una percepción, sino una verdad contrastada por hechos recientes que nos obligan a la reflexión. Hace algunos meses, advertimos de este peligro. La manifestación celebrada tras el asesinato del infortunado Munir, evidenció un distanciamiento entre comunidades muy inquietante. Pocos aprendieron aquella lección. Aquí todo es efímero y vuela rápidamente hasta el anecdotario. Pero esa una visión muy torpe de la vida. Los fenómenos sociales, y sus efectos anímicos y psicológicos, sedimentan en el alma sin notoriedad aparente; pero con consistencia. Y siempre terminan emergiendo.
El pasado viernes, tuvimos ocasión de comprobar este hecho. La concentración de protesta por el cruel genocidio palestino, congregó a mil personas (un número muy elevado, tratándose de Ceuta). La asimetría de comunidades fue pavorosa. No es una cuestión menor. Muchas de aquellas personas se sintieron extrañas y extrañadas. No lo entendían porque no es fácil explicarlo. ¿Por qué había tan pocos ciudadanos de otros credos religiosos? ¿Es que a ellos no les duele la muerte de niños inocentes? ¿Por qué esto no pasa en otros lugares? Las respuestas nos inundan de desazón. Salvo sus contadas y honrosas excepciones, la iniciativa se interpretó como una “concentración de musulmanes”. Esa es la gran tragedia. Otra vez visualizada nítidamente la división. Este es un caldo de cultivo perfecto para los que quieren hacer de la radicalidad un medio y un modo de vida. Estas imágenes alientan y fortalecen a los que defienden que la convivencia es imposible y a lo más que podemos aspirar es a una coexistencia pacífica (equilibrada inestablemente mientras compensen los intereses mutuos). Y esta forma de pensar puede correr como la pólvora en un sentido y en otro. Hoy, existe un riesgo de inestabilidad, cierto. Por eso, las personas que dicen querer a esta tierra tienen el deber de impedir esta carrera desbocada hacia el caos, espoleada por intereses espurios. O actuamos con inteligencia (distinguiendo intenciones), generosidad (sacrificando intereses particulares) y sentido de la responsabilidad (midiendo consecuencias), o estamos perdidos.
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