Aristóteles, que vio caer la democracia ateniense, escribió que cada sistema posee un riesgo característico que anida siempre en su interior y amenaza con hacerlo fracasar. Dijo que en política todo es posible y nada es definitivo. Para él el peligro tenía un nombre: demagogia.
En las difíciles encrucijadas de la política, los líderes caen a menudo en la tentación de hablar sin pronunciarse. Exhiben su habilidad en el arte del escapismo e inventan expresiones enmarañadas, condicionales y opacas con las que esquivan airosamente las preguntas decisivas. Pero estas tretas resquebrajan definitivamente los cimientos de la democracia, tanto o más que la corrupción, puesto que la democracia nació con la finalidad de que los razonamientos, enunciados y escuchados, sustituyeran a los imperativos del gobernante por derecho divino.
Antes de la aparición de las democracias modernas basadas en el principio de solidaridad, aquello que garantizaba la seguridad y supervivencia de los individuos eran los vínculos sociales determinados por la pertenencia a un grupo. El advenimiento de las sociedades burguesas capitalistas propició un interés por parte de quienes detentaban la propiedad, y por tanto del capital, por la seguridad. Había que explicitar las reglas del juego y garantizar que estas no serían alteradas de manera arbitraria por una monarquía hostil. El fruto de su “esfuerzo” les pertenecía, era su propiedad inalienable. Una vez conquistados los derechos personales a la libre empresa y propiedad era necesario defenderlos. Ambos grupos de derechos solo podían ser reivindicados, conquistados y consolidados juntos.
Sin embargo, este entrelazamiento entre derechos personales y políticos era solo para los ricos, no para lo pobres. Solo podían disfrutar del derecho a participar en el proceso de elaboración de las leyes quienes fueran libres. Pero libres completamente, sin dependencia de terceras personas, llámense estas dueños, señores o patronos de los que dependieran para subsistir. Es por ello que durante más de un siglo, tras la entusiasta aceptación del proyecto democrático, el sufragio fue censitario. Solo tenían derecho a voto quienes poseían, y la pretensión de un sufragio universal era vista como una agresión contra la democracia, no como un triunfo, puesto que “los que no tenían” no debían tener el poder de decidir sobre leyes que solo incumbían a “quienes sí tenían”. ¿Qué sentido tenía para ellos poder decidir sobre la defensa de la seguridad de la propiedad y el estatus social? La democracia era un privilegio que había que conceder con prudencia y moderación.
En las difíciles encrucijadas de la política, los líderes caen a menudo en la tentación de hablar sin pronunciarse
Esta situación era claramente la de la pescadilla que se muerde la cola puesto que al ser los derechos políticos exclusivamente usados para afianzar y consolidar las libertades personales basadas en el poder económico, difícilmente podía garantizarse el ejercicio de sus libertades personales a los desposeídos, quienes no tenían posibilidad alguna de aspirar a los recursos sin los que no podrían conquistar ni disfrutar de la libertad personal. Se trataba pues de un círculo vicioso, puesto que quienes poseían poco o nada que valiera la pena defender no necesitaban de los derechos políticos considerados apropiados para tal fin y por tanto no se les reconocía ni eran aceptados en el selecto club de los electores; pero a su vez, al no ser aceptados, sus posibilidades de asegurarse los recursos materiales y culturales que los harían merecedores de tales derechos políticos eran nulas.
Es aquí donde el movimiento obrero tuvo una importancia crucial para el desarrollo de las democracias occidentales hasta ser lo que hoy son. Gracias a su lucha, esos privilegios –riqueza y cultura- se convirtieron en derechos que estuvieron garantizados para todo el mundo. La implementación de programas de bienestar social, base de los que se dio en llamar el Estado de Bienestar, fue lo que posibilitó que el proyecto democrático no se detuviera antes de concluir. Los derechos sociales debían esta asegurados puesto que, si bien sin derechos políticos la gente no podía estar segura de sus derechos personales, tampoco serían alcanzables sin derechos sociales, puesto que sin estos, los políticos serían inalcanzables, ya que los pobres no podrían ejercerlos. Mientras siguieran sin recursos lo máximo a lo que podrían aspirar los pobres era a la caridad; serían destinatarios de transferencias, pero no sujetos de derechos.
"Es por ello que durante más de un siglo, tras la entusiasta aceptación del proyecto democrático, el sufragio fue censitario"
Me explico. Como ya avisó el filósofo francés Jean Paul Sartre, la libertad comporta una responsabilidad terrible que no todo el mundo está dispuesto a asumir. La libertad de elección va acompañada del riesgo de fracaso, que para muchos es insoportable, sobre todo cuando sospechan que excede su capacidad personal de hacer frente a las consecuencias de ese fracaso. El miedo paraliza, es bien sabido, como lo es también que la capacidad para afrontar los retos vitales que cada día nos ponen a prueba se obtiene en el mismo lugar donde se forja la confianza en uno mismo.
Así pues, era necesario un seguro garantizado por la colectividad – pensiones, sanidad- y un sistema educativo universal, moderno y eficiente. Sin ello los pobres y los débiles, que se encuentran en el borde mismo de la exclusión, carecían de estímulos para el compromiso político y la participación en el juego democrático. Es poco probable que un sistema democrático se mantenga en un Estado político si no es también un Estado social. Sin derechos sociales para todos un gran número de personas en cantidad continuamente creciente encontraría que sus derechos políticos son inútiles y carentes de interés. Los derechos políticos y los sociales se necesitan mutuamente. Sin unos no habrían los otros, pero estos otros son indispensables para que los políticos sean operativos.
En su nueva forma de Estado Social, la democracia moderna pasó a encargarse de desarrollar instituciones y procedimientos para reformar las realidades sociales. Por primera vez en la historia pasó de pretender conservar el equilibrio de las fuerzas sociales a cambiarlo mediante el uso de los derechos políticos para crear y asegurar los derechos personales, en lugar de limitarse a confirmarlos. Los derechos personales, los derechos políticos y los derechos sociales eran inseparables unos de otros.
Sin embargo, hoy asistimos al desmantelamiento de los mecanismos modernos de protección, sucumbiendo a la presión de fuerzas globales incontrolables e incontenibles. Poco a poco el Estado Social va dando paso a nuevas formas societarias de gestionar los miedos e inseguridades, privatizándolas y transfiriéndolas a la que Zygmunt Bauman llamó “política vital”. Pero, cuando la solidaridad es sustituida por la libre competencia, los individuos se ven abandonados a sus propios y escasos recursos que son, a todas luces, insuficientes.
Licenciado en filosofía por la Universitat de Valencia (1994) lleva dedicado a la docencia hace más de treinta años. Colaborador habitual en medios de prensa escrita es autor de varios libros, como La desacralización del cosmos. Posibilidad y función de las teorías cosmológicas, publicado por Esferas del Saber. Como novelista ha publicado recientemente El silencio de los pájaros y un libro de relatos: Durante la pandemia. Los escritos de Canfali.
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