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Responsabilidad

La cacería del “político” se ha puesto de moda. En todas partes, y a todas horas, alguien se manifiesta públicamente criticando e insultando con extrema dureza a los representantes políticos. De hecho, desde hace aproximadamente dos años, la denominada clase política figura como el tercer problema en importancia para los españoles (sólo detrás de la economía y el paro). Aunque este fenómeno encuentre su justificación inmediata en un hartazgo generalizado, su explicación no deja de ser asaz sorprendente después de una experiencia democrática de treinta años. Los ciudadanos no se culpabilizan a sí mismos, de las consecuencias de sus decisiones, como sería lo lógico en un régimen político fundamentado en la idea de que la soberanía reside en el pueblo.
La cultura democrática exige como condición previa el reconocimiento de autonomía y madurez del cuerpo social que la practica. Dicho de otro modo, sin incorporar el sentido de la responsabilidad, la democracia se convierte en fútil concurso de añagazas. Es triste aceptar que tres décadas no han bastado para que los españoles nos desprendamos del cepo intelectual que supuso la dictadura, y sigamos comportándonos como súbditos, en lugar de ciudadanos con derechos capaces de cambiar con nuestro voto el curso de los acontecimientos. Porque esta es la raíz de esta patológica deformación. La inmensa mayoría de la ciudadanía no termina de comprender que gobierna quien nosotros queremos, y los gobernantes hacen lo que nosotros le permitimos que hagan. La última palabra siempre está en poder del votante. Otra cosa bien distinta es que el ciudadano no ejerza adecuadamente el derecho fundamental de participación política. Pero en este caso, cuando las cosas no vayan bien, la rendición de cuentas le corresponde a uno mismo por su actitud errática. Lo contrario es incurrir y abundar en una conducta infantil irresponsable por definición. La crítica política, habitualmente airada y furibunda, sólo es legítima si va precedida de autocrítica y propósito de enmienda; de otro modo, deviene en una ridícula rabieta pueril.
En un sistema democrático, a diferencia de lo que sucede en las autocracias, la figura del político (representante), hoy tan denostado, no existe “per se”. Los políticos sólo adquieren esta condición en la medida en que son votados por los ciudadanos. Son éstos quienes eligen, ponen y quitan. Y precisamente por ello son los responsables últimos de su gestión. Es cierto que un político, en el ejercicio de su función, puede mentir, traicionar, defraudar o incumplir sus promesas;  pero en este caso la duración máxima de su perversión no debería exceder de un cuatrienio. Si transcurrido este plazo es ratificado, es porque así lo deciden los ciudadanos. Ellos son los únicos culpables. No obstante, y como el instinto humano siempre incita a aliviar la conciencia, proliferan los tópicos y falacias que, a modo de coartada, se utilizan para escabullirse. Diciendo “todos son iguales” se autoeximen de haber perpetrado las mayores barbaridades en el ejercicio del voto. Ejemplo local. Si el Gobierno de Juan Vivas ha practicado el enchufismo hasta el paroxismo, ha repartido cargos públicos hasta la obscenidad, se ha endeudado hasta decir basta, ha despilfarrado lo que no se tenía, y lleva el paro por un escandaloso cuarenta por ciento, es porque veinte mil ceutíes así lo han querido. Si estas personas, que son perfectamente conscientes de estos hechos, hubieran sancionado democráticamente estas acciones, el Presidente actual no habría revalidado su mandato. ¿Quién es el auténtico responsable de este desaguisado?
Otra cuestión que incide de forma muy directa en la desnaturalización de la democracia es el falso concepto de la abstención que manejan no pocos ciudadanos. Los abstencionistas activos piensan, equivocadamente, que ésta es una posición beligerante demostrativa de rechazo. Nada más lejos de la realidad. Las abstenciones no modifican ni el volumen de representantes ni el de representados. En consecuencia, quienes se abstienen en un proceso electoral, del que forman parte ineludiblemente porque asumen obligatoriamente sus consecuencias, lo que realmente hacen es delegar su voto en otras personas. Cuando uno no vota, está consintiendo que otro lo haga por él. De una manera irreflexiva esta devaluando su propio criterio y revalorizando el de otro sujeto que, en la mayoría de las ocasiones, defiende intereses contrarios. Es una terrible falta de educación democrática. Ejemplo local. El PP obtuvo en las elecciones municipales menos del cuarenta por ciento de los votos censados, y sin embargo, tiene más del setenta por ciento de representatividad. Unos se aprovechan de la omisión de otros.
Los ciudadanos, en lugar de quejarse amarga e inútilmente, imputando a terceros sus propias responsabilidades, lo que deben hacer es asumir el irremplazable protagonismo que la democracia les asigna. El sistema alcanza su plenitud cuando todos los individuos ejercen sus derechos ciudadanos, participan en política, se implican, y votan siempre, y en conciencia, según sus convicciones, principios e ideales.

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