El insigne filósofo José Ortega y Gasset, utilizaba como propio lema una locución muy suya, que decía: “Yo soy yo y mis circunstancias”, porque entendía que en las circunstancias de toda persona necesariamente han de entrar un “proyecto” que ilusione y una “misión” responsable que realizar, ya que la vida – añade Ortega – “no se nos da hecha, sino que necesitamos hacérnosla, cada cual la suya”. Es decir, que en las “circunstancias” de cada persona debe de ir necesariamente aparejado el hecho de que se trabaje, se estudie, se sacrifique y se tenga un noble afán de superación.
Pues bien, hoy, con el permiso de los lectores, me voy a tomar la licencia de referirme a la forma como en mí caso abordé la cuestión precedente. No porque vea en mí nada de importancia que suscite algún interés ni circunstancia especial, pues nadie mejor que yo conoce mis propias limitaciones y aseguro que soy una persona completamente normal y de orígenes modestos, de esas que yo suelo llamar: “gente de a pie y del pueblo llano”.
En mi niñez asistí a las Escuelas Públicas hasta los 14 años. Cuando cumplí los 16, emigré desde Extremadura a Ceuta. Con 18 años, como en las Escuelas del pueblo a las que asistí, disponen de escasos medios y ni siquiera se expedía entonces el Certificado de Estudios Primarios, porque para eso había que irse a estudiar y obtenerlo a un Instituto de capital, pues aprendí sólo poco más de las llamadas “cuatro reglas” que, con ellas, enseguida me di cuenta de que no podría ir a ninguna parte, ni perseguir ninguna meta que valiese la pena.
Me crie en un pueblo, pues adquirí un talante en usos, costumbres, comportamientos y actitudes, distintos a quienes se desenvolvieron dentro de un ambiente urbano más abierto y culto. Una vez, cuando comencé a trabajar, noté que algunos de mis compañeros me tenían en demérito que hubiera llegado desde un pueblo extremeño y con aspecto “pueblerino”, habida cuenta de que algunos de ellos habían estudiado el Bachiller y se habían desenvuelto en otro ambiente urbano distinto, Por ello, comenzaron a llamarme despectivamente “belloto”, por ser extremeño, y también “pueblerino”, para afearme mis orígenes y mi vocabulario de talante rural, respecto al suyo, más propio de ciudad, con más elevada formación.
Tal actitud de aquellos compañeros, me afectó bastante, hasta el punto de que me sentí herido en mi dignidad y amor propio; pues si bien era cierto que mi nivel cultural era algo más deficiente que el de los demás, me fastidiaba la imagen más inculta que, con su devaluación, estaban creando sobre mí, que luego ya, sería más difícil de enmendar o revertir. De manera que, aquel mismo día, me prometí conmigo mismo, a hacer todo lo que estuviera en mi mano para restablecer mi imagen y buen nombre.
Con las 300 pesetas mensuales que gané con mi trabajo, a pesar de que tenía otras necesidades más perentorias que cubrir, pues, en cuanto las cobré, corrí a emplearlas en pagarme la matrícula y comprarme los libros y material correspondientes al primer curso del Bachiller, pese a los escasos medios económicos de que disponía y las dificultades que conllevaba tener que alternar estudios y trabajo; por lo que tuve que optar por cursar la modalidad del Bachiller “nocturno”.
Las clases en el Instituto se impartían desde las 18,00 hasta las 23,00 horas, teniéndome que desplazar todas las tardes andando, tanto en el trayecto de ida como en el de vuelta por la noche, recorriéndome diariamente a pie un largo trayecto de unos doce kilómetros en total, dado que mi exiguo sueldo no me alcanzaba para poder ir y regresar de clases en autobús, y el Centro en el que me alojaba se hallaba en el extremo opuesto al Instituto.
En dicho Centro oficial, servían la cena sobre las 20,00 horas; y, cuando yo regresaba de noche del Instituto se sobrepasaban en exceso las 24,00 horas. Dicha cena solía consistir en un menú que era muy repetido y archiconocido, porque entonces resultaba ser el más barato, llamado: “empedrado de judías pintas con arroz”. La comida me hacía el favor de recogérmela y guardármela un compañero. Lógicamente, desde las 20,00 horas que la cena se servía hasta pasadas más de las 24,00 en que a mi regreso podía degustarla, pues a aquella cena no se le pudo poner un nombre más adecuado, porque, en realidad, era un auténtico “empedrado” de duro y frío que estaba; pero como desde el mediodía no había vuelto a ingerir ni bocado, pues no quedaba más remedio que apurar el plato tal como estuviera.
Cuando finalicé el Bachiller, pude ya optar a presentarme a la primera de las cinco oposiciones que, sucesivamente, fui preparando y aprobando, todas al primer intento. Me destinaron a Madrid, donde noté bastante mejora tanto económica, como alimenticia y en posición social. Sin embargo, como conocía Ceuta y sabía que era una preciosa y encantadora ciudad, muy acogedora y hospitalaria, pues, en cuanto en ella se convocaba vacante de mi nueva categoría, no dudaba en solicitarla con especial interés. Y allí, a Ceuta, fui voluntariamente con mi familia destinado, allí me nacieron mi hijo y mi hija, habiendo vivido en ella, sumando las tres veces que con mucho interés quise ir a ella voluntario, un total de 27 años.
Cumpliendo la promesa que antes me había hecho a mí mismo de adquirir un mayor nivel cultural para no desmerecer de los compañeros que en principio me habían hecho el vacío, en Ceuta cursé y aprobé, primero, la carrera de Graduado Social durante tres años, incluida la Tesina de fin de carrera, aunque en cada curso me tenía que ir a examinar por libre a Granada. Y, en segundo lugar, también entre Ceuta y Madrid, cursé y aprobé mi segunda carrera de Licenciado en Derecho por la UNED, durante otros cinco años.
A partir de entonces, tras hallarme en posesión de ambos títulos universitarios, ya pude optar a cursar, sucesivamente, hasta cuatro oposiciones, todas al primer intento, así como promocionarme desde la escala más inferior hasta un Cuerpo Superior del Grupo A1, y ser designado como responsable de varias Jefaturas Regionales del Organismo al que pertenecí como funcionario, primero, para la de Galicia, con sede en La Coruña y, después, para la que, administrativamente, entonces fuera Andalucía Oriental, con sede en Málaga; habiendo accedido también a los niveles de puesto de trabajo más altos como tal funcionario, en mi condición de Presidente de dos Tribunales Económico-Administrativos, cuya dirección y gestión ejercí durante doce años, de forma simultánea. También impartí la docencia, primero, como Profesor de Derecho Administrativo durante ocho años en la Escuela de Hacienda Pública en Madrid e igualmente otros seis años como Profesor-tutor de Derecho en el Centro de la UNED en Ceuta.
En las distintas ocasiones que después vine destinado a Ceuta, pude reencontrarme con algunos de aquellos antiguos compañeros que, en principio, me habían hecho el vacío. Lógicamente, tanto ellos como por mi parte, mutuamente nos interesamos sobre cómo nos había ido en nuestras respectivas vidas. Ellos se alegraron mucho de mi dilatada trayectoria personal y profesional y, también yo me di cuenta de que eran unas excelentes personas, tras haber podido superar, tanto ellos como en mi caso, aquella primera fase de recíproca vanidad, que en la juventud todos padecemos como afirmación del propio “yo”, y que sólo suele curarse con la madurez y el paso del tiempo.
Aclaro que, en todas las mejoras culturales, profesionales, sociales y de cualquier otra naturaleza que haya podido alcanzar, jamás influyeron otros parámetros que no fueran el trabajo, el esfuerzo, el mérito, la capacidad y el noble afán de superación que todos debemos tener, tal como Ortega y Gasset a todos nos marca al comienzo de este artículo. Y eso es de lo único que me precio, de haberlo hecho con mucha ilusión y de que ello me produjo la íntima satisfacción del deber cumplido. Es decir, sólo me tengo por un profesional de los pies a la cabeza, que siempre he sido feliz con mi trabajo, cumplimiento con mis deberes y obligaciones como trabajador, habiendo desempeñado puestos de trabajo de dirección y de especial responsabilidad, a los que pude acceder por mí mismo, pero nunca por relaciones amistosas ni afinidad hacia las personas que me propusieron o me designaron para los puestos que desempeñé.
Tampoco tuve nunca ni afán de ser, ni apetencias de tener, ni ambición de figurar, ni de buscar protagonismo alguno. Los puestos de trabajo que siempre he desempeñado los conseguí sólo con mi trabajo, al que me dediqué en cuerpo y alma durante todo mi tiempo que permanecí en activo, de 50 años, 9 meses y 6 días trabajando y cotizando. Sólo he aspirado en la vida a poder vivir, junto con mi familia, de forma honrada y digna, sin que nada me sobre, pero procurando que tampoco nada esencial me hiciera falta de aquello que pude conseguir con mi trabajo honrado y de forma totalmente legal, sin que jamás haya sido fruto de la codicia ni del deshonor. Y, simplemente, he creído oportuno exponerlo aquí hoy, tal como lo he vivido, a sabiendas de que no es este sólo mi caso, sino que hay por ahí, otros muchos otros “pueblerinos” como yo, que se sentirán también muy felices de serlo.
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