Opinión

La reorganización del Ejército Expedicionario de África en clave defensiva

A pesar de quedar rezagados los conatos del juego de poder desde las primeras jornadas de la sublevación, la Guerra Civil Española (17-VII-1936/1-IV-1939) dejó un sinfín de ramalazos imborrables y como testigo tangible, ahí quedaría la hecatombe en cuanto a su prolongación en el tiempo e inhumana por el rigor del lance, España proseguía desplegando en Marruecos una guerra de desgaste supuestamente sin fin. Algo así a criterio de muchos, como un conflicto gravoso e ilógico y en el que el país se había visto sumido, poco más o menos, por necesidad.

Y es que en un complejísimo contexto territorial como el Rif, su orografía atomizada forzó al retraimiento y ostracismo de una urbe diseminada. Y no era para menos, porque entre los años 1902 y 1926, respectivamente, un rosario de cabecillas turbulentos enarbolaban sus causas. Llámense, El Chadly, El Roghi, El Mizzian, El Raisuni y cómo no, el caudillo del nacionalismo rifeño, Abd el Krim (1882-1963), encabezaron diversos focos de agitación que irían in crescendo en la Zona Oriental y Occidental durante los lapsos de la pacificación. De manera, que España hubo de hacer frente no a una masa de impetuosos coordinada, sino a un adversario volátil que escogía el instante propicio para asestar el golpe, sustrayendo el mayor partido de una tierra baldía que conoce, reúne sus fortalezas para operar sobre los objetivos a atacar y desaparece como pez en el agua si no tiene amarrada la victoria para esquivar el combate cuerpo a cuerpo. En tanto, el Ejército Expedicionario de África, establecido como resistencia a las hordas rifeñas y que permaneció en Marruecos hasta la Independencia (2/III/1956), había aumentado y fue primordial para la demolición de la Segunda República (14-IV-1931/1-IV-1939).

En principio, haciéndose con la parte Oeste de España y pronto, componiendo la vanguardia en dirección a Madrid. Mientras, el régimen franquista se valió del fracaso de Francia en 1940 para irrumpir en Tánger, apropiación que persistiría hasta la última etapa de la Segunda Guerra Mundial (1-IX-1939/2-IX-1945). Y al otro lado del Estrecho, durante la pesadilla álgida de castigo y quebrantamiento de los derechos humanos que equivale al adjetivado ’terror blanco’, se había configurado en Marruecos una avanzadilla de fuerzas concéntricas de calado enteramente nacionalistas, con el propósito de obtener el señuelo de la Independencia. El caso es que los franceses consintieron que el Sultán retornara en 1956 y ese mismo año se desencadenó la Independencia. Primero, por parte de Francia y posteriormente, España, aunque la Zona Sur fusionada al Sáhara, no transitaría a soberanía marroquí hasta 1958.

“He aquí una maniobra ingeniosa en la que la milicia representativa de la mano del Alto Comisario y como testigo singular, el Jalifa, intermediaba con un plan político y propagandístico perspicaz, al objeto de conservar la zona en apaciguamiento y contrarrestar la polvareda dejada por el nacionalismo”

Con lo cual, una vez dominado en 1927 el control efectivo del espacio norteño y finiquitada la pugna mundial, la empecinada inspección desempeñada por las intervenciones, más la prolífera acción de los Servicios de Información y el paulatino protagonismo de las Fuerzas Jalifianas en la conservación de la paz y el orden público implantado en la demarcación, dilucidarían en clave interna, la disminución de las Tropas en las filas del Ejército, más las líneas maestras acordadas entre 1946 y 1947 y hechos puntuales como el periplo, o más bien, el circuito político-militar de 1948 por las cabilas orientales.

Adelantándome a lo que fundamentaré, estas prácticas adquirirán una asimilación en combinación externa que se encuadrarán en la observancia de la política colonial a las premisas propias de la política exterior del régimen. De ahí, que durante los primeros trechos de la posguerra, la influencia internacional del Protectorado sería lo que determinaría el ejercicio político y militar en la región. Dicho esto, con la publicación del Decreto fechado el 5/III/1945, se hacía efectiva la designación del Teniente General José Enrique Varela Iglesia (1891-1951), como Alto Comisario de España en Marruecos, General en Jefe del Ejército de África, Inspector de la Legión y de las Tropas Jalifianas, así como Gobernador General de las plazas de soberanía de Ceuta y Melilla.

Por lo tanto, reemplazaba en la Administración Colonial al General Luis Orgaz Yoldi (1881-1946), que había logrado conservar la entente con el nacionalismo dentro de la tendencia hacia posiciones metódicas entre la represión y los beneplácitos a algunas de sus pretensiones. No obstante, la incrustación en la que se había tendido la actividad de su antecesor en el puesto, distaba mucho que desear del enrevesado y tornadizo escenario nacional e internacional, tras las perturbaciones ocasionadas por la guerra y en la que se consignaba la recalada de Varela a la región.

Escuetamente en lo que atañe a la política ejecutada durante su paso al frente de la Administración Colonial (12-IV-1945/24-III-1951), ésta estuvo acentuada por la prioridad de emprender una reestructuración y reorganización, valga la redundancia, de los Servicios de la Administración Colonial, del Ejército de Marruecos y del Gobierno Jalifiano. Toda vez, que el engranaje de estas modificaciones se subordinaron a la marcha del guion de España en la palestra internacional y cómo no, en la secuenciación con relación a la supremacía del activo castrense sobre el civil en el proceder de los deberes y destinos de la Administración Colonial.

Por ende, a pesar de declararse públicamente neutral, la intervención de la España franquista durante el conflicto mundial, fluctuó entre la transmisión de la política exterior y el realismo que atribuía el colofón de los acaecimientos. Luego, España, transitaba de una aparente imparcialidad cómplice mediada con los fascismos, a lo que Francisco Franco Bahamonde (1892-1975) sabía de buenas tintas que era parte de su triunfo, a la ‘no beligerancia’, y a la sazón, ante la viabilidad de eximirse de los preceptos coloniales de la entente franco-británica, para definitivamente volver a la neutralidad generosa con los aliados y de cuya habilidad gravitaría la estabilidad del Gobierno golpista.

En otras palabras: este estilo transigente hilvanado al temperamento de un régimen distante de las democracias occidentales dominantes de la contienda, predispuso que la España franquista fuera castigada al destierro internacional.

Podría desprenderse de este tablero amputado, que desde la consumación bélica hasta el surgimiento de la Doctrina Truman, el comportamiento de los actores occidentales estuvo punteado en pretender afianzar la oposición a la dictadura mediante la praxis diplomática. Precisamente, es en este intervalo cuando se origina la derivación de la materia española como argumento recurrente de discusión en la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Recuérdese que la Doctrina Truman (12/III/1947) fue una medida alumbrada por los Estados Unidos que proyectaba facilitar apoyo literalmente a los “pueblos libres que están resistiendo los intentos de subyugación por minorías armadas o por presiones exteriores”, ya que por aquel entonces, estos regímenes concretaban una seria advertencia al capitalismo americano, siendo estas normas de vehemente trayectoria anticomunista. Hasta tal extremo, de constituirse en una obstinación perseguidora de cualquier corriente en el marco de la izquierda política. En definitiva, se pretendía combatir la irradiación del peso soviético y el comunismo en Europa Occidental.

Pese a todo, el enfoque de España manifiestamente benévolo al nacionalismo árabe y oportunamente vacilante con respecto al nacionalismo marroquí, mantuvieron unos lazos convenientes. Estos últimos se cimentaron entre algunos, en fortalecer el común rehúso al colonialismo francés, aproximarse al impulso palestino en los foros internacionales como mecanismo de acceso al intercambio de experiencias y conocimientos técnicos y, sobre todo, tonificar los vínculos históricos y culturales manejados como instrumento propagandístico durante la Guerra Civil.


En lo que concierne al Protectorado, si desde el meollo político los representantes coloniales no podían adherirse a reclamaciones explícitas y exigencias nacionalistas, en la esfera religiosa, cultural y educativa, sí que se ejercitó, en concordancia con la política árabe del régimen. Un desempeño que vigorizara y generalizara esta especie de correspondencia.

La ‘francofobia’ como aversión u odio hacia la Tercera República Francesa del Gobierno de Madrid y las ganancias que podría devolverle el éxito del atributo antifrancés del nacionalismo norteño, confluyeron en el acogimiento de medidas contradictorias a los intereses galos. Haciendo hincapié en la admisión de nacionalistas evadidos de la Zona Sur. Esta fluctuación de designios e ideales confrontados se extenderían negativamente hasta la culminación de la Independencia de Marruecos.

Y yuxtapuesto al empaque del nacionalismo, el despecho de un emporio visiblemente arruinado y arrasado por la seguía que devastaba el Rif y cuyas consecuencias catastróficas podría extralimitarse en colisiones y refriegas con los agentes españoles. Amén, que apremiaba iniciar obras hidráulicas en la zona, uno de los programas definidos con retintines y cuya magnitud y alto presupuesto llevó a que todavía quedaran importantes estudios por subscribirse.

Entretanto, el 9/II/1946, se resolvió una ayuda económica mediante la plasmación de un recargo de impuestos llamado ‘Acción Benéfico Social’. Lo cierto es, que a pesar de su amaño en la estratagema, la generadora operación en el ámbito material, principalmente ostensible en la edificación de presas y embalses, así como la intensificación de la red de carreteras con Ceuta, Tánger y algunas de las metrópolis del Protectorado francés, significó una mejora notable, aunque no todo lo que se esperaba.

Así, la naturaleza internacional del Protectorado se descifró en una aceleración de la política indígena enfocada a imposibilitar que la incitación nacionalista inquietara a la política árabe del franquismo. Con estas miras, en 1946, se realizó la reforma de la Alta Comisaría y el Majzén Central, al igual que en ese mismo año se asimiló el Cuerpo de Policía colonial con el metropolitano. A la par, se reajustaron los Servicios de Seguridad, Vigilancia y Orden Público subordinados al Majzén (1947) y el Gran Visiriato (1948). Además, de incluirse otras pautas que remozaron los Servicios de Información y Vigilancia sujetos a la Delegación de Asuntos Indígenas.

Ni que decir tiene, que la reposición de los Servicios de la Alta Comisaría se presentaron al Generalísimo como un menester de obligado cumplimiento y entre algunos de los ingredientes puestos en el cóctel dictatorial, se trataba de dar más difusión al nacionalismo marroquí. Conjuntamente, se alegaba el acomodamiento de que los Servicios de la Delegación de Asuntos Indígenas alusivos a la política, información y conexión con las altas autoridades marroquíes de la región, se hallaran abiertamente unificados al Alto Comisario.

Sin ambages ni rodeos, las intenciones preferentes que se apresuraban con esta reforma, se encontraban directa o indirectamente coligadas al funcionamiento interno y externo del nacionalismo marroquí.

Llegados a este punto, desde la irrupción anglo-norteamericana en los litorales magrebíes, el Ejército de Marruecos redujo la cifra de integrantes y con ello descartaba la configuración táctica acostumbrada. Esta última surcó de modularse en Cuerpos de Ejército y Divisiones a un estructura propiamente terrestre, que distinguía la efectividad de dos Comandancias Generales y cuatro jurisdicciones, cuya misión inexcusable recayó en salvaguardar la ocupación y acompañamiento de la zona.

Asimismo, es ineludible hacer referencia que próximas a las Tropas de Reemplazo venidas de la Península, se incluían los activos del Tercio de Extranjeros y nutridas Unidades Indígenas. Estas últimas, abarcaban Grupos de Fuerzas Regulares acomodadas entre otros por personal autóctono o indígena. Además de Mehalas, cuyo protagonismo español recaía en la figura de los instructores. Y por último, la Mejaznía, integrada por marroquíes desplegados en el espacio metropolitano. Con el matiz, que tanto la Mehala como la Mejaznía, legalmente no formaban parte del Ejército Expedicionario de España al hallarse sujetas al Majzén Jalifiano, aunque al ejercerse la tutorización de las autoridades coloniales, hacía que a la hora de la verdad se ejecutara un control directo sobre las Fuerzas Jalifianas por medio de mandos españoles.

En base a lo anterior, entre las diversas determinaciones asumidas se atinaba el acogimiento de la defensa de las plazas y núcleos urbanos, contra potenciales golpes de mano y encubiertos sabotajes. Haciendo una clara indicación a la realidad de los nacionalistas, así como la supervisión de los límites fronterizos terrestres y marítimos. Exclusivamente y en el caso de ser atacados por facciones hostiles se respondería con mehalas y harcas. O lo que es igual, avanzadillas ligeras y puramente nativas dirigidas por mandos españoles.

En razón de la representación y asignación de estas últimas en la zona, dos Informes minuciosos en sus pormenorizaciones refunden el total de guarniciones organizadas por demarcaciones supeditadas a las Comandancias de Ceuta y Melilla. Y otro de los componentes que confirma el control exhaustivo que se procuraba desempeñar sobre las huestes marroquíes, residió en el establecimiento de la Inspección de los Grupos de Regulares. Por otro lado, el reajuste de las Fuerzas Jalifianas en los recintos preparados continuó el mismo formalismo. Es decir, centralización de contingentes, recorte en la cantidad de cuarteles por causas básicamente económicas y con los que nivelar la puesta en escena de otras consignas, pero de igual forma, perfilar la verificación por la parte española.

Estos proyectos tanto de innovación como de evolución en la milicia, vinieron unidos a unas líneas generales ensambladas en dos Directivas forjadas en 1945 y 1946. En la primera se incide en la particularidad defensiva, el empleo de mehalas y la constitución de harcas como fuerzas de choque ante una presumible agresión, retratándose los compases aludidos en otros escritos en relación a los episodios de sabotajes. Y en paralelo, la segunda retoca algunos matices de la anterior, pero que ante los efectos del curso general de las eventualidades sobrevenidas, el cometido de las Fuerzas Coloniales de España y la conceptuación ‘defensiva’, no advierten grandes variaciones en el dibujo de la intervención exigida, ni en el principio de las creíbles amenazas a la seguridad interna de la región.

“Entre los años 1902 y 1926, un rosario de cabecillas turbulentos enarbolaban sus causas. Llámense, El Chadly, El Roghi, El Mizzian, El Raisuni y cómo no, el caudillo del nacionalismo rifeño, Abd el Krim, encabezaron diversos focos de agitación que irían in crescendo en la Zona Oriental y Occidental”

A fin de cuentas, en un horizonte intrínseco pero completamente perceptible y extrapolable a los que habían luchado en la mal denominada campaña de pacificación, la degradación y bochorno padecido por el Ejército de España durante el entresijo armado en el avispero rifeño y su posterior sometimiento a las tropas francesas, continuaba figurando entre las páginas más infaustas del dietario militar, cuyas heridas no se habían cerrado aún. La extensión de la conflagración, pero en esta ocasión por derroteros políticos, ayudaba a recapitular el fiasco fragoso que desprendió este período.

Evidentemente, aquello no reforzaba el acomodo pacífico junto a la estrategia de hermanamiento que se pretendía proporcionar. La sobredimensión y manipulación marroquí, como la incumbencia de los Servicios de Información, Vigilancia, Seguridad y Orden Público de la Alta Comisaría, totalizaban una muestra previsora del modus operandi de la política colonial desenvuelta. Aparte de esta rúbrica circunstancial, se trataba de producir un golpe de efecto y apuntalar la proyección del Alto Comisario en el Protectorado. Primero, atando los cabos sueltos del Ejército; segundo, sobre el Majzén Jalifiano; y tercero, sin perder de vista el espectro nacionalista, que en cualquier momento podía aglutinar el respaldo unísono de las regiones más belicosas.

Para ser más preciso en lo fundamentado, esta andanza (21-31/X/1948) contribuiría a fijar un liderazgo encarnado a modo de antesala clamorosa entre las tribus y cabilas. El Alto Comisario en compañía del Jalifa acabaría desplazándose al núcleo duro del Rif. En concreto, a Beni Urriaguel, cabila amazigh y tierra natal de Abd el Krim, tras mitigarse los tumultos originados.

Más bien, se trataba de contrapesar la previsible valía de la enseña del Emir entre sus incondicionales más acérrimos. Pero, a su vez, devolver alegóricamente el golpe mortal recibido en años precedentes. En aquel momento, iba a ser el Ejército de África el que discurría lúcidamente por aquel teatro de operaciones en el que en tiempos pasados se había visto catapultado por el brío e ímpetu de las turbas rifeñas.

Curiosamente, ahora se producía un reencuentro en el que antes se había pugnado a sangre y fuego para sofocar la rebelión bereber. En cambio, su máximo exponente en calidad de miembro del Gobierno Jalifiano, el Caíd, les acogía y daba coba en su comarca. Ciertamente, el retrato ataviado presto a fraguarse correspondía a la sumisión del entonces contendiente cabileño frente al Ejército Colonial.

En suma, he aquí una maniobra ingeniosa en la que la milicia representativa de la mano del Alto Comisario y como testigo singular, el Jalifa, intermediaba con un plan político y propagandístico perspicaz, al objeto de conservar la zona en apaciguamiento y contrarrestar la polvareda dejada por el nacionalismo. Nítidamente, del renombre político irreprochable adquirido con este fogonazo, da buena cuenta el Jefe de Estado en un comunicado enviado a Varela, en términos muy efusivos y donde le elogia por la hechura dada militarmente y la labor protectora de España en Marruecos.

La presencia de este mensaje escrito por parte de Franco de cara al vacío de cualquier consonante en el caso de los hechos sucedidos en Tetuán, capital del Protectorado y sede de la Administración Colonial, demuestran a todas luces el paralelismo entre ambos acontecimientos, siendo el desplazamiento al Rif, producto del dinamismo y calibre alcanzado por los nacionalistas en las postrimerías de 1948.

En consecuencia, visto lo descrito en estas líneas, es clarividente el servilismo de la política colonial española ante el acometer de las coyunturas en el plano internacional del momento. Y es que, el punto y final del laberinto bélico mundial ensamblado a la estela dejada antes por la Guerra Civil, demandaron iniciar la reorganización de los efectivos coloniales, así como una redistribución adaptada al presupuesto. Pero, sobre todo, una ejecución en cuanto a sus aplicaciones en clave defensiva que priorizara el encaje de vigilancia e información. Estas últimas debían hacerse con especial énfasis en la capital y principales urbes norteñas, en las que la disposición de ramas de la Oficina del Partido Reformista Nacional podían exaltar los ánimos e instar a un cúmulo de desórdenes.

Pero con anterioridad a lo sintetizado, la creciente congregación en el Norte de África de militares disconformes con el Gobierno, auguraba la detonación de la guerra. De hecho, sería allí donde los entusiastas africanistas se levantaron en armas contra la República y lograron apresar los puntos clave para garantizar el botín de la insurrección. Si bien, el nacionalismo marroquí que en sus preludios ya bullía, era de base islámica reformista y establecía sus soportes en el modernismo de las instituciones y estructuras vernáculas manteniendo su extracto islámico, cuyos usos debían adecuarse a los tiempos contemporáneos.

Sin duda, nada se parecía con la concepción del nacionalismo interpretado por el patrón fascista de índole alemán e italiano que facilitó su beneplácito a Franco, y que ante todo ambicionaba la omnipotencia de una raza o ideología sobre el resto las demás, armonizándose como recurso político de doble filo en la dictadura. Es más, a este tenor, como patria colonizada, el nacionalismo marroquí se manifestaba opuesto a la superioridad de un pueblo sobre otro, en función de su mayor nivel de civilización o progreso.

Estas actividades ayudarían a dilatar la seguridad y el orden público sorteando la inercia de la fuerza, entrañando un cambio de paradigma a la amena e idílica estampa del trámite español de su Protectorado, contrafuerte de la política árabe del franquismo. Para ello, resultó factible robustecer el control y los lazos con los representantes del Majzén Jalifiano, por medio de una sucesión de medidas cosméticas que bajo el paraguas de asignaciones y una actitud de transigencia, pudiéndose incluso descifrar como autonomía condicionada. Lo que se verdaderamente se forjaba era una dirección más diamantina al modo de las innovaciones lanzadas en la zona franca. Simultáneamente, la implementación de los Servicios de Información y Vigilancia de la Delegación de Asuntos Indígenas, avivó el vigor de las oficiosidades en el contorno rural y el rastreo de los movimientos nacionalistas entre las masas urbanas eran incesantes.

Esta situación fluctuante encadenada a la estrecha vigilancia y contención de los apoderados jalifianos y al control resultante de las tropas indígenas, conformó que la reorganización del Ejército anduviera sin mayores dificultades. Obviamente, las diversas contingencias nacionalistas producidas en Tetuán y el subsiguiente viaje político-militar del Alto Comisario por los recovecos del Rif, permiten determinar cómo se coordinaron los diversos artificios de control en una órbita regional, nacional e internacional agudamente intrincadas.

Como ya se ha indicado a lo largo y ancho de esta exposición, la principal encomienda de las Fuerzas del Ejército de Marruecos se limitó a funciones informativas y de vigilancia y sostenimiento del orden público. Y como no podía ser de otra manera, los automatismos propios de los elementos indígenas más el grosor propagandista en cuanto a los intereses conquistados por la gestión colonial, ha de insistirse en el difícil bandazo o tumbo, por denominarlo de algún modo, que requería la conservación del régimen colonial y el apremio de buscar el respaldo del espectro árabe en la escapatoria de la marginación internacional impuesta para España.

Sin inmiscuir de este entorno, que Marruecos acabaría convirtiéndose en un escenario donde se perpetraron multitud de procesos represivos que prevalecerían en la España franquista. Y si acaso, en algo más que no es poco: en una evidencia reveladora de la fuerte opresión colonial que había infligido el imperialismo europeo en el universo islámico. Con el agravante, que muchos de estos procedimientos se asimilaron para mal en el imaginario colectivo, tras el transcurso de descolonización por las élites gobernantes, allanando el camino a regímenes dictatoriales y sacar a la palestra el poder en una persona, grupo u organización que ante todo, atenaza y coarta los derechos humanos y las libertades individuales, hace uso distintivo de la tiranía, el despotismo, la autocracia, el absolutismo, el cesarismo, el totalitarismo y así, un largo etcétera.

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