Por suerte o por desgracia, no estoy ya en la edad de participar con aquellos que, cuando arranca septiembre y regresar a la rutina es obligado, se sienten como al borde de un precipicio -las consabidas depresiones o resaca veraniega- del que, por las cuentas que les tienen, no demoran en alejarse. Y es que la realidad, como siempre, vuelve a imponer el equilibrio. Los días pre-otoñales sin desprenderse aún de las últimas calores, ya nos van introduciendo en un calendario de tardes que se acortan, plenas de tristeza y de nostalgia. Son las que nos llevarán al pasado inmediato, donde todos hemos hecho “simulación” de ser felices.
Se fueron los fastos verbeneros de las fiestas de agosto, este año vigilados, en un exceso de celo, por los hombres de Harrison; también quedó para las crónicas esa feria del tapeo, donde los bulevares se transformaron en tascas con olores variopintos, incluidos los que procedían de vomitaduras y orines que se acumulaban por esquinas y recovecos, por los que muchos optaron, despreciando los “meaderos” de quitaypon, que imitaban confesionarios, como los que se utilizan en masivas congregaciones espirituales. Por cierto, reconozcamos que fueron muy útiles esas “velas” o toldos, aunque esperemos que nadie haya tenido la mala leche de remitirle una foto al maestro Siza para que viese su impoluta y mejillonera plaza, envuelta en ese tejido de camuflaje que le daba cierto aire coreano.
Del día autonómico, prefiero no entrar al trapo del comentario o glosa, pero no puedo callar que, de nuevo, vuelve esta efemérides institucional, a pasar desapercibida para la mayor parte de la ciudadanía caballa. Tal como va en picado, no tardará en desaparecer o incluirla en la romería de San Antonio o en el “Borrego”. Es lo que ha hecho preguntarme qué sentido tiene si se limita a llenar (y no completar) el aforo de un teatro con políticos y funcionarios, espectadores de un acto protocolario con ausencias que se destacan, acto concebido como unos “juegos florales” del siglo XIX, aquellos donde triunfaron con sus ripios, Zorrilla o Campoamor. Me cuentan que este año no hubo versos ni el “paso a tres” de las paulovas de turno, y sí discursos fomentadores de bostezos, como en otras muchas sandeces a las que nos tienen acostumbrados los papaítos de la patria chica.
Mejor recordar mis paseos matutinos, bajando el Rebellín y regresando por los Agustinos; mis contadas salidas esta vez a Calamocarro, cada vez más solitario y abandonado; o el encuentro con esos amigos que nos vemos de año en año. Lástima que este agosto algunos no acudieron a la cita y que otros, como Miguel Blanco o Pablo González, decidieron subir el útlimo peldaño de esta escalera que es la vida. También lo hizo mi queridísima Mariam, casi una niña, que soñaba con ser la bella durmiente, esperando un príncipe que no llegó.
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